(Real Madrid 1 - Bayern de Munich 0 - Semifinales de Champions League 2014)
Inmerso en la marea humana que anegaba el Paseo de Concha Espina una hora antes del encuentro, pude participar de la comunión de almas que unía a todos los presentes. Un solo grito y un solo sentimiento. Ondeaban las bufandas y las banderas como la espuma en la cresta rizada de las olas. Se escuchaban los cánticos como el batir de las aguas en la orilla. Era una inmensa corriente de personas en la desembocadura de la calle Marceliano Santa María, un caudal sin posible desagüe porque las personas agolpadas en la cuesta para ver llegar el autobús del equipo eran muchas más de las que cabían en aquel trozo de aceras y asfalto. Muchos alzaban sus móviles sobre sus cabezas para tomar una instantánea del momento, emocionante, inesperado, imposible de concebir con la imaginación desde dentro, lleno de un fervor como no se recordaba hacía mucho, al menos esta temporada. La gente era el mismo tiempo el espectáculo a contemplar y el público asistente, y alucinaba por estar formando parte de aquello. Tras un rato chapoteando en aquellas aguas vociferantes, sentí algo parecido a un ataque de claustrofobia -no podía avanzar ni retroceder ni un milímetro, y mi amigo Ángel, solo paso a mi derecha, parecía situarse a un universo de distancia, no nos entendíamos ni arrimando boca a oreja al hablar-, así que decidí tomar distancia con el tumulto. Fue entonces, desde una prudente cercanía, justo en el borde de la voluntad colectiva, cuando el mundo me pareció que se asemejaba por un momento al que pintara Joaquim Patinir en "El paso de la Laguna Estigia". El humo de las numerosas bengalas oscureció la tarde trayendo una noche prematura y los fuegos rojos de sus puntas parecieron los del infierno en el lado incorrecto de la laguna. Más allá de la nube blanca se alzaba la mole del estadio y, tras él , los Campos Elíseos, la pradera del Bernabéu. Parecía una premonición de lo que habría de ocurrir más tarde. Olía a chamusquina, a Guardiola quemado por sus pecados.
No traía moneda para el Barquero, y por eso Pep no pudo acceder al paraíso, cruzar las aguas, pisar la pradera de la orilla izquierda con los pies firmes -Robben, su alter ego en el campo, nunca llegó a desembarcar del todo en el área de Casillas-. Un dracma de humildad hubiera bastado para pagar su servicio. Pero se trata de alguien muy rácano en conceder méritos ajenos, en especial al madridismo. Los jugadores blancos no son futbolistas si no atletas griegos, fue su principal conclusión que sacó tras noventa minutos de encuentro y de lección magistral de fútbol. Y que el fútbol solo lo ponen sus equipos en el terreno de juego, sea quien sea quien se les enfrente. "Sed futbolistas, les dije a mis jugadores", nos explico en una rueda de prensa en la que se nos mostró como un alma atormentada, acurrucada en un rincón de la barca, temiendo que la embarcación zozobrase. Profesor pomposo y engreído que por ello nunca podrá ser buen alumno. En el viaje trascendente que suponía su esperado regreso a Madrid, Pep esperaba otro desenlace más arrimado a sus tesis, que solo a él pertenece la gloria. Más allá de la vida y la muerte, donde cree que se sitúa el fútbol que propone, Guardiola se piensa acreedor de un lugar en el paraíso. Dice su principal discípulo, Xavi Hernández, que la Historia del Fútbol solo tiene en la actualidad escribas catalanes. Lo de ayer vino a rebatirlo. Algo grande sucedió anoche y, al margen de lo que pueda ocurrir el próximo martes en Munich, es una hermosa lección que podremos llevar en adelante ya siempre con nosotros. El que quiera aprender, claro. Porque no parece que lo quiera Guardiola en su soberbia disfrazada de ademanes conventuales. Su voz desde el atril de la sala de prensa pareció ayer más que nunca la de un monje que predica la buena nueva, la llegada del salvador. La suya propia.
