sábado, 18 de julio de 2015

Retorno al Prado (11) - El Prado en el exilio (2) - "Retrato de Juan de Pareja" de Diego Velázquez

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"Juan de Pareja" de Diego Velázquez (Metropolitan Museum of Art, Nueva York)


El Prado en el exilio (2) - "Retrato de Juan de Pareja" de Diego Velázquez

No me canso de contar esta historia. Me resulta apasionante. De hecho ya lo hice antes en este blog. En realidad, para ser exactos, fue en Twitter, en una serie de tuits que rescate aquí para que no se perdieran en el éter. A la recapitulación la titulé "Negritud", y creo que no pude estar más atinado, porque la negritud es el eje sobre el que gