Comando ejecutivo 6
Permanecíamos horas a solas, sin decirnos nada, con la mente y el cuerpo desnudos. Yo me sentaba sobre la silla de Castaño y ella sobre mi regazo, dándome la espalda, ensartada en mi pene erecto. Era tan liviana que sus muslos apenas pesaban sobre los míos, tan menuda que encontraba fácil acomodo sobre mi cuerpo. A veces dejaba colgar las piernas a los lados y otras se sentaba con las plantas de los pies sobre mis rodillas. Jugábamos a mantener mi erección el mayor tiempo posible. Le besaba el tatuaje de su nuca mientras su cabeza reposaba sobre mi hombre. El fácil acople entre uno y otro solo podía ser señal de que estábamos hechos para estar juntos, para imbricarnos. Nos adormecíamos en el calor de nuestras pieles ardiendo, lentamente, de forma conjunta. Y cuando ella notaba menor presión acomodaba la postura o la cambiaba ligeramente para volver a estimular mi miembro. Con sumo cuidado para evitar mi orgasmo. El fin del juego era estar en comunión el uno con otro el mayor tiempo posible. Posiblemente ella nunca lo habría creído pero mi erección no obedecía al deseo sino a la devoción. Aquella mujer me había dado un alma y una conciencia, me había dado la chispa que había hecho prender la humanidad dentro de mí. Era mi prometeo y mi Dios. Cuando no podíamos más, que solía ocurrir al mismo tiempo, acabábamos de forma febril, a veces con ella cabalgándome frenética mientras yo al sostenía en vilo entre mis brazos estando de pie.
Se que me amaba a veces, de forma casi continua hacia el final, aunque la mayor parte del tiempo me temiera. Al principio era simple terror mezclado con odio cuando tenía energías para experimentar este sentimiento. La tomé para mi nada más llegar al campo. Era tan menuda, tan frágil, que no hubiera durado más de uno o dos días sin protección. Ni siquiera entiendo como pudo sobrevivir al traslado en los trenes de ganado humano. Creo que tenía el don de sacar lo mejor de los demás, eso debió mantenerla viva, crear un espacio entorno a ella en el que no morir aplastada por sus semejantes, en sentido literal y figurado. Pero en el campo deja de existir cualquier vestigio de humanidad. En los trenes las reses aun se reconocen unas a otras como congéneres, como integrantes de una misma especie. La vi en el andén, en la formación de mujeres, tan chiquitina, aterida de frío dentro de su escasa ropa, con la nieve cayendo en torno a ella, sobre sus hombros breves, y fue entonces cuando me sentí humano por primera vez. Hasta entonces no había sentido compasión por nadie. Fue como un despertar, como abrir los ojos a la luz y dejar que el día me hablara con sus propias palabras. La desnudé allí mismo, a pesar de que tiritaba, delante de todos, porque quise vestir ante mis propios hombres la compasión con lujuria. Nada odiábamos más que el ver rastros de compasión en nuestros camaradas, porque era algo que nos negábamos con fervor a nosotros mismos. Vi su cuerpo, hermoso y con formas de mujer a pesar de su pequeña estatura, de su cara de ninfa adolescente y exhibí una sonrisa de avaricia para que todos la vieran. También la judía que tenía a su derecha, una señora ya casi anciana, que me miró con rencor y escupió sobre mis botas. Le descerrajé un tiro en la sien y bramé algo que no logro recordar, aunque he vivido ese momento tres veces. Ella tenía que morir para que yo viviera, y por tanto para que sobreviviera Ruth. Lamenté hacerlo, aunque había sido totalmente necesario, no podía mostrar debilidad ante nadie, menos en el momento de las presentaciones. De un lado las presas y del otro sus depredadores. Lo lamenté y aquello era raro, casi nuevo, porque nunca antes me había arrepentido de cualquiera de mis pecados.