Quince fueron los minutos duró el discurso de Guardiola antes de que le rebatiesen punto por punto, el primer tramo complero del encuentro. Mareaban la pelota los muniqueses, trayéndola de aquí para allá, con lentitud, casi con desplicencia -son jugadores muy grandes, no como aquellos de los que disponía en can Barça-, y todas las rutas por intrincados o inesperados que fuesen los vericuetos por los que discurriese la pelota, acababan en el mimo lugar. Todos los caminos conducían a Robben, que con su testa medio calva, como la de César, es como el monte capitolino del Bayern de Guardiola. Si los primeros minutos de partido me sumieron en la angustia porque el Real Madrid asistía al monólogo alemán casi como un convidado de piedra, pronto aprendí que era superfluo empezar a sufrir hasta que el extremo holandés no entraba en contacto con la pelota. Era entonces cuando se iniciaba la jugada de ataque y había que empezar a preocuparse, no antes. Eso en el peor de los casos, porque nunca Coentrao había tenido un efecto tan balsámico para el madridismo. Aroma de eucalipto portugués fue lo que nos trajo anoche, para abrir los pulmones, para sellar a Robben, el única arma de Guardiola, el único concepto de su interminable y reiterativo monólogo. Y lo sorprendente es que bastaron algunas frases cortas para rebatir un cuarto de hora de insoportable cháchara insustancial: un pase de Isco a Cristiano, junto a la cal de la banda, donde parecía no haber salida, un desmarque en profundidad de Coentrao señalando a su compatriota con el brazo el vector de fuga y la cabalgada de Benzemá por el centro del área de Neuer. Les Champs Elysses que ya no caminará nunca Guardiola. Luego la misma historia repetida en capítulos sucesivamente más cortos pero con idéntica narrativa: Un rato de tedio alemán culminado siempre por un relámpago de fútbol madridista. Tormento inútil hasta que el fuego del infierno en el que se asaba Guardiola elevaba su temperatura hasta el blanco incandescente.
Pudieron llegar dos goles más antes del descanso, pero Ronaldo y Di María malograron sus oportunidades. Como un trueno cuyo sonido lo mitigase la distancia. Al primero le habría bastado con mirar al balón en vez de a la portería en el momento de chutar a puerta para no malograr el paso tenso de Benzemá desde la banda izquierda. Al segundo con optar por cualquiera de los otras dos alternativas a la finalmente elegida: Centrar al francés, nuevamente situado en mitad de los Campos Elíseos, o colocar el balón suavemente en el segundo palo, más allá de los dominios de Neuer, con una sútil rosca, sin siquiera elevar la voz. Si a aquel gol tan celebrado logrado por CR7 al culminar un contraataque en la Liga de los Récords se le apodó como la tormenta perfecta, el de Karim de anoche merece ser considerado al menos como un aguacero torrencial con aparato eléctrico. Se vino Guardiola para Madrid sin paraguas y en el chaparrón acabó sufriendo un baño de fútbol. Como ducharse vestido. Luego no es extraño que en la rueda de prensa tras el partido los erectos silenciosos, que son su marca de fábrica cuando predica, apenas le permitieran articular las palabras. Igaul de torpe su equipo jugando que el hablando. Bullía por dentro como un caldero puesto al fuego. Seguramente la fiebre causada por el resfriado. El enojo torpemente disimulado. Las llamas del infierno escenificado en la previa habían sido un premonitorio castigo a un pecado de soberbia.
Porque la duda que nos asaltaba tras el primer tiempo es si el estilo de juego del Barça de Guardiola era realmente trasplantable al Bayern ¿No ha habido pecado de soberbia al querer asemejar el equipo bávaro a su propia persona y no al revés? El Bayern de Munich del que llevamos hablando ya casi dos años tenía un ímpetu y un dinamismo la pasada temporada del que ya no se vio anoche ningún rastro. Pep ha castrado al toro para hacerle dócil a sus órdenes y lo que tiene ahora entre manos es un inmenso buey que solo es capaz de ganar si aplasta al rival con su inmensa mole. Es perfecto para arar el campo, si no se lo discute nadie, uncido con la yunta del tiqui-taca, pero no para trotar libremente sobre él y embestir con energía. Fueron 45 minutos de inmensas sorpresas lo que nos deparó el primer tiempo: ¿Dónde estaba el ogro alemán que tanto miedo nos daba?¿No era Guardiola el hombre del saco?¿No había matado Ancelotti, según bramaban los custodios del sepulcro de Mourinho, el contraataque del mejor Real Madrid de todo los tiempos?¿Dónde había quedado esa debilidad por los flancos en la defensa blanca que tanto mortificaba las carnes de la portería al principio de la temporada? Carvajal y Coentrao no solo sellaban a sus oponentes -nada menos que Robben y Ribery, casi nadie al aparato-, si no que atacaban con eficacia cuando les llegaba su turno. Benzemá, que es el dios de las pequeñas cosas, y Modric -que es capaz de adentrarse en laberinto edificado por el medios rivales, matar al Minotauro y salir indemne gracias al hilo de Ariadna, su inmensa clase, completaban la terna de destacados. Todos ellos bajo el generalato de Pepe, que es el alma del equipo esta temporada más que en ninguna otra. Inmenso en el juego aéreo, capaz de paliar con su generosidad en el esfuerzo los excesos de Ramos, especialmente acelerado todo el encuentro.
Ver la segunda parte del encuentro fue como asistir a esa conferencia que narra Gore Vidal en el arranque de "Creación". La historia redactada y declamada casi en directo. Herodoto en Atenas explicando en el Senado a sus conciudanos las Guerras Médicas que ellos mismos han librado hace poco. Podrá aducir lo contrario Guardiola, negar la evidencia, como el protagonista de la novela, pero lo que vivimos ayer fue una derrota sin paliativos, el ocaso de un imperio, de un modo de entender las cosas, de dominar el mundo como una satrapía. No había más mandamiento que la posesión y todos debíamos ser esclavos de esta idea, rendir sumisión al emperador Jerjes Guardiola. Once valientes primero, hace dos años, en el itsmo de las Termópilas, en el Nou Camp, a las órdenes de Leónidas Mourinho, y la flota del mundo libre desplegada anoche anoche en Salamina, en el Bernabéu, a las órdenes de Temístocles Ancelotti, lograron derrotar al fin la tiranía. Emerge una nueva cultura del fútbol en las costas de la Hélade que ya no tiene porque rendir tributo a Persépolis, la capital de los campanarios. Usar el contraataque es como situar espolones en la quilla de las naves para aprovechar su empuje, su inercia lograda a base del batir de remos, en el momento del choque entre naves, entre estructuras de madera, no tener que supeditarlo todo a la actividad de los arqueros y los hoplitas embarcados. Esto había quedado meridiano en el primer tiempo, pero había llegado el momento de dejar la cosas claras. El Real Madrid adelantó lineas en la segunda parte, presionó cerca del área de Neuer y le discutió la posesión al mismísimo Bayern de Guardiola, administrando con eficacia sus turnos, a veces con cierta retórica, gracias a la perfecta dicción de Xabi y Modric. Alonso emergió junto al otro medio centro para mover el balón con criterio y se obró el milagro: Guardiola fue rebatido con sus propios términos. Una gran victoria moral pero sin el premio de un segundo gol. Aun así, la épica fue completa tras un paradón de Casillas a un disparo a bocajarro de Götze cuando la jornada agonizaba. El único momento real de tensión en el área blanca en todo el encuentro. ¿Disparó el alemán al muñeco? Casi que sí, pero la actitud de Iker ya no es la de antaño, la indolencia se ha trocado en nervio, el abatimiento en reflejos. Poco trabajo le deja por hacer su defensa, pero el que le llega lo solventa con prontitud y ángel. Esa mano que desvió el trallazo de Götze sus detractores la seguirán identificando como la divina providencia. Es una causa perdida. Del odio no se vuelve si no es arrastrándose, y la soberbia nunca se humilla, nunca se aviene a caminar de rodillas. Precisamente el mismo pecado que Guardiola.
Y, en fin, todo queda pendiente para que el Allianz Arena dicte sentencia. ¿Demasiada euforia quizá?, me preguntaba alguien en Twitter cuando exhibía mi júbilo al acabar la clase de posgrado impartida por Ancelotti. Probablemente. Un 1-0 parece un marcador demasiado exiguo para cruzar el Rin y enfrentarse a las tribus de la ribera norte, sea cual sea el estadio escenario de la batalla. Con más motivo el muniqués, la guarida de nuestra bestia negra. Tantas veces Alemania ha sido para el Real Madrid como el bosque de Teutoburgo para el general romano Varo, el que perdió las tres legiones del emperador Augusto, el ejército guardián del muro norte. ¿Será Ancelotti quien recupere todos los estandartes capturados por los bárbaros? El técnico italiano, tratado muchas veces como el tonto de la clase tanto por prensa como aficionados, le ha demostrado al mundo que de los cuatro técnicos que optan a la Orejona es el único que sabe jugar tanto a la contra como escorado al ataque por al peso de la posesión. Bastaría con apelar al contragolpe para mostrarnos como temibles para los bávaros, pero está claro que no es nuestra única arma. Además, lo exiguo de la ventaja evitará que nos relajemos, el miedo que nos sobreviene siempre en las grandes citas. Hay motivos razonables para la esperanza. El paisaje de la orilla izquierda de la laguna en la pintura de Patinir parece un bosque de tilos ¿La Selva Negra? Pudiera ser. Pero todos sabemos que Benzemá es capaz de abrir un claro en la arboleda para conducirnos de nuevo a los Campos Elíseos -pronunciar en Francés, por favor-. Lo presiento. Es casi una certeza. Y tras la exhibición de clarividencia colectiva durante la comunión de madridismo de la previa en la cuesta de Concha Espina sería de necios no hacer caso a las premoniciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario