jueves, 1 de mayo de 2014

El Fútbol y sus aledaños (156) - Fados portugueses

"Lisboa antigua" - Trío los Panchos

Lisboa antigua y preciosa

¿Quien duda de que podrían escribirse siete crónicas distintas acerca de lo sucedido anoche? ¡Fue algo tan grande, tan descomunal! Siete crónicas diferentes jugueteando con aspectos, con símiles y metáforas distintas, apelando a estados de ánimo muy dispares, a la euforia del triunfo, a la nostalgia del Fado, a la pasión desatada del contraataque, a la calma por el deber cumplido, al desvarío convertido en remate de cabeza, a la tristeza por los que inevitablemente estarán ausentes en Lisboa. Una crónica por cada corazón que se desbordó mientras ardía el infierno, por cada estrella de la bandera de Madrid y de la constelación de la Ursa Major, que el añorado Santiago Amón nos ayudara a averiguar que en realidad son la misma cosa. Estrellas que se ven casi en el mismo rincón del firmamento allá en Munich que aquí en Madrid, porque ambas ciudades pertenecen al mismo hemisferio, aunque ahora quepa la duda de si del mismo planeta fútbol. Siete crónicas, incluso setenta y hasta setenta veces siete, porque una vez inicie el escrito no querré acabarlo nunca, igual que esta mañana no podía dejar de tuitear una vez edité mi primer gorgorito dedicado a Lisboa.

Se equivocaban los Panchos al decir que no volvería a lucir Lisboa su antiguo esplendor Real, lo hará en breve de nuevo, hacia finales de mayo. Cuando era niño se escuchaba a menudo en mi casa esta canción, interpretada por el trío mejicano acompañados por Gigliolla Ginquetti. Ayer mismo, como en un acto premonitorio, encontraba por casualidad en un armario, entre una pila de antiguos vinilos, el single de la tonadilla. Entonces supe que la victoria era nuestra. Y la certeza me llegó con la dulce tristeza de un fado. Y es que desde el aquelarre ocurrido en Concha Espina, en esa comunión satánica ocurrida entre afición y plantilla que desató los fuegos del infierno en el Bernabéu aquella tarde de miércoles -Rumennigge, querido, el fuego que creíste ver en la arbolada era en realidad el resplandor de este otro-, a muchos nos ha brotado el talento de la premonición tal como le brotan los cuernos a un demonio o las alas a un ángel, porque cielo e infierno se confunden en esta crónica. Decía ayer Guardiola que había leído en la prensa de Madrid que el Real se clasificaba para la final y en realidad no era un reproche sino una premonición, porque lo que había leído eran los diarios de esta mañana. Aunque bien pudiera ser que su don no se debiera a haber comulgado con el madridismo, que parece algo poco probable, casi un contradiós, un capricho más bien de Belcebú, sino a estar poseído por el balón y ser esta posesión la fuente en su caso del don, como le ocurría a Reagan, la niña de "El exhorcista" que veía el futuro en los ojos de los curas que trataban de rescatarla del mal. Y, ojo al dato, que su premonición va más allá, que en su viaje astral en sala de prensa ha contemplado la clasificación del Madrid y su victoria en la final. Quien nos iba a decir que el ángel de la Anunciación, nuestro arcángel san Gabriel, quien nos preñara con el Espíritu de la Décima, habría de ser Pep. A mi no se me habría ocurrido en la vida, ni en cien mil años ni en setenta veces siete crónicas distintas que escribiese puestísimo hasta las cejas con lo mismo que se dopa Messi. Y mira que he asistido a verdaderos prodigios desde mi rinconcito compartido con mis amigos en la calle Marceliano Santa María. Ayer Ancelotti ejerció de oficiante en el exhorcismo de Guardiola y el demonio de la pelota dejó de atormentar a su espíritu. Lento o manejado con frenesí, según el momento del partido, el balón nunca dejó de postrarse a los pies de los jugadores merengues. Fue el séptimo cielo del madridismo. El siete es el número con mayor significado cabalístico para la afición merengue, el que viene expresado en el dorsal de Ronaldo, en el recuerdo del gol de Mijatovic, en el grito de guerra lanzado desde las gradas del Bernabéu poco después de comenzar cada partido.

No, se equivocan, y sabe Dios que no me gusta corregir a la gente, menos aun a los Panchos y a Gilliolla, pero es cosa cierta, denla por segura. Lisboa volverá a ser morada feudal, castillo inexpugnable que hará viable que suceda aquello que cantara Raúl durante el convite para celebrar la Octava: Que pueda seguir la dictadura del Madrid. Oír la voz con marcado acento italiano de Gigliolla, declamando la letra de la canción con lenta cadencia, es como un guiño dirigido a Carlo, como una señal del pasado dirigida al futuro, una prueba más de eso que sospecho hace mucho, algo que también es del parecer de Stephen Hawking, que la flecha del tiempo no existe, que es solo una convención de los hombres para tratar de dar un orden a lo que no comprenden y así tratar de abarcar lo que les excede en tamaño. Todo sucede al mismo tiempo, en este momento, pasado y futuro. El presente es la estrecha banda de tiempo que es capaz de abarcar nuestra exigua y miope mirada, la rendija por la que se cuela la luz del exterior a nuestra habitación a oscuras de comprensión. "Lisboa antigua y preciosa, llena de encanto y belleza...". Gigliolla cantaba con nostalgia hace aproximadamente medio siglo de un esplendor pasado en Lisboa, anticipando la dulce melancolía que algún día sentiremos, los más jóvenes de entre nosotros tal vez dentro de otros cincuenta años -al resto ya no se nos podrá ver en la rendija-, al recordar la final de Champions de este año.


El hombre tranquilo

Y que decir del hombre tranquilo, Ancelotti. En la sorprendente escena de la película con este mismo título ("The Quiet Man", John Ford; 1952), el más viejo del pueblo de Inisfree escucha tumbado en su propio lecho al pastor de la localidad mientras le practica la extrema unción, con una sonrisa de deleite dibujada en los labios, saboreándola con un palillo en la boca como quien anticipa el momento de después del último bocado de un delicioso banquete. Cuan hermosos deben ser los sermones de este pater. Normal que ningún feligrés de la aldea se pierda una sola de las misas del domingo. Toda la temporada lleva escuchando el entrenador italiano las palabras que para su epitafio llevan componiendo unos y otros, sin alterarse, con aparente calma monacal, casi se diría que con disfrute, como el anciano irlandés que retratara John Ford en su película, en completo relax, sin mover un sólo músculo. Todo lo más el que se articula en el arco ciliar y le sirve para mover la ceja izquierda. El movimiento de esa ceja es el aleteo de la mariposa que batió alas en Madrid y provocó un huracán en Munich con fuego en la floresta. Y ninguno de esos epitafios eran el de Simónides para los 300 caídos en Las Termópilas ni el de Tennyson por los 600 de Balaclava. Le falta dar la talla al equipo en una gran cita, decían sus detractores. Y no les faltaba razón. Barça y Atlético habían salido vivos de entre nuestras manos en los cruces directos en Liga. La victoria en la final de Copa casi parecía Serendipia, un hallazgo feliz producto de la casualidad y de un accidente inesperado bien encauzado: La falta de Ronaldo y su consecuencia lógica, el hecho de tener que poblar la zona media con un cuarto jugador. Se repitió la situación en la ida de semifinales de Champions por un proceso gripal de Bale, pero Carlo lo aviso: "Si puedo hacerlo alinearé de inicio a los tres delanteros". Y así sucedió. Se sintonizó a la perfección la BBC en el Allianz Arena, como si se tratase de una emisión clandestina durante la Segunda Guerra Mundial destinada a ser escuchada por la resistencia operando más allá de las líneas enemigas. Cuatro mil madridistas habían en las gradas infiltrados entre los tifos inmensos confeccionados por los alemanes. "Los largos sollozos de los violines del otoño hieren mi corazón con una languidez monótona", fue el mensaje extractado de un poema de Verlaine que se escuchó en la emisora, y acto seguido se produjo en sucesión ininterrumpida el desembarco de Normandía, la conquista de una cabeza de playa a testarazo limpio de Ramos, la toma de Cherburgo en un contrataque fulgurante y el cruce del Rin por el único puente en pie en la zona de Remagen gracias a la picardía de Ronaldo. Benzemá tiene algo de poeta, cierta languidez otoñal que rima con su gran clase. El doblete de Ramos y luego el de Cristiano, como si de un cuarteta se tratase, con versos rimados de arte mayor. Al fin algo de lírica tras tantos años repletos con la machacona prosa del tiqui-taca.

Lo descubrieron las cámaras durante el entrenamiento del día anterior en el escenario del partido. En la charla a sus jugadores, Ancelotti les aseguraba que la victoria era suya. No había sonido que acompañara a la imagen, mitigado por la distancia a la que filmaba la cámara espía, pero la expresión del rostro del entrenador denotaba la calma del convencimiento, de la certeza absoluta, y subrayaba sus palabras entrelazando las manos, un gesto que parecía significar que consideraba que todo estaba atado. Más que suficiencia era premonición. La misma que la de Pep Guardiola. El mismo aquelarre en Concha Espina de una semana antes. Pero Carlo no estaba poseído por la pelota sino por el espíritu del grupo, quería ganar a lo grande para su afición, desplegando toda su artillería en el teatro de operaciones. Parecía descabellado, temeridad si acaso, una audacia que no casaba con su inmerecida fama de hombre pachorrón, de entrenador que llegara domado, según afirmara de la Morena nada más desembarcar en el foro. Porque Carlo ha resultado ser contra todo pronóstico un entrenador indómito, cimarrón. Ha asilvestrado a una plantilla que parecía que ya no podría crecer más allá del terreno arado con sumo esfuerzo y trabajo por Mourinho, que no podría invadir nunca los terrenos adyacentes a los del orden en defensa, del robo del balón por la presión para cargar de munición el contraataque, como quien carga y amartilla un arma. Tiene su Real Madrid actual, el de final de temporada, un cierto caos ordenado, una locura consciente, arrebato contenido, toda la contradicción de la que es capaz el genio creador para engendrar la obra perfecta. Su Real Madrid es feraz e invade todos los territorios del fútbol, el del orden en defensa, el de la posesión, el de la tormenta perfecta. Un Real Madrid polimórfico, que se adapta al contrario, multicolor, con un sinfín de facetas brillantes si uno lo sostiene en la mano para contemplarlo de cerca y lo hace girar entre los dedos.

Sean Thornton, un John Wayne Homérico al decir de Michaeleen Oge Flynn, cree que en su Inisfree natal, allá en irlanda, encontrará la paz que le niega la ciudad donde vive, Pittsburgh. Es boxeador profesional y vive atormentado tras causarle accidentalmente la muerte a su último rival. Se instala en la vieja casa de sus padres con la esperanza de que la vida rural, muy lejos de donde le conocen, le proporcione un remanso. Tanta bonhomía es interpretada por sus nuevos vecinos como mera cobardía, incluso por la mujer de la que se enamora, Mary Kate, la pelirroja Maureen O'Hara. Pero a Mary Kate no le importa el aparente déficit de hombría del que acaba siendo su marido. Está harta de soportar al bruto de su hermano, tan rudo y valiente como cualquier bestia, pendenciero a plena satisfacción de sus convecinos. El problema surge cuando éste se niega a conceder la dote que le corresponde a la pareja tras casarse. Creo que puede porque su cuñado no se atreverá a reclamársela. La película se resuelve con una formidable pelea, justo lo que todos quieren contemplar, todo converge hacia ella. Por si alguien no ha visto la película me abstendré de revelar su desenlace, aunque es fácil intuirlo. Cuando John Wayne y Maureen O'Hara compartían un encuadre en la pantalla era difícil mantenerlos separados. Eran pura química cinematográfica.

Sean Thornton sabía pelear, simplemente no quería hacerlo. Y tenía sus motivos. El código que había establecido su predecesor parecía imponerle a Ancelotti la pelea continua, luchar contra todos todos los días. El bien del club exigía para muchos la guerra en todos los frentes, en especial mediando un micrófono y habiendo periodistas presentes tomando notas. Comparaba la afición las maneras con uno y otro y la diferencia le resultaba ciertamente llamativa. Cierta impaciencia cundió en algunos sectores del madridismo. Sin embargo, a medida que avanzaba la competición y aumentaba la tensión más tranquilo se le veía a Carleto. Muchos desesperaban de que en el desenlace de la temporada hubiera la suficiente bronca y cachetadas. Por la fuerza de la costumbre, el mourinhismo había aprendido a pararse frente a las ruedas de prensa en Londres igual que el caballo de Michaeleen frente a la taberna. Solo allí se husmaba la gresca. Solo un motivo verdaderamente importante, la Décima, desperezó la agresividad del italiano. Dos golpes le hemos visto doltar, uno a Rumennigge y otra a Guardiola, y más que guantazos fueron simples collejas, casi besos de buenas noches. Dormid y soñad con la copa de la Champions, que será lo más cerca estaréis de poder tocarla. Ancelotti prefiere discutir en el terreno de juego. Hay química entre él y la pelirroja Orejona. Piensa cobrarse la dote en Lisboa.



Até logo, Mou

Había una cita señalada en el calendario, emotiva sin duda, quien sabe si catártica o fraticida, pero que ya no se producirá nunca, y no tengo claro si es para bien o para mal. Nos niega el futuro, más bien el Atleti, la posibilidad de que el madridismo reflexione profundamente sobre sí mismo. Desde un punto de vista meramente deportivo es indudable que el Chelsea habría sido un digno rival, pero mucho más asequible para evitar que el sueño de la Décima se convierta en pesadilla justo en el momento del despertar. Vivir lo que has soñado es saludable, la modalidad más grata de triunfo, soñar la vida por el contrario es una tortura que nunca acaba, la realidad que nunca acaba de llegar. ¿Que son doce años frente a treinta y dos? La aparente fortaleza de los números es que tienen forma que se asemeja a los argumentos, que parecen incontestables, pero los sentimientos, las sensaciones y los estados de ánimo no se pueden cuantificar. Jugar una final contra el Chelsea de Mourinho era un sueño en sí mismo para muchos, un "hola, ¿qué hay de nuevo?" al antiguo caudillo, una forma de despedirse de él, adecuada, íntima, sin la interferencia de terceros, un modo de compartir la gloria y de darle las gracias por el regalo de la Décima.

¿De verdad alguien impidió que los mourinhistas se despidieran de forma adecuada de su referente? Eso creen algunos de ellos que aseguran no ser capaces de pasar página. Corrió el mito en su momento de que la marcha voluntaria, de común acuerdo entre las partes, fue en realidad una destitución, una traición de su gente, de sus jugadores, enfrentados a él en su egoísmo, que forzaron su marcha, y del presidente, que no le apoyo lo suficiente y que tomó partido por ellos en el sordo contencioso que se produjo en el vestuario. Sordo o ruidoso, porque algunos testigos aseguraban que los gritos de la pelea que se produjo entre Mourinho y Ronaldo se podían oír con claridad en La Castellana. La final de Lisboa habría podido ser una forma de zanjar la disputa, de enmendar una salida en falso, como si de una carrera de velocidad se tratase, y restañar las heridas. Pero los dos años largos que Mourinho tardó en deshojar la margarita para decidir si se iba o se quedaba exceden con mucho la duración de una carrera de velocidad, incluyendo sus prolegómenos. Solo cuando vemos alejarse al amor sin que lo queramos se justifica que nos aferremos irracionalmente al pasado, y es más que una sospecha que ese amor no fue nunca correspondido. En realidad es algo asumido, que se elude apelando al acusado profesionalismo del portugués. "Queremos profesionales por encima de todo. No nos importan los sentimientos que tengan", suelen argumentar los mourinhistas en el eterno debate acerca de los canteranos, que durante la permanencia del portugués en el club quedaron en entredicho. Y creo que yerran, porque un club de fútbol es un colectivo, y a un grupo de personas lo que le cohesiona son los objetivos comunes y los lazos afectivos. Si no media el afecto

¿De verdad le deberemos a Mou la Décima si Lisboa nos es favorable? Creo que sería muy mezquino pensar lo contrario. El portugués llegó en el momento propicio, cuando arreciaba se Barça de Guardiola como una lluvia torrencial, que ni siquiera escampaba en el Berbabéu, que incluso allí se convertía en un aguacero. Mou nos dio primero un paraguas para que nos sirviera de resguardo, y luego un sistema de irrigación para convertir toda esa agua en un recurso con el que poder prosperar. Era hermoso ver evolucionar a la vez a toda la defensa del Real Madrid en el Nou Camp en aquel partido que se ganó con aquel gol de Cristiano a pase de Özil, pero ya hablamos en su día de eso. Basculaban los diez hombres completamente coordinados, como si fueran uno solo,  a izquierda o derecha, según la orientación dada al ataque por Xavi Hernández, los laterales, Marcelo y Arbeloa, apoyados siempre por los medios, Xabi y Khedira, cuando los extremos blaugranas tanteaban el área. Se tensaba todo el equipo, como un arco, y se disparaba al contraataque cuando existía la más mínima oportunidad d dar en el blanco. Cada posesión del Real Madrid era un dardo y por eso no es extraño que el Barça muriera desangrado sobre un inmenso charco de posesión improductiva que no para de manarle por sus heridas. El gol de Benzemá en la ida de las semifinales que se acaban de completar y el primero de los de Ronaldo en la vuelta de este martes, son productos del laboratorio climático de Mourinho, dos tormentas perfectas. Pero hay cosas en este Madrid que hemos visto el último mes que se me antojan imprescindibles para lograr la Copa de Europa y que son legado exclusivo de la primera temporada de Ancelotti.

Creo que el principal error de Mourinho fue que no supo administrar la derrota del Barça. Lo trajo Floper para hacer frente al dominio aplastante del Barça, a su despotismo faraónico, Y, cual Moisés educado en el palacio de los tiranos, lidero la huida del pueblo elegido, consiguiendo la hazaña de que lograra cruzar ese enorme desierto que suponían los cuatro años con sequía de títulos. Pero recién llegados a la tierra de Canaán seguimos comportándonos como viajeros en tránsito, como desahuciados sin tierra. Mucho le debemos a Mourinho, su socorro en los malos tiempos, quizá un ideario, simple y en parte efectivo, pero que ha sido tergiversado o mal digerido por sus seguidores, que ha permitido que se vuelven contra sus propios jugadores. El Real Madrid exige una grandeza, una ampulosidad en el gesto si se quiere, como sí ha sabido entender Ancelotti. No bastan las tácticas ultradefensivas, la disciplina espartana, el talento supeditado a la entrega, para ganar todas las batallas. El estilo de Mourinho está bien, puede ser el mejor, incluso el único viable en ocasiones, para aquel Real Madrid que solo quería sobrevivir al tedio, para un Inter sumido en el abismo, para un Oporto debutante, para un Chelsea que ahora practica la continencia económica, pero la Décima exigía otra cosa. Tras tres intentos fallidos de Mou ha sido Ancelotti quien por fin nos ha situado en su umbral, y con un equipo que difiere bien poco del que fracasó en todos los frentes la temporada pasada.



Bona sera, Ancelotti

Mientras nos dirigíamos en cochea la casa del Señor Pipero para asistir por televisión al incendio de Munich, me comentaba mi anfitrión su extrañeza por mi alegría y la de un amigo común después del partido del Bernabéu. "He charlado con mucha gente, no sabes cuantos, y sois las dos únicas personas que estáis contentos con lo sucedido en el partido". Su explicación sobre los motivos de su pesimismo, compartido con todos aquellos con quienes había discutido, se alargaba, así que le hice saber que haría uso de mi derecho a un turno de réplica. "Vale, pero deja que acabe, que es muy importante lo que voy a decir ahora". Tuve paciencia porque el Señor Pipero rara vez se equivoca cuando habla del Real Madrid y porque me invadía la misma calma de la certeza de estar en lo cierto que embargaba a Ancelotti en la víspera, y cuando pude se lo explique más o menos como voy a hacerlo a continuación. Llevábamos un año atemorizados por el Bayern. Quien lo niegue probablemente mentira. Era ese equipo que nos había eliminado hacia dos años cuando teníamos similar potencial, que habíamos visto crecer la siguiente temporada de forma desmesurada, desde la media distancia, esquivando el enfrentamiento directo, y lograr el título a través de la tele, precisamente ante quienes nos habían descabalgado a nosotros. Y ahora llegaban a nuestra casa dirigidos por quien nunca había sido derrotado en el Bernabéu. Era como retroceder en el tiempo para revivir la versión teutónica de una pesadilla recurrente. Pavor es poco. Pánico deportivo e ideológico. Guardiola llegaba para coronarse, para demostrar al mundo que su modelo era el único factible para lograr la excelencia, cuyo éxito no dependía de la plantilla, del corte de los jugadores disponibles, sino solo de su genio creativo. Y los quince primeros minutos parecieron corroborar sus tesis. El Real Madrid ni la olió. La pelota me refiero, porque el miedo del madridismo era patente no solo para el olfato de los perros. Después de ese extraño prologo llegó el gol de Benzemá y pude empezar a mirar ya con calma la pantalla del televisor, incluso hacer un análisis razonable de lo que veía. Estaban claras tres cosas: 1) Hasta que no le llegaba la pelota a Robben no se iniciaba la jugaba de ataque del Bayern, todo lo anterior era pura retórica, palabrería sin significado; 2) Con Ribery secado en la otra banda y el juego aéreo dominado por los centrales del Real Madrid, el único recurso de Guardiola era un viejo conocido nuestro, que dolorosamente tuvimos que admitir en su día cuando se suscitó el debate por la prensa, que era muy inferior a Messi. Frente a eso la armería de Ancelotti se antojaba un verdadero arsenal, incluso con la baja de Ronaldo; 3) El partido era como asistir a un enfrentamiento verbal entre un tartaja y un orador experto, entre un necio y un erudito. A cada parrafada larga, huera y sin sentido del primero le seguía la replica escueta, contundente y precisa de su oponente. Una pobre versión del tiqui-taca, las hemos visto mejores, contra una de las mejores del contraataque, superior incluso a la de Mourinho. Pero si acabe la primera parte aliviado de mis temores, incluso esperanzado, la segunda parte fue un verdadero goce. Ancelotti salió a discutirle la posesión a Guardiola y se salió con la suya. Adelantó líneas, presionó arriba y alternó momentos de control alocado, con posesiones largas pero sin perder el norte de la portería contraria, con otros de locura controlada, con posesiones completamente verticales. Al finalizar el partido el italiano no solo había en el duelo de estilos sino que había derrotado al catalán en su terreno. Y Pep lo sabía, de ahí su enfado, de ahí el perder los papeles en sala de prensa. El invencible Bayern había encontrado su Némesis en el Real Madrid, lo mismo que la Quinta del Buitre la encontró en el Milán que liderara Carletto desde dentro del Campo. La historia deportiva de Ancelotti es larga y está llena de acontecimientos, si se piensa detenidamente sorprende el menosprecio con el que ha sido tratado, como un advenedizo entre veteranos contrastados cuando se discutían los resultados del sorteo de semifinales de Champions.

El Real Madrid que vimos en el Allianz Arena nunca hubiera sido posible con Mourinho en el banquillo. El primer gol de Ronaldo, con sus 73 metros de galopada colectiva, se pareció mucho a algunos de la Liga de los Récords. La misma caligrafía e idénticas vocablos utilizados. Pero, al contrario que aquellos, fue como un trueno en un cielo despejado, una auténtica paradoja climática. En  los 180 minutos de juego que duraron los dos partidos de semifinales las veces que se vio exigido Casillas pudieron contarse con los dedos de una mano. Y hasta sobraron dígitos. El contraataque en el Real Madrid de Ancelotti no es más que un recurso entre tantos, En el Real Madrid de Mourinho era su esencia. Aquel Real Madrid vivía a expensas del contrario, jugaba a lo que le proponía y trataba de aprovechar el empuje del rival para derribarlo, como si tratara de un judoca, mientras que este es capaz de imponer el ritmo al partido, de manejar los tiempos, de acelerar las manecillas del reloj en una carga de caballería, o retardar su paso.

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