Tus brazos
¿Qué por qué me has confesado tu obsesión por tus brazos?
Creo que para hacerme feliz. Tu me quieres y me conoces un poco, y sabes que a
mi también me obsesionan, su potencia, su solidez y calidez. Anhelo sentirme
protegido entre ellos, que me abraces con dulzura y me susurres al oído que
mientras medie tu fuerza como remedio nada podrá herirme nunca. Amo la
virilidad de tus brazos, que los quieras sentir cada día más fuertes. Pero no
era de tus brazos de lo que quería hablarte, a pesar de que es un tema que me
fascina y me enardece, que hace que mi imaginación florezca como esos campos
filmados en primavera en la película “Doctor
Zhivago”. Pienso en ellos y mi imaginación se llena de colores, de texturas
policromadas, se convierte en una pradera cuajada de flores silvestres. Esta
mañana me he despertado muy temprano y, como en otros tiempos, he dialogado
contigo en el silencio de la noche cercana al día. He visto amanecer mientras
te hablaba. Creo que podrías ser la mujer de mi vida. No es la primera vez que
esta idea acude a mi mente, y que no la haya descartado tras estar sometida a
escrutinio ya por un tiempo que ya empieza a ser estimable tiene que significar
algo, al menos que no es tan descabellada como parece. Sí, cierto, es un
absurdo si no nos conocemos en persona. La duda implícita en el “creo” que
precede a la afirmación, el podría que la tiñe de condicional, son recursos del
lenguaje para expresar que solo se trata de una posibilidad, de una verdad solo
en potencia. Podrías ser la mujer de mi vida. Averiguarlo es algo que
lógicamente me aterra. Pero pensar en ti me calma, me entretiene. Me absorbe el
pasatiempo de tratar de explicarme a mí mismo como eres. Para hacerlo simulo
que hablo contigo, más o menos como lo hago ahora que te escribo estas líneas.
La diferencia entre un diálogo simulado y uno real es que puedas escucharme. En
este caso, al ser un diálogo por escrito, que te de la oportunidad de leerme.
Ahora mismo no tengo decidido que estos párrafos se conviertan en una carta,
aunque es una perspectiva que me tienta sobremanera. Otra diferencia sustancial
es que puedas contestarme. ¿Qué me dirías si me escucharas? Toda la fascinación
de la que está dotada la vida tiene que ver con eso.
Sí, esta madrugada he reelaborado mis teorías sobre ti,
ampliado las que ya tenía y eran fallidas en lo esencial, o se quedaban cortas
para explicarte de un modo lo suficientemente completo como para no resultar
esquemáticas. Claro, eres muy compleja, como todo ser humano, y las cuatro
ideas que puedan caber en un escrito, en un diálogo mudo de madrugada, por muy
acertadas que sean, no podrán explicarte de un modo satisfactorio. Pero vamos a lo sustancial: Creo saber por qué nunca has amado,
por qué te enamoraste de tu ex y por qué te desengañaste. Tiene que ser en
cierto modo con la potencia de tus brazos. Los hombres y las mujeres aman y se
enamoran por razones distintas. En todos los seres humanos la forma de ser
surge del encontronazo entre el instinto y el raciocinio, entre la necesidad de
satisfacer ciertos anhelos que tenemos que tenemos sin comprenderlos del todo y
lo que nuestro cerebro nos dice que nos conviene o es lo correcto. Dios creo el
amor entre hombre y mujer por una razón práctica, para que la pareja quisiera
estar junta el tiempo suficiente como para poder criar a su prole. La Iglesia comprendió esta
verdad e instauró la institución del matrimonio para intentar hacer más robusto
el lazo de la pareja, para darle más solidez, para garantizar el cumplimiento
de la sagrada tarea de educar a los hijos.
El hombre es como una polilla. Tentado por la llama quiere
arder en ella sin importarle que tras el acto suicida de tocar la luz que le
deslumbra no vaya a haber un después. Al hombre le importa poco lo que suceda
después del orgasmo, trata de conseguir lo que le atrae de la mujer, de tener
su belleza y fundirse con ella. Para el hombre solo existe ese ahora efímero
con hechuras de eternidad que es el orgasmo. Tan breve pero al mismo tiempo tan
desvastadoramente eterno. El hombre ama en la mujer lo que le deslumbra, la
luz, es una criatura simple manejada por lo que le dicen sus sentidos. Tal vez,
si tiene suerte, dejará que su pasión se tiña de ternura para dar paso al amor.
La mujer es muy distinta, necesita admirar al hombre para quererle. Le interesa
mucho más el después del orgasmo que el durante. Necesita saber que el hombre
podrá cubrir sus necesidades futuras, y esta última frase no es un eufemismo
picantón. La mujer aspira a construir un nido, saber que el hombre será un buen
arquitecto, que pondrá las ramitas con sabiduría para que el armazón sea
estable y duradero.
Hasta hace poco la educación nos ayudaba a mantener este
artificio, este simulacro de verdad compacta. La aspiración de los hombres
debía ser la de resultar admirables para la gente de su entorno y la de las
mujeres la ser bellas y deseables. Sí, lo sé es una simplificación, pero que
dibuja la realidad que hemos vivido hasta hace bien poco, aunque sea con unos
cuantos brochazos burdos. Tu problema es que te cuesta admirar a los hombres
porque eres consciente de que son tus inferiores. Nadie está a tu altura. A
veces al ser consciente de este hecho crees haber sucumbido a la vanidad o al
orgullo. Quizá ese miedo te impulse a querer superarte siempre: a ser más
fuerte cada vez, más culta y preparada, mejor persona. Si te superas, si eres
mejor, puede que lo que crees saber, que ningún hombre se te iguala, que
ninguno te merecemos, no se debe a la mera vanidad. No, no lo es, tu belleza es
tan real y emocionante que quita la respiración, tu fuerza tan descomunal que
sentirte cerca es como caminar descalzo y notar en la planta de los pies la
estabilidad de la tierra, la fuerza gravitatoria de todo el planeta. Eres como
una diosa, un titán. Solo se te puede describir con una palabra de género
masculino. Y sin embargo eres tan mujer. Te amo. Eres la luz en la que quiero
abrasarme. Anhelo la breve eternidad de un orgasmo contigo.
No puedes amar, o crees no poder hacerlo, porque ningún
hombre te resulta admirable. Bueno, sí, Tolstoi, pero está muerto, y algún otro
hombre venerable anciano o sabio desastrado que difícilmente podría despertar
tu líbido. Porque eres una mujer muy sexual, muy carnal. No hay más que
contemplar tus muslos robustos y redondos para tener la certeza de que es así.
Tus brazos son fuertes para agarrar al hombre, anudarlo a tu cuerpo y domar su
impulso, para canalizarlo hacia tu vientre, que tiene el potencial de engendrar
todo el universo. Eres una diosa hacedora de mundos, algún día engendrarás y lo
que parirás no serán niños sino planetas y quien logre preñarte también será un
dios, al menos durante los fugaces instantes que dure el orgasmo. Eres pura
energía sexual. Por eso sorprende que solo haya habido un hombre en tu vida.
Resulta insólito en primera instancia dado tu apetito y que podrías estar con
quien quisieras. En realidad lo sorprendente si se piensa con detenimiento es
que hayas estado con al menos uno. Yo sé que el sexo para ti ha de tener
significado y que la templanza, la continencia espartana, es una de tus mayores
cualidades: No estás de acuerdo con el sexo fuera del matrimonio y si te
entregaste a un hombre una vez es porque creíste amarle, que vuestra relación
iba a ser estable, que desembocaría inevitablemente en boda. Y lo amaste porque
creíste admirarle, que estaba a tu altura, que podía mirarte a los ojos sin
tener que alzar la mirada. Guaperas, con éxito con las mujeres, con labia,
capaz de venderse con eficacia. Pero tu hombre no encontraba los palitos
adecuados para construir vuestro nido. Viste el engaño en su pose, la
impostura, palabras que no eran hechos, debilidad de hombre que no podría jamás
estar a tu altura, a la de tus anhelos, al que jamás podrías admirar. Ahora, él
está perdido sin ti, añora con desesperación esos escasos momentos en que le
hiciste ser un dios. Y tú tienes la vaga sospecha de que jamás encontrarás a
alguien que pueda estar a tu altura y cunde en ti el desencanto, la tentación
de renunciar a la búsqueda del amor.
Mi amor, miro tu foto, la de tu nuevo avatar y mis alas
vibran como las de una polilla en la cercanía de la llama. Tus labios rojos
cárdenos, gorditos y frescos, como besados por el rocío, son una carnosa rosa de
fuego en la que quiero abrasarme. Te deseo tanto. Quiero que me anudes a tu
cuerpo y ser torrentera dentro de ti, ser un dios mientras quieras abrazarme
con tus fuertes brazos. Pienso que podrías ser la mujer de mi vida y por eso me
aterra conocerte. Pero si tu quieres me atreveré. Ojalá no te decepcione, que
aunque no puedas admirarme al menos no me repudies, que no te conviertas en una
necesidad y acabe por agobiarte. Es peligroso, pero quiero conocerte, hablar
contigo desde que amanezca el día, como hoy, y hablar más, y seguir hablando,
hasta que muera la tarde o se desgasten las Letras del abecedario, que me
expliques de nuevo lo que sé de ti y lo que desconozco. Quiero que el mundo se
llene con tus palabras y tu presencia y, si hay suerte, si hay milagro, que su
volumen se reduzca al arco de tus brazos, que toda la realidad se resuma en el
espacio existente que media entre ellos y que, en un momento dado, quieras
comprimirlo al tamaño de un abrazo. Más allá de tus hombros se extiende el
vacío, por eso son fuertes, para sostener el inmenso peso de la nada. Eres el
titán que sostiene el mundo, Atalanta. No es raro que estés obsesionada por
robustecer tus brazos. Es solo generosidad con el género humano, en especial
con los hombres.
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