Coriolis
Nos lo tomábamos a broma. De repente, literalmente de la noche a la mañana, a mi padre le dio por aprender a preparar migas. No en balde se trata de un plato a degustar también en el desayuno. O con huevos fritos en la comida o con café en la primera ingesta matinal, esa es la versatilidad y el poderío de las migas. Y la rechifla que nos provocaba su nueva distracción culinaria no era porque dudáramos del interés de mi padre por el nuevo asunto que se traía entre manos, se había hecho asiduo a los programas de Arguiñano y ya dominaba la teórica sobre la colocación del perejil en el emplatado. No, no era eso. Era que la cocina, me refiero ahora a la cocina como ubicación geográfica, no como tarea o como modo de expresión artístico, siempre había sido para él territorio ignoto, un lugar agreste y peligroso, cuajado de trampas y recovecos en los que poder perderse, como la selva feraz del Darién lo fue para Vasco Núñez de Balboa. Tierra virgen, la purta de acceso a un océano austral. Tal vez pensara después de todo que había un mar en calma al otro lado de esa cordillera. El caso es que si querías verle zozobrar en mar gruesa solo tenías que mandarle a eso de las dos menos cuarto que pusiera la mesa. Hasta para acertar con la ubicación del cajón de los cubiertos necesitaba de un chivatazo. Pero perseveró en el nuevo empeño con voluntad de hierro. Con obstinación y con método. Tras probar diversos tipos de panes en las panaderías de la zona dio con el que más se acercaba a sus exigencias. Aprendió a miguear los chorizos, encargados ex-profeso en la carnicería del super, manejando la espumareda con un toque de muñeca, a saltearlos en la sartén con la intensidad de llama en los quemadores adecuada, a macerar durante horas la miga pulcramente troceada la víspera en la grasa que resbalaba y a voltear con paciencia de chef francés la oleosa y harinosa mezcla. Se convirtió en un auténtico artesano de ese plato inventado por pastores. Siguió habiendo risas, desde luego, pero los desayunos no volvieron a ser los mismos, mejoraron y se volvieron más coloridos. Le animamos a que prendiera a cocinar también ossobuco, "ahora que has cogido carrerilla y sabes donde está la aceitera y los pucheros", le decíamos, "prueba con algo más sofisticado". Pero no hubo manera. Aguantó estoicamente las puyas y siguió ejercitando su toque de muñeca. Era el significado de las migas en sí lo que le arrastraba hacia los quemadores, no un pasatiempo de fin de semana. Dos años después de aquel fervor gastronómico moría mi padre de un derrame inguinal catasfrófico tras una madrugada dantesca de ambulancias y hospitales. Después de aquello, cuando hubo distancia para mirar las cosas con calma, siempre he pensado que aquel arrebato, aquella necesidad de rememorar recuerdos del paladar, fue el tirón de su tierra extremeña en el último tramo de su vida. Lo he visto en otras personas. La tierra de lso ancestros de repente tira de forma irresistible cuando se acerca el desenlace. Los primeros recuerdos son los últimos en desvanecerse. Arden incluso más vivos en la hoguera de la memoria cuando todo lo demás ya es solo ceniza. Lo veo ahora en mi madre que tiene más fresco lo que ocurrió en su niñez hace ochenta años que lo que acaba de pasar hace quince minutos. La vida es meramente cerrar un círculo a mano alzada con una tiza sobre la suñperficie oscura de una pizarra. Es un trazo de arco cuyo punto distal se aproxima tanto más a su punto de arranque cuanto más firme es el pulso de la memoria. La simetría del tiempo es más un ardid geométrico que psicológico.
