domingo, 31 de julio de 2016

Fortuna

Fortuna en el lance de entrar a matar un toro en plena urbe. Foro de Alfonso Sánchez.

Fortuna

Mi tendencia a divagar era algo que sacaba de quicio a mi psiquiatra. Ya desde nuestra primera sesión me mostró algo de hostilidad debido a esta debilidad de carácter o, siendo más precisos, debilidad en mi discurso. Se quejaba de que si me preguntaba sobre algo muy concreto acababa contestándole sobre otra cosa bien distinta y de forma imprecisa, si es que no me acababa perdiendo antes en los intrincados vericuetos de un laberíntico e innnecesario preámbulo que acababa por agotar su paciencia. Pero más que un defecto, que me imagino que por lógica deben detestar aquellos que deban escucharme sin ninguna gana de ello, yo siempre lo he considerado una virtud. Un contrapeso al menos frente a otras carencias. Una cualidad casi irrenunciable para alguien que, como yo, carece de imaginación creativa y que, sin embargo, tiene por principal afición el narrar cosas. Las más de las veces a mi mismo. Porque es bien cierto que con los años cada vez es más reducido mi círculo de oyentes. Apenas si soy capaz de crear sendas nuevas con mi imaginación, pero mi mente está preparada para avanzar a grandes saltos por caminos ya trillados. Como un saltamontes, del que nunca sabemos tras cada impulso cual será su lugar de aterrizaje.

Y, sin embargo, el saltamontes a veces avanza de forma deliberadamente geométrica, con un orden en apariencia aleatorio pero que tiene su lógica interna, hacia un punto determinado. Hay en el periódico de esta mañana, en la sección dedicada a las lecturas veraniegas, un reportaje sobre un fotógrafo. Lo firma Andrés Amorós, que siempre es garantía de amenidad y erudición. Paco Cano, Canito, acaba de morir. Retratista de toda una época o, más bien, de varias, desde la posguerra española hasta ayer mismo, como bien acota en su texto Andrés Amorós, Canito plasmó los acontecimientos sociales de una España, que primero se veía en blanco y negro y que luego se inundó de color. Ciento tres años dan para mucho. Canito aprendió a usar una cámara durante al Guerra Civil, en el Madrid asesiado por los nacionales. Se convirtió así en reportero gráfico. Luego, acabada la contienda, mezcló su nuevo oficio con una de sus vocaciones frustradas, la de  torero, convirtiéndose en fotógrafo taurino. Más de dos millones de imágenes comprendía a su muerte, según nos dice Amoros, el archivo personal de Canito. Entre ellas sobresale una, que le dio fama mundial y casi se diría que la inmortalidad en su profesión: La foto de Manolete el día de su muerte en la Plaza de Linares, justo cuando es conducido por su cuadrilla hacia la enfermería. Aquella tarde Canito se encontraba en el coso casi por casaulidad y era el único reprotero gráfico presente en la corrida. Había sido invitado por Luis Miguel Dominguín. El torero le debía un dinero y le dijo "Vente esta tarde a Linares y saldamos".

Muerte de Manolete en la Plaza de Linares. Fotografía de Paco Cano ("Canito")

El de fotógrafo taurino es uno de tantos desempeños artísticos surgidos en torno al toro. Artes subsidiarias a la de la tauromaquia, cuyos aledaños abarcan todos los modos de expresarse que tiene el alma humana: la pintura, la literatura, la crónica periodística, la fotografía. Leo el texto de Andrés Amoros y mi imaginación se esponja. Pero es una foto de Ava Gardner, incluida en el reportaje, la que espanta al saltamontes de donde permanecía quieto, fascinado por la lectura, y le impele a moverse. En la imagen, Ava ensaya un baile flamenco. Con zapatos de tacón corto, martillea sobre un suelo de baldosas de color claro. Las manos en el regazo como a punto de despegar y volar hacia las alturas, como exigen los cánones flamencos, y la corta melena, tapándole la mitad de su cara de diosa morena, tan espesa que hace innecesario el sombrero cordobés que parece exigir sus rasgos de mujer a lo Julio Romero de Torres. No puedo evitar que la instantánea captada por canito de su amiga y compañera de juergas me recuerde a la foto de una niña, una amiga mía muy querida, que en la imagen que me evoca también parece a punto de iniciar un zapateado flamenco. Tiene menos arte a la hora de colocar las manos -tal vez los pocos años, porque ella si tiene verdadera sangre andaluza-, y el enlosado cerámico quien lo luce es en el estampado del pijama no la superficie para el taconeo.
 

Mi amiga, hace veintitantos años

La coincidencia en realidad es doble, porque mi amiga tiene ahora aproximadamente la misma edad que luce Ava en la foto de canito y ahora, veintetantos años después de que la fotografiasen en pleno arranque de bailadora, en su esplendorosa primera madurez, se parece a la actriz como una gota de agua a otra. Desde que caí en al cuenta de su enorme parecido me es imposible mirar una imagen de Ava Gardner sin recordar de forma inmediata a mi amiga. Tampoco cuando surge el asunto de los toros. Porque mi amiga es taurina y ejerce de forma activa la defensa de la tauromaquia ahora que al parecer tiene tantos enemigos. Pero si Ava está fabricada con el mismo material con el que se forjan los sueños, es puro mito, a veces se diría que fantasía, mi amiga en cambio es de carne y hueso. Gravita sobre mi subconsciente con el peso de lo que es real y lastra mi voluntad en el territorio de los anhelos. Mi amiga es de una belleza perfecta e inaccesible como lo fue la de Ava.

Quizá el personaje de los que interpretó que más se le parece a la actriz, el que la viste con ropajes más pegados a su piel y a su alma, sea el de Pandora. Película maldita, como todas las de la escasísima filmografía de su director, Albert Lewin, "Pandora y el holandés errante" se mueve en la mayoría de sus escenas en el territorio de lo onnírico. Siempre rodeada de un séquito de admiradores, Pandora es capaz de inspirar el amor en todos los hombres pero no alumbrarlo dentro de sí. Pero no se debe a una incapacidad para amar sino a que su amor veradero está varado en otra época. Se enamoró hace mucho de un fantasma que solo de siglo en siglo hace acto de presencia entre los vivos. La escena de la película en que Ava Gardner canta la canción "How Am I To Know", compuesta por la poetisa Dorothy Parker, y que es una de tantas perlas ocultas del film, es muy ilustrativa del tono y la intención narrativa del fin. Algo alienta en el corazón de Pandora pero ni ella misma es capaz de saber el qué y por qué razón.

Ava Gardner - "How Am I To Know"
"Pandora and the Flying Dutchman", de Albert Lewin, 1951.
Letra y música de Jack King & Dorothy Parker

Ví "Pandora y el holandés errante" hace muchos años en los míticos cines Alphaville de la calle Martín de los Heros. En mi etapa de cinéfilo era capaz de resignarme a ver una película en versión subtitulada si no había otra opción y tenía verdaderas ganas de verla. Accedí a la obra de Alan Rudoph, Eric Rohmer, André Techiné, Win Wenders, y tantos otros, por esta para mí tortuosa vía. Nada me fastidia más que pasarme todo el metraje de una película leyendo. Para eso ya tengo los libros. Pero a veces no hay más remedio. Es eso o no ver la película. Al menos en aquellos tiempos. Debió de ser en verano porque la memoria me evoca el frescor de la sala, la sensación de que dicho frescor provenía de la brisa marina en las escenas rodadas junto al mar, en La Costa Brava. A Ava le rondan los toros, como a mi amiga. Albert Lewin visitó la España de la posguerra atendiendo a la sugerencia de un amigo y cautivado por las playas catalanas, aun sin la masiva presencia actual de hormigón y ladrillo, solo poblado por diminutas barcas de pesca y pueblitos diminutos, decide usarlas para rodar los exteriores de su próxima película, "Pandora y el holandés errante", apenas la cuarta de su filmografía y, aun así, una de las últimas. Obligado a desplazarse a España decide incorporar al casting al torero barcelonés Mario Cabré, que se interpreta a sí mismo en el film. Esta elección no es ninguna extravagancia, muy al contrario, es plenamente pertinente, porque el personaje de Pandora se ve irremisiblemente atraido hacia aquellos hombres que coquetean con la muerte, aunque sin ser capaces de consumar ese acercamiento. Es bien sabido que los toreros coquetean con la muerte. Es más un flirteo que un compromiso firme ya que han sido muy pocos, gracias a Dios, los que han muerto ejerciendo su oficio. Las imágenes que Albert Lewin rodara en la playa de Tossa de Mar mientras Mario Cabré daba capotazos a un toro sobre el albero marino son de una fuerza evocadora impactante. Son pura fantasía hecha cine. Como fantasía parece también la instantánea que encabeza este escrito, captada por Alfonso Sánchez García, otro fotógrafo taurino, y que tomara a Diego Mazquiarán, más conocido por su apodo Fortuna, en el trance de entrar a matar. Aquí también hay extrañeza por el escenario en el que tiene lugar el momento, por cuanto parece ser la calle de alguna ciudad. Tal es la intensidad de la imagen, su carácter casi simbólico que a primera vista se diría un montaje, tal vez el producto de algún truco de cámara, efecto espacial cinematográfico o collage. Hay algo extraño en las sombras que el toro arroja sobre el adoquinado de la calzada, en la nitidez de la figura del torero, cuya silueta parece trascender al plano de la imagen. En el análisis detallado de la instantánea tratando de hallar el truco me pareció reconocer uno de los edificios de la otra acera a aquella en la que está situado el fotógrafo. La ligera curvatura de la calle y su suave pendiente me eran familiares. Mi primera hipótesis, la que me dictó la intuición, es que se trataba de La Gran Vía. Con mucha sorpresa mi sospecha se vio confimada cuando acodí a esa inmensa hemeroteza que es Internet. Cierto mañana del año 1926 un toro fue lidiado en plena avenida madrileña. La historia, tal como la califica Raúl Guerra Garrido en uno de sus libros después de narrarla, de no ser cierta, en caso de haber sido inventada, nadie la creería.

Rosa Montero narra el sucedido en su novela "La hija del canibal". Una mañana de noviembre, un toro que es conducido al matadero logra escaparse de la vigilancia de los pastores y empieza a corretear libre Gran Vía arriba sembrando el pánico en la vía pública. En la esquina de la calle Fuencarral el animal se topa con el torero Fortuna, como quien se encuentra con un vecino mientras da un paseo. Va Fortuna, como cada mañana, camino del Retiro, donde le gusta gastar el tiempo hasta la hora del vermut, cavilando a solas sobre sus cosas mientras pasea entre el arbolado del parque. Bien entrado en la treintena, Diego Mazquiarán vive por aquel entonces sus últimos años como profesional, una decadencia cada vez más clara, que le relega cada vez más en los carteles. Quiere la suerte, la Fortuna, que es deidad veleidosa, ofrendarle aquella extraordinaria lidia sin que tenga siquiera que gestionarla su apoderado. Los taxistas de Madrid, que entonces conducen los únicos vehículos a motor de la ciudad, improvisan con sus coches, en mitad de la calzada de la rúa, un ruedo, aunque de geometría heterodoxa, esto es, rectangular. Quizá sea a eso a lo que se refieran cuando alguien dice aquello de la cuadratura del círculo. Un camarero del café Pidoux, sito allí mismo, en al acera de los pares, recibe recado de Mazquiarán de llegar hasta su casa, situada en la cercana calle Valverde, para traerle uno de sus estoques de faena. Mientras le llega, improvisa el torero unos pases con su gabardina para entretener al toro y fijarlo en el sitió. No es cosa de que siga avanzando hacia la zona más comercial de Madrid. Una vez tiene el estoque en la mano, Fortuna da muerte al animal con una sola estocada, algo trasera pero suficiciente, momento que queda inmortalizado por el fotógrafo Alfonso Sánchez en una imagen que también dio la vuelta al mundo, como la de canito. Esta anécdota ha sido rescatada recientemente del olvido al cumplirse el primer centenario de la avenida madrileña y escribirse su biografía artística, vital y sentimental en múltiples publicaciones. Uno de mis géneros literarios preferidos es Madrid.


Portada del libro de Raúl Guerra Garrido con la fotografía de Alfonso Sánchez

En el año 2004, poco antes del centenario de la calle, Raúl Guerra Garrido publicó en Alianza Editorial un extraño libro titulado "La Gran Vía es Nueva York", a caballo entre la ficción y el ensayo, la literatura y la crónica periodística, donde lo que sucedió alguna vez se narra como ficción y lo que es ficción creada por el autor es contada como si fuese un reportaje. En la página 162 de este libro se narra la lidia de Fortuna en la Gran Vía, pero tal como se la relató al novelista el fotógrafo Alfonso Sánchez, gran amigo suyo. La versión de los hechos que refiere el cronista gráfico no difiere sustancialmente de la versión canónica de la anécdota, la más extendida y que, a grandes rasgos, es la narrada por Rosa Montero, aunque si corrige dos posibles errores, puntuales pero importantes. Como el novillo y Fortuna, Alfonso Sánchez es un protagonista fortuito de lo sucedido. Toro, torero y fotógrafo coinciden en un momento y en un determinado lugar, a priori insospechado para un encuentro taurino, como pueda serlo una cala, y cada uno se limita a hacer lo que mejor sabe, a desempeñar el cometido para el que han nacido. Pero la situación es apurada, apremiente, y aquí viene la primera corrección. Como puede verse en la instantánea, los curiososestán demasiado cerca del animal. Hay incluso un espontáneo que salta a la calzada, tal vez para buscar una mejor ubicación. La situación es apurada por más que el aplomo de Mazquiarán pueda indicar otra cosa. No hay tiempo para ir a buscar un estoque a su casa. El recadero es enviado al casino militar, mucho más próximo, en busca de cualquier cosa que se le parezca al utilensio de matar de un torero, y lo que le traen es en apariencia una arma militar de hoja más estilazada que la de un estoque y sin la curvatura adecuada para "apuntar" al punto situado entre las dos paletillas del morlaco, que es el lugar donde se ha de asestar la estocada para que sea certera. También hay que señalar, así lo recalca Alfonso Sánchez, que no se trata de un toro escapado en su último viaje hacia el matadero, sino de uno que iba a ser lidiado en el coso madrileño, entonces situado en la plaza de Felipe II, donde ahora se encuentra el Palacio de los Deportes, el Barclay Center en su denominación comercial. No se trata pues de un buey añoso, quizá cansado de guerrear, sino de un toro en pleno forma, lo que da más valor a la hazaña de Fortuna.

"Pandora y el holandés errante" supuso el primer viaje a España de Ava Gardner, en un momento difícil para ella, con su matrimonio con Frank Sinatrá hacíendo aguas por múltiples vías. La leyenda habla de un viaje relámpago en avión del actor a la piel de toro para arrebatar a su esposa de brazos de un torero, aunque en unas versiones el diestro es el propio Mario Cabré y en otras Luis Miguel Dominguín. El de Ava a España para hacer la película es un viaje que cambió su vida para simpre. Se enamoró a primera vista de las gentes y las noches de Madrid. Era un espíritu libre y la capital entonces, no lo olvidemos, distaba lo suficiente de lo que se podía considerar el mundo civilizado, y en concreto de Hollywood, como para que pudiera considerarse territorio agreste y sin ley, donde no era necesario cumplir las normas. El romance con Mario Cabré nunca fue confirmado por ella, solo por él, quien no sabemos si llegó a cobrar la pieza, si logró entrar a matar en el postrer lance, pero sí que debió enamorarse completamente de la belleza morena, como dicen que lo hacen los toreros de los toros con los que logran armonizarse en su baile con la muerte para realizar sus mejores faenas. Imaginaria o no aquella lidia, Mario Cabré rumió su amor durante años, en versos cargados de lírica, recogidos en poemarios ahora olvidados. Ese era el poder de Pandora, como lo es el de mi amiga, enamorar a los hombres, llevarlos hasta la desesperación, a veces para que logren lo mejor de sí mismos, hasta ese lugar en que la inspiración linda con el peligro.

Después de la lidia en la Gran Vía del toro fugitivo Fortuna logró revitalizar su decaída carrera profesional. Tras dos años de reverdecer laureles al calor de la popularidad adquirida reanudó la cuesta abajo. Su último tramo como torero languideció lentamente hasta extinguirse, al igual que la estirpe de toreros vizcaínos a la que pertenecía y que tuvo en él uno de sus últimos exponentes. Canito, tal como dijimos antes, acaba de ingresar hace poco en la academia de inmortales. La alta edad que llegó a alcanzar y la enorme simpatía que inspiraba en todos hizo posible que tuviera en vida los homenajes de los que era merecedor. A la tumba se llevó secretos de centenares de amigos ilustres. La discreción y la modestia fueron siempre su sello. A Alfonso Sánchez lo imagino en el Bar Stop relatando a Raúl Guerra Garrido su aventura, señalando las dos fotografías del suceso que cuelgan en las paredes para advertir de algún detalle. La imagen de momento de la verdad. La otra en la que, como si se tratara de una hilera de cazadores tras un safari, posan ante la pieza cobrada, que llace desvencijada sobre los adoquines del empedrado. Solo Fortuna parece mantener la calma, los hombros relajados y uan mano en el bolsillo del gabán, como si lo que acaba de ocurrir le sucediera todos los días. En cierto modo así es. El de fotógrafo taurino es otro oficio artesanal de tantos que se extingue.

De Mario cabré apenas si queda rastro hoy día. Aunque si alguno. Un redactor del ABC, nada menos que Sergi Doria, afirma en un artículo para el periódico publicado hace unos años haber encontrado en una librería de viejo un ejemplar del "Dietario poético a Ava Gardner", escrito por el torero. Un diario de rodaje en 56 versos. La prosa se le quedaba pequeña. La poesía es la última alternativa siempre para tratar de alcanzar lo imposible cuando lo demás ha fracasado. Por eso el cine a menudo es pura lírica. Sobre todo el de Albert Lewin. En cuanto a mi amiga, tiene ahora más o menos la edad de Pandora, si es que eso puede considerarse un dato significativo, ya que, al igual que ella, es básicamente un ser intemporal. Tiene toda una eternidad por delante para esperar a su holandés errante.


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