lunes, 19 de mayo de 2014

El Fútbol y sus aledaños (158) - Villa Palmieri


Villa Palmieri

Ayer volví a viajar en metro. Hacia tiempo que no lo hacía -dejé de ser asiduo a este medio de transporte desde que tuve coche propio- y me sentí desorientado pero, a pesar de ello, completamente en mi elemento. Estaba demasiado relajado quizá. Antes era parte de mi rutina diaria, para ir a la escuela primero, luego a la universidad, para acercarme al trabajo mientras lo tuve. Creo que las dos veces que me equivoqué de andén y erré la nueva dirección a seguir tras un trasbordo de línea se debió más a lo abstraído que estaba en mis pensamientos que a me pudiera sentir desubicado tras tanto tiempo sin frecuentar el suburbano. Mi mente flotaba imbuida en mis propios pensamientos y apenas si prestaba atención a lo que me rodeaba. Estaciones, pasillos, trenes y pasajeros eran controlados con la periferia de mi consciencia. Tenía que acercarme al centro, al barrio de Ópera, donde se alza el Teatro Real. Allí proliferan las tiendas dedicadas a la música, las caras que ofrecen sobre todo su aspecto más lujoso -instrumentos y partituras-, pero también las más modestas de saldo y mercadeo de artículos relacionados con ella. Buscaba un lugar donde vender mis viejos vinilos. Es desolador comprobar el escasísimo valor que tiene aquello que acumulas a lo largo de la vida. En valor monetario me refiero, que sentimental suele ser mucho, en proporción directa al tiempo transcurrido desde que lo atesoraste y dejaste que empezará a acumular polvo en alguna estantería. Comprar es un arte al alcance de cualquiera, los errores siempre son subsanables con dinero. Vender es mucho más arduo y complicado porque suele ser síntoma de derrota, de los estragos del paso de la vida. Vendí mi coche hace dos años porque mantenerlo estacionado en al calle, sin moverlo siquiera, ya me suponía un lujo fuera de mi alcance. Decirme a mí mismo que ya no hay tocadiscos en casa donde escuchar los vinilos que comprara hace varias décadas es parte de mi terapia para suavizar la derrota.

Llevaba una carpeta de cuero en la mano y dentro de ella dos revistas. Para matar el rato y revivirlo a base de lecturas. Abrí el ejemplar de este mes de "Letras Libres" para ojearlo. Hay un artículo de Mario Vargas Llosa como primera propuesta. Trata sobre Villa Palmieri , en Florencia, sobre lo que allí ocurriera hace mucho tiempo. La lectura es interesante pero no cuaja en mi ánimo, apenas puedo concentrare en ella porque se mezcla con mi propia escritura. He decidido acabar un cuento que traté de redactar tiempo atrás en este mismo blog y que dejé inconcluso al llegar a un callejón sin salida narrativo. Redacto los párrafos en mi mente mientras mis ojos surfean sobre la superficie encrespada de las hojas impresas y el vagón del tren avanza por los corredores subterráneos de la línea 1 rumbo a Sol. Y de las cuatro realidades que se superponen tratando de captar mi atención -la que me propone el escritor hispano peruano, la que yo mismo pergueño con torpeza, la que transcurre en torno a mí sin apenas notarla y la que ideara Boccaccio para el Decameron, que a fin de cuentas ese es el tema del escrito de la revista- no prevalece ninguna, se mezclan entre sí de forma no homogénea y es un milagro que llegue a  mi destino sano y salvo, aunque sea invirtiendo probablemente el doble de tiempo del estrictamente necesario en caso de haber estado con la mente más atenta. Para viajar de forma ágil es preferible un equipaje ligero, sobre todo de pensamientos.

Abstraerse completamente de lo que te rodea mediante ensoñaciones, realidades alternativas, juegos mentales, o dejarse imbuir por su espíritu, por su estado de ánimo. ¿Quien no ha sentido alguna vez que la lluvia que cae al otro lado la ventana desde la que uno mira con pereza el mundo, que las gotas de agua que resbalan por el cristal y que uno adivina gélidas, que el cielo amoratado del que proceden, expresan con precisión lo que une siente, como si fuera su calco, el mismo dibujo? ¿Es el estado de ánimo del mundo -el clima es siempre el rasgo más conspicuo- el que mediatiza el nuestro o ocurre al revés? Es una moneda que parece no tener dos reversos. Pero todas las tienen, sino no existiría el azar, la incertidumbre, y todo podría ser explicado de antemano. Una persona sola, nosotros solos, aunque sea mucha nuestra aflicción o alegría no parece posible que pueda, que podamos, inducir nubes de borrasca o un  sol pletórico en el cielo. Pero ¿y ochenta mil?¿Pueden ochenta mil personas sintiendo lo mismo influir en el estado de ánimo del mundo, hacer que sea propenso a que ocurran determinadas personas? Nos gustaría pensar que ochenta mil personas que tienen fe en las gradas pueden revertir el resultado de un partido. De hecho lo hemos visto muchas veces en el Bernabéu. La realidad se contagia con el poder de ensoñación de la hinchada y acaba ocurriendo lo que los aficionados imaginan, anticipan. Torcer la mano del destino al que se le echa un pulso. Ser uno entre muchos. Que esos muchos sean uno solo. Esa es la utopía del hincha de fútbol, su orden perfecto. Todas las almas fundidas en una sola, en un mismo propósito: ganar, como todos los colores se funden para engendrar el blanco. Ser fuente o sumidero de la emoción que embarga al día deja de tener importancia en un campo de fútbol, porque los dos lados de la moneda supondrán el mismo resultado en este caso, el anhelo de la victoria, la intolerancia a la derrota.

En la Estación de Sol equivoco el andén de la línea 2 y cuando lo advierto he de desandar camino para llegar a mi destino. Mientras espero al convoy, esta vez sí en el andén correcto, hago tiempo leyendo a Vargas Llosa. Villa Palmieri es una quinta de la ciudad de Florencia que aun existe en la actualidad, con un aspecto ahora que seguramente no difiere en mucho de aquel con el que la viera Boccaccio hace siete siglos, en esa época en que el Renacimiento empezaba a pujar ya con fuerza en la alta Edad Media. En algunos lugrs el tiempo no avanza, se estanca. En una ciudad asolada por la peste, traída por las ratas embarcadas en las naves que traían las especias de Oriente a una Florencia ávida de lujos y placeres, un grupo de jóvenes se refugia en una finca aislada de la actividad de la urbe para aislarse de la realidad que les atemoriza. La muerte parece tan cierta y tan cercana. Un tercio de la población de la villa de los Medici ha perecido en unas pocas semanas. Apenas si hay tiempo para enterrar los cadáveres, que se amontonan en las calles, que se muestran obscenos,  insepultos, mostrando los feos síntomas de la enfermedad nefanda. Amintea, una joven alegre y vital, con poco más de la veintena, convence a sus amigos, seis mujeres más y tres varones, para que se parapeten tras las paredes de la casa, para que se escondan de la realidad y así poder esquivar al destino. Como si se pudiera huir de la muerte. Y para matar el tedio que seguramente les sobrevendrá al ver como les hurtan de sus vidas el mundo real, propone recrear otro mundo propio, una multiplicidad de ellos, decenas de realidades alternativas, contándose unos a otros cuentos y historias menudas de la mañana a la noche mientras dure su reclusión voluntaria. Ha sido la peste quien les ha robado el mundo despreocupado que conocían hasta entonces y tratan de restituir lo sustraído con fabulaciones donde se celebra el goce, el disfrute del placer y el buen humor, casi siempre a costa de terceros. Todo vale con tal de obtener satisfacción y saciar los apetitos: el engaño, el egoísmo, la crueldad incluso. Sienten los muchachos recluidos en Villa Palmieri verdadero placer al narrar las humillaciones infringidas a los otros, a los maridos cornudos, por ejemplo. Sobre todo a los que no merecen la fidelidad. pero también a los que sí, pero que han sido suplidos por amantes más diestros y satisfactorios. No digamos ya si ese amante es quien narra la peripecia. Es risa obtenida a partir del mal y el llanto ajeno, como en el fútbol, donde las lágrimas de los unos no solo son la alegría de los otros sino un gozoso trofeo más que añadir al de la victoria. ¿Dónde estaría la gracia del fútbol si no acarreara la desdicha del rival, la merezca o no, se haya portado con deportividad durante el encuentro o de forma deplorable?

Según explica Vargas Llosa en el artículo la reunión en Villa Palmieri no solo tiene por objeto tratar de eludir una realidad que supera a los protagonistas de la novela, olvidar por unos instantes la muerte, la finitud de sus vidas, crear un trampantojo de eternidad en lo que solo son unos cuantos días. Hay también una esperanza de ser capaces de torcer un destino que parece cierto, ineludible, tozudo e intolerante a ser gobernado. Celebrando la vida, sus placeres, los convocantes de la reunión creen en lo más recóndito de sus corazones que serán capaces de retenerla, de burlar a la peste. Como le ocurre al caballero en la película "El Séptimo Sello" de Ingmar Bergman, los moradores de Villa Palmieri están convencidos de que podrán ganarle la partida de ajedrez a La Muerte, ser más listos que ella, anticipar sus trampas, sobrevivir a ellas por su ingenio. Celebrar la vida es la única forma de vencer a La Muerte, sin enroques, desplegando todas las piezas en el tablero. Creyendo en una ficción a pies juntillas, puede lograrse que ésta suplante a la realidad que rechazamos. Toda fabulación que nos atrapa, ya sea desde un libro, una película, una obra de teatro, tiene capacidad para suplantar nuestra vida parca y miserable mientras dure la narración de su autor. ¿Por qué me hice del Real Madrid? Me lo he preguntado a menudo. Parecería en principio contrario a mi proceder habitual. Nunca he sido muy del gusto de los que ganan siempre. Cuando era niño siempre me decantaba del bando de los alemanes en las películas de guerra y de los sudistas en las del oeste. Siempre me fascinaron los vencidos. Hay más heroicidad en quien pierde si lo ha dado todo por lograr la victoria y la ha merecido que en quien le derrota. Luego supe de los idearios de nazis y esclavistas y me costó mucho ajustar esa información a mis simpatías ya formadas. Se puede admirar el esfuerzo, pero creo que solo se puede amar a aquello o a aquellos que juzgamos superiores a nosotros. Se ama desde la admiración, haya o no compasión mezclada con ella. Hubo un tiempo, quizá no haya acabado aun, en que mis únicas victorias, lo único de lo que podía sentirme orgulloso, era de mi Real Madrid. Mientras era parte de la hinchada durante los 90 minutos de un partido sentía que se podía celebrar la vida, suplantar la mezquina realidad, la mía, con una ficción de épica, valor y virtuosismo, anunciar jaque a la miseria y al tedio con un gol de cabeza de Santillana, una cabalgada por la banda de Míchel, una ruleta de Zidane. ¡El Bernabéu ha sido tantas veces mi Villa Palmieri! Como en aquellas dos semifinales de la Copa de la UEFA en que acabamos ganando el torneo. Recuerdo el fervor en la grada, la sensación colectiva que nos embargaba de que podíamos torcerle el brazo al destino dentro del terreno de juego, remontar un tanteador adverso que se antojaba imposible, borrar incluso la vida insatisfactoria que transcurría más allá de los límites del estadio. Es esa sensación de que eres tu quien redacta, de que la vida obra a nuestro dictado, de que la realidad representa la pieza que vamos componiendo sobre la marcha, como los guionistas de "Casablanca" escribían el libreto d la película casi al mismo tiempo que se filmaba. ¡Tantas veces el Fútbol parece el triunfo de la voluntad! Como hace dos días para los seguidores del Atleti en el Nou Camp, como para nosotros dentro de una semana en Lisboa contra este mismo rival, ahora henchido de confianza.



En la otra Villa Palmieri de Madrid, el edificio Vilanueva del Prado, donde tantas veces me refugié para poder vivir otra vida diferente a la mía, hay expuestos tres cuadros de Sandro Boticelli. Se trata de la "Historia de Nastagio degli Onesti". Proceden del legado de Francesc Cambó, político catalán que, con buen criterio, creyó que la donación que pretendía realizar al museo debía basarse en sus necesidades, es decir, en sus carencias. Siendo un pintor redescubierto a principios del siglo XX, vuelto a situar entre los grandes por los entendidos, el Prado no poseía entre su colección ninguna obra de Boticelli, ni posibilidad de adquirirlas en las subastas que teínan lugar en el extranjero dedido a la parquedad de medios de la institución. Las tres obras que llegaron en la donación de Cambó forman una unidad. Junto con una cuarta, que es propiedad de un coleccionista particular norteamericano, forman una serie narrativa, son como la versión en el lenguaje del comic de uno de los relatos del Decameron, concretamente el que relata Filomena el quinto día del encierro. Siempre me ha parecido que las mujeres que retrataba Boticelli en sus obras -la diosa Flora de "La Consagración de la Primavera", las tres gracias en esta misma obra, su archiconocida Venus surgiendo de la concha- tienen un enorme parentesco estilístico con las que dibuja Milo Manara en sus historietas picantes.

Nastagio, de la familia de los Onesti, está perdidamente enamorado de la hija del mícer Paolo Traversari. Amor que no es correspondido. Peor aun, que es contestado con desdén y crueldad por la joven, que disfruta haciendo sufrir a su namorado. Oposición que se acentúa por más que el pretendiente trata de superarse y colma de atenciones y regalos al objeto de sus afanes. Hay un secreto placer sádico en la muchacha al infringirle daño moral a quien le corteja. Filomena nos dice que es el odio hacia quien considera indigno de ella, la jactancia de saberse hermosa y apetecible, merecedora de alguien mejor que Nastagio. Ante tal tesitura, los amigos de éste tratan de convencerle para que renuncie a su ambición, a su obsesión, que está acabando con su alegría y su fortuna. Le piden que olvide a la muchachita desdeñosa y que no incurra en más gastos suntuosos, que emigre a otro lugar, que abandone Rávena y se instale en cualquier otra ciudad para iniciar una nueva vida lejos de sus recuerdos. Tanta es la insistencia de quienes le aprecian que al final Nastagio accede a sus peticiones, pero reacio a alejarse en excso de la chica, se desplaza solo a una jornada de la ciudad. Se instala con su cohorte de criados en un bosquecillo cercano a Rávena, donde invita a comer en una opulenta mesa de banquete desplegada bajo el dosel de los pinos a quien cruza por aquellas tierras para tener así a quien hablarle durante el convite sobre la mujer que ama. Una tarde de viernes, marcha del campamento improvisado a pasear solo, a meditar sus cuitas, las mismas de siempre, las que le han traído hasta allí, cuando ve aparecer entre los árboles a una joven que corre desnuda, perseguida por dos fieros mastines que no cesan de acosarla, de lanzarla bocados. Tras este trío aparece un caballero sobre un corcel negro, que se une a lo que parece ser una cacería humana. La mujer cae al suelo y es ensartada con una lanza por el caballero, que luego desmonta para abrir en canal a la presa y dar de comer sus entrañas a las dos perros. Nastagio trata de detener esa escena tan dantesca pero es detenido por el caballero con palabras. Éste se presenta y cuenta su historia. Se trata de Guido de los Anastagi, y la mujer que yace indefensa en el suelo es el amor de su vida. Como le pasara a Nastagio, vio premiado su amor con indiferencia primero y con crueldad después, enloqueció y decidió matar lo que no podía poseer de la misma ruda manera que acaba de presenciar Nastagio. Uno y otro, la infortunada y su asesino, que tras consumar su crimen se quito la vida, son condenados a repetir la escena por toda la eternidad cada viernes en aquel mismo lugar, donde se perpetró el crimen, el uno por su injustificable acto de furia -no se puede querer destruir lo que se ama, es un contrasntido-, la otra por su crueldad extrema mientras estuvo en vida con quien no se merecía es trato. La aparición de los espectros supone una revelación para Nastagio que decide invitar a aquel mismo lugar para un gran banquete a todos cuantos conoce, incluyendo entre los invitados al matrimonio Traversi y su desagradecida hija. El día fijado para el convite es lógicamente un viernes. Durante la comida el espectral cortejo hace acto de aparición por sorpresa entre las mesaspreparadas para el banquete y Guido vuelve a asesinar a su amada. Luego de hacerlo y ante el espanto generalizado da sus explicaciones a los comensales. El inesperado suceso sirve de advertencia y escarmiento a la joven Traversi, aunque sea en cabeza ajena -mejor así, que la suponemos bonita en extremo, sino de qué tanta fijación por ella en el heredero de los Onesti-, que al caer de aquella misma tarde accede sin reservas a las pretensiones amorosas de Nastagio. Nos dice Filomena para rematar la historia que no es la única asistente al banquete que abandona sus reticencias hacia un pretendiente. Por un tiempo al menos las expectativas amorosos de los varones de Rávena se vieron incrementadas

Es curioso, la narradora no nos informa de los nombres de ninguna de las dos mujeres desdeñosas -la irreal y la de carne y hueso-, pero de los varones desdeñados llegamos a saber nombres de pila y apellidos. De dejarme a mí el honor de ponerlas mote, se me ocurre que llamaría a la niña hermosa de los Traversi como La Orejona. Treinta y dos años estuvo la Copa de Europa esquivando los requerimientos amorosos del Real Madrid, nacido para ser su único dueño. Desdeñosa y cruel, se atrevió a dejar plantado a su pretendiente en la final de 1981. Aquellas cabalgadas de la Quinta del Buitre por el bosquecillo de la Copa de al UEFA tal vez pudieron servir a la altiva copa como advertencia para que diera su brazo a torcer al filo del fin del milenio. Comparado con aquello, doce años apenas parecen nada, pero vuelve a haber hambre entre los invitados al convite, no digamos ya entre los atléticos. Entre Rávena y Lisboa hay un trecho largo, pero que se puede recorrer en un sueño. Condenados para la eternidad a repetir el anhelo, cuando obtengamos la Décima nuestra primera reacción será ansiar inmediatamente la Undécima, y el hambre no se acabará ni cuando ganemos la Vigésima. No es mal destino, por otra parte. Peor hubiera sido que nos hubieran dado el hambre pero no los dientes. Hay equipo, estructura y un futuro económico que parece asegurado. Nastagio de los López, Floper para los amigos de Twitter, no reparará en gastos para que siga el banquete. Todo dependerá de que la niña desdeñosa no incida de nuevo en los remilgos. Si es así, el madridismo actuará como una jauría para acosarla y que entre en razones a base d bocados.



Ya en el viaje de vuelta a casa leo en la reseña de un libro en el mismo ejemplar de "Letras Libres" una cita de John Banville que me llama la atención: "El estilo avanza dando zancadas triunfales y la trama va detrás arrastrando los pies". Se refiere al oficio de escribir y, aunque yo no soy más que un amateur del asunto y mi opinión no cuenta mucho, no puedo estar más de acuerdo. En mi caso el estilo lo determina el tono. A menudo cuando me arranco a escribir lo que sea, un articulito de estos, supuestamente sobre fútbol, un soneto con endecasílabos, el análisis de una película , me acuerdo de cuando era niño e iba a clases de música. Justo cuando íbamos a empezar a cantar a coro toda la clase la profesora nos daba el tono de la melodía con una nota que le arrancaba a una especie de armónica redonda, un pequeño instrumento con el tamaño y la forma de una polvera que desde entonces he visto solo en sus manos. La comparación es pertinente: La música es un estado de ánimo que se contagia a quienes escuchan como si se tratara de una enfermedad benigna. El estado de ánimo es el tono del espíritu, y si el sentimiento que lo inspira es poderoso las palabras surgen solas, casi por generación espontánea, como un torrente que la mano canaliza hacia el folio en blanco -Ay, aquellos tiempos en que escribíamos a mano-. Si el tono, el estilo, el estado de ánimo - llamémoslo como queramos-, es el acertado la trama tarde o temprano emergerá hacia la superficie de los párrafos ya redactados, asomará el rostro para darnos un asunto a tratar y un desenlace. ¿Qué son ochenta mil personas que desean lo mismo sino un estado de ánimo, un estilo colectivo de hacer las cosas?¿Podemos inducir una trama en el relato, un desenlace determinado si todos lo deseamos lo mismo?¿Podemos lograr la victoria solo con desearlo si somos los suficientes? Leyendo el Decameron de Bocaccio, al menos tal como interpreta la obra Vargas Llosa,  se diría que sí. Y si luego llega la derrota ¿es por qué hemos fallado, porque no lo hemos deseado con las suficientes fuerzas, porque ha flaqueado nuestra fé? Esa es la sensación que queda algunas veces. Como ayer en la final en Milán de la Eurocopa de Baloncesto. Vuelvo a casa tras malvender los vinilos, apenas he conseguido la mitad del dinero que necesito para saldar una antigua deuda que ahora se me exige que satisfaga de forma perentoria. Entre los discos estaba el single de "Lisboa" de Los Panchos, acompañados de Gigliola Cinquetti. Y ya no sé si  la tristeza que siento me llega por no haber visto cumplidas mis expectativas en el pequeño negocio emprendido o por la dura derrota del equipo de baloncesto ayer noche, si alguna de estas tristezas tiñe a la otra con tintes más sombríos de los merece o si tal vez se explican entre sí. Solo sé que si tengo ganas de escribir esta tarde tendré el tono adecuado para que algo surja sin demasiado esfuerzo -ya llegará el asunto a tratar más tarde arrastrando los pies- y que de aquí al sábado he de visitar el Museo del Prado, recluirme entre sus paredes para empaparme de su vibrante belleza y narrarme una historia de vitalidad y triunfo, para poder sentir que no existe la peste extramuros, que puedo burlarla. Necesito recluirme en Villa Palmieri.


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