En Física se conoce como fuerzas ficticias aquellas fuerzas virtuales, esto es, aquellas fuerzas cuya existencia se pacta de forma teórica, aunque no sean reales, para tratar de explicar efectos imprevistos en la dinámica de los cuerpos. Darle nombre a aquello que no se comprende es una forma que tenemos de enfrentarnos a lo que nos rebasa o se nos escurre, como si nominar algo fuese una promesa de poder agarrarlo y domarlo. La fuerza ficticia más conocida de todas es la fuerza centrípeta, ese obtinación que tienen los cuerpos a posicionarse en la periferia de las cosas cuando el mundo rota sobre si mismo. En general, es cuando los cuerpos abandonan las trayectorias rectas y comienzan a trazar curvas es cuando sobrevienen los fenómenos anómalos que hay que neutralizar bautizándolos con nombres extraños. El matemático Gaspard Coriolis le puso nombre a uno de los efectos más extraños causados por la rotación terrestre. Cuando te explican este fenómeno en la universidad te cuentan la anécdota de que la aceleración de coriolis es la causante de que el agua de la bañera al vaciarse rote en el sentido de las agujas de reloj en el remolino que se forma en el agujero del desagüe. Es una propiedad de este hemisferio. En Chile y en el resto del hemisferio austral el agua se retuerce al quitar el tapón del lavabo en sentido contrario, como si quisiera desatornillar una tuerca o retrasar las manecillas del reloj que avanza demasiado presuroso. Pero la aceleración de coriolis no es solo un divertimento de salón, un chascarrillo que exhibir en el aula docente. La atmófera al verse sometida a su impulso genera los vientos terrales que explican todos los desiertos del planeta, desde el Sáhara hasta el de Mongolia, pasando por el de Atacama y el del Kalahari. También los vientos alisios que hicieron posible el descubrimiento de América primero y luego su conquista con naos impulsadas con velas en vez de remos, que era la forma habitual de impulsarse en el mar Mediterráneo. La aceleración de coriolis es una consecuencia del movimiento en espiral que la Tierra traza en torno al sol cada año.
Los desiertos no son un escenario habitual de las historias que nos narra el cine pero, aun así, hay prodigiosas excepciones. Lawrence de Arabia sopla para apagar la cerilla que ha encendido en su oficina de El Cairo y el fogonazo rojo de la llama que se extingue se convierte en la pantalla en un amanecer en algún lugar indeterminado de la Península Arábiga. Tal vez se trate del encadenado más inspirado de la historia del cine. Era una de las especialidades del Director David Lean, que convirtió el desierto cálido de Arabia en una metáfora visual del tormento de su protagonista, al igual que lo hiciera años después con el desierto helado de Siberia para el Doctor Zhivago. Lawrence de Arabia y Yury Zhivago son personajes que en sus respectivas peripecias vitales trazan espirales, rotan constantemente sobre si mismos creando fuerzas ficticias capaces de generar desiertos climáticos y vientos alisios que impulsan la singladura de quienes les rodean. Son al mismo tiempo motor del relato y elementos desertizantes.
"Paris, Texas", de Win Wenders. Opening Scene
Otro director que ha utilizado desiertos fríos y cálidos para sus metáforas es el alemán Wim Wenders. Pero sus personajes podrían considerarse la antétesis de los de David Lean. Si los de este último desbordan actividad, energía psíquica, fuerza vital, los de áquel rezuman pasividad, extravío, desmayo existencial. Los ojos negros de Zhivago, es decir, los de Omar Shariff, refulgen como el carbón de hulla en una caldera. En los de Lawrence incluso se asoma un atisbo de locura. El arranque de "París, Texas" es un prodigio de muda verbosidad. Sobre un paisaje desértico que se asemeja mucho a los exteriores preferidos de John Ford, esto es, a Monument Valley, vemos avanzar a un gombre, una figura diminuta, como fabricada a a una escala inadecuada para tan enorme escenario. Los encuadres de la cámara ni siquiera se mueven y ante la ausencia de vegetación en el suelo o de nubes en el cielo que pueda remover el viento se diría por momentos que lo que vemos es un foto fija. Solo el caminar del hombre, que progresa hacia un horizonte que le empequeñece procura movimiento en la escena, una pauta con la que poder medir el tiempo. La sensación de falta de progreso está subrayada por la insistente música de Ry Cooder, con unos latimeros tañidos de guitarra que repiten una y otra vez en los mismos acordes. Un primer plano delata los rasgos de Harry Dean Stanton en el papel de su vida, el de Travis. Luego le veríamos en situaciones menos airosas como, por ejemplo, ejerciendo de padre de la chica de rosa (Molly Rongwald). La mirada y el perfil del rostro de Travis son idéntivos a los de un halcón que se ha posado en un penacho rocoso cerca de él, como si Wenders quisiera hacer entender que Travis se ha mimetizado con aquel entorno en el que le acabamos de conocer. Apura el último traho de un bidón de agua que lleva como único equipaje y, tras deshacerse de él, sigue su camino, hasta una bar en el borde mismo del desierto, donde tras entrar, guarecerse en su penumbra y masticar hielo para saciar la sed, se desploma desmayado. Durante años me intrigó este arranque cinematográfico por un montón de preguntas legítimas que la escena suscita y que el posterior metraje de la película en absoluto aclara. Sabremos después que Travis desapareció hace cuatro años tras vivir un hecho traumático, que su retorno a la civilización viene acompañado de una amnesia total. ¿Cómo se posible que un hombre que ignora hasta su nombre, que lleva escrito en la cara el extravío emocional, la vacuidad absoluta, que tiene la mirada huera, haya sobrevivido a cuatro años de olvido de sí mismo en mitad de un desierto? Una vez más continente y contenido se identifican. Los años me acabaron por otorgar una explicación plausible. Ha sido tras decidir asumir su pasado que ha sobrevenido el choque emocional, la negación de todo, el quererse extraviar en la misma nada en la que camina por dentro. El desierto es la frontera entre el ayer y el presente, un lugar donde fuerzas fictícias generan vientos terrales que asolan el territorio del ánimo. Treavis ha de atravesar el desierto tejano para dejar atrás el pasado que le atormenta y acceder a un posible futuro partiendo de cero.
Un ya septuagenario Win Wenders acaba de rodar otra pequeña joya, "Todo saldrá bien", que parece una variante del mismo tema abordado en "París, Texas", hace ahora casi cuarenta años. La conexión entre ambos films es evidente. No dejan de ser puntos de vista diferentes de una misma anécdota desencadenante de una trama. En este caso sí somos testigos del hecho traumático que quiebra por dentro al protagonista, narrado además con una sutileza magistral, casi pudorosa. Paul Eldan, un escritor de relativo éxito, lleva una vida ensimismada. Su forma de ser parece hacerle difícil la conexión con la gente que tiene más próxima. Ni en la relación con su mujer ni con su padre parece haber hueco para la ternura, para la complicidad, para la felicidad en definitiva. Un día que vuelve a casa conduciendo en mitad de una tormenta de nieve - Toca ahora que estames en un desierto frío- por un camino vecinal en que la conducción es ciertamente problemática, sufre un percance. Un niño se arroja con su trineo desde una pequeña loma nevada junto a la carretera y aterriza bajo el chasis del todoterreno de Paul. Hemos sentido el golpe, justo en el momento en que el vehículo ha frenado. Aterrado por las previsibles consecuencias de lo que acaba de ocurrir, Paul echa pie a tierra para descubrir a un niño en aparente estado catatónico sentado sobre su trineo, junto a una de las enormes ruedas del coche. Aliviado al ver que el niño apreec compleatmente sano, intenta hablar con él, saber su nombre, donde vive, dónde están sus padres. Pero el niño se ha encerrado en un mutismo total, que quizás nos incomoda porque pone obstaculos en la narración, pero que entendemos. Dócilmente es conducido por Paul hasta una vivienda cercana, que éste supone su casa. Win Wenders se recrea en esta pequeña caminata que narra con una premiosidad y detalle que en ese moemnto no entendemos. Tras llegar a la edificación y llamar al timbre, una mujer le abre la puerta. Allí mismo, en el umbral de la puerta, le trata de eplicar lo sucedido, que todo ha quedado en un simple susto. La mujer, tan ensimismada como los otros dos personajes de la escena, mira a Paul como si en un primer momento no hubiera entendido sus explicaciones, y súbitamente sale de su letargo para preguntar con los ojos anegados de espanto por un segundo niño. Mientras ambos corren aterrorizados hacia la carretera, que cierra el encuadre, todo adquiere sentido, en especial la mudez del niño, que no ha quedado traumatizado por el momento de extremo peligro que acaba de vivir sino porque ha sido testigo del atropello de su hermano pequeño.
Los personajes de Wenders son demasiado livianos comparados con los de Lean -el libertador de Arabia del yugo del imperio otomano, el poeta ruso más relevante durante la Revolución de Octubre- como para que aceptemos que sus visicitudes tengan un peso significativo sobre su entorno. Para que las fuerzas ficticias creadas por sus giros vitales tengan entidad y sean creíbles como motores de cambio han de apoyarse en hechos dramáticos que puedan sacudirnos y conmovernos. La diferencia sustancial entre Paul y Travis es que mientras al primero el hecho traumático le sume en un marasmo emocional, coronado con una amnesia histérica, al segundo en realidad le permite realizar el trayecto contrario, salir de un estancamiento personal y adquirir impulso. Alcanzar una trayectoria rectilínea, por así decir, inercial, aunque no sea muy celérica. Amparado en su condición de escritor, Paul logra sobrellevar el drama y hasta sacerle partido profesional. La memoria de lo vivido al convertirse en palabra escrita se convierte en terapia emocional, al tiempo que le da un tema sobre el que escribir, un argumento cautivador para sus lectors. Incapaz de comunicarse con quines le rodean es a través de la escritura con la que logra establecer un canal de comunicación con sus semejantes, aunque se trate de desconocidos y sus seres queridos más inmediatos queden igual de lejos que siempre de sus palabras. Hay más veneno del que parece en la parábola de Wenders.
Con los años me ha sido necesario aprender a cocinar. Dicen que a la fuerza ahorcan y la jubilación de mi madre como cocinera familiar, se le había olvidado como preparar la mayoría de lso platos, fue la particular soga de mi cadalso. Desde entonces, con sorpresa, eso sí, he llegado a descubrir que la cocina tiene mucho más de trabajos manuales que de otra cosa. Al menos, la cocina de subsistencia que es la que yo practico. Hacer un gazpacho, pongo por caso, tiene mucho más que ver con los verbos mezclar, triturar, moler y filtrar, o un pisto manchego con los verbos, picar, trocear, remover y mojar, que cualquiera de los dos con los sustantivos inspiración, sensibilidad, paladar o arte. Creo que la dignidad masculina, incluso en la forma tan marcadamente machista en que la entendía la generación de mi padre, queda perfectamente a salvo dentro de las tareas que habitualmente comprende la cocina. No hay excesiva diferencia entre cocinar y practicar el bricolage, algo a lo que, por cierto, era en extremo aficionado mi padre. Entre atornillar y remover el contenido de una cazuela no hay excesiva diferencia. En ambos casos se practican movimientos dextrógiros, los que marca la aceleración de coriolis en el hemisferio en que nos encontramos. Pero ya he dicho que la explicación del arrebvato de mi padre había que buscarla en mi opiníonen una particular aceleración hacia el pasado causado por algún giro emocional repentino. El último trayecto lo concibo en espiral, hacia el centro de lo que uno es. Como desaguar del recipiente que nos contiene hacia algún conducto que no vemos, que discurre por la tramoya de la realidad, tal como las cañerías de desagüe discurren por las paredes de una casa. Lo que es extraño, lo que contradice mi intuición, es que ese movimiento espiralado sea en sentido contrario al de avance de las agujas del reloj, es decir, hacia el pasado. Como si nuestro cerebro supiese que ya no hay futuro y tratase de cerrar el círculo trazado con tiza a mano alzada cobre la pizarra.
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