Supe su nombre leyendo su mente. Tal vez Hans no lo supiera nunca porque apenas nos hablábamos y si lo hacíamos era sobre asuntos triviales, impersonales, rutinarios. Cuando la notaba extraña, con la angustia a flor de labios, le callaba a besos. ¿De qué podíamos hablar?¿Cómo podía explicarle lo que era y lo que hacía? Claro, eran los momentos que estábamos a solas. Con gente delante ella jamás se habría atrevido siquiera a levantar la mirada del suelo. A solas me miraba directamente a los ojos y se sabía más fuerte que yo. Al final de nuestro tiempo juntos se que me quería sin reservas, que me perdonaba lo que era, su verdugo, el asesino de su esperanza. Pero no podía pasar todas la noches con ella. Tenía que alternarla con otras mujeres. Debía quedar fuera de toda posibilidad la mera sospecha de que se supiera lo que sentía por ella. Un capricho todo lo más. Ni siquiera una obsesión. Por eso me llevaba a veces a mi habitación otras judías. A las que no tocaba y dejaba dormir tranquilas, intentado tratarlas con el máximo respeto. No se si era para que llegara a sus oídos que no las había importunado o porque yo ya empezaba a ser una persona. Ruth volvía a veces enfurruñada a mi habitación y yo fingía no advertirlo, disfrazaba nuevamente mis sentimientos, la devoción con la lujuria y al poco ella volvía a ser la de siempre, mi amante muda, carbón ardiendo sobre mis piernas.
Al principio fue fácil amnistiar a los presos. Un día mientras la contemplaba dormir, en la penumbra, junto a mi, mientras sentía su aliento cálido en la cara y escuchaba su respiración tranquila, tuve claro que no era digno de ella. No era ningún descubrimiento, pero nunca lo había llegado a sopesar antes. Había decidido protegerla y a cambio había decidido gozar de ella, como tapadera y como pago. Nada más hacerme cargo de esa idea se me hizo insoportable y decidí hacer algo para intentar paliarlo en la medida de lo posible, de forma tortuosamente secreta. Era tarea imposible, y por eso mismo debía emprenderla. Mi labor era la de ajusticiar a los presos. La mayoría se procuraban la muerte por sus propios medios o con la ayuda de los otros presos, pero siempre quedaba un remanente. En aquellos tiempos en que aun no se habían instalado las cámaras de gas, los que eran sentenciados eran conducidos por mi comando ejecutivo hasta el bosque, fusilados y luego enterrados. Eran matanzas grandes para ahorrar esfuerzos, tiempo y logística. Otro comando conducía al bosque a un grupo de trabajadores para cavar las fosas horas antes. Después de cumplir nuestro cometido otro comando volvía a traer los presos para que taparan las fosas. Aquella rutina se perfeccionó con el tiempo haciendo que los propios presos que iban a morir cavaran sus tumbas. Humor de verdugos lo denominaba el coronel. Eso nos obligaba a alargar las salidas. El segundo comando desnudaba los cadáveres, recogía sus pertenencias y tapaba las tumbas.
Un día, al acercarme a rematar a los heridos omití el tiro de gracia a un hombre joven que consideré que podría escapar de la muerte, tras ajusticiar y procurársela sin remordimientos a una mujer madura y a un niño de unos 8 o 9 años malherido en el vientre y una pierna con un disparo. El hombre me miró más sorprendido que agradecido tras errar el tiro aposta y pasarle rozando la coronilla. Hice un movimiento con los ojos señalando la dirección correcta para la huida. Mis hombres a mis espaldas no podían verlo. Cuando volví con el segundo comando de soldados y presos el hombre ya no estaba. No hubo capturas así que no me queda otra que pensar que logró escapar. Alentado por este éxito aquella noche fui imprudente y repetí con Ruth en mi cama. Le quise regalar algo. Le llevé una muñeca de trapo que le había arrebatado de las manos al cadáver de una niña. La lavé yo mismo para borrar los vestigios de la sangre de los inocentes y cuando se la entregué ella lloró desconsoladamente. Por primera y única vez se derrumbó ante mí. Durante 10 interminables minutos lloro ahogando sus sollozos para no ser oida desde fuera de mi habitación y luego se calmó y actuó a partir de entonces como si nada hubiera ocurrido. No se porque actuó así. Tal vez le dolió admitir que yo tenía sentimientos, porque eso le obligaba a considerar mis atrocidades y ponerlas en la balanza con la que pesaba mi alma, la que ella acababa de darme. Tal vez adivinó la procedencia de la muñeca, descifró el enigma de la humedad en la tela. O simplemente se sintió desgraciada por amar a quien no debía, a quien no la merecía. Ni a ella ni a nadie. Alguien que apenas se distinguía de las fieras que acechan en el borde de la oscuridad, que medran más allá de la frontera de lo que es humano. No se la respuesta porque no me atreví a buscarla en su mente. Luego, cuando ya se calmó volví a escucharla y adiviné el amor en su corazón, por primera vez de forma clara y sin lugar a la duda. Un amor que iluminaba su corazón como las llamas un bosque que arde en la oscuridad de una noche sin estrellas y sin Luna.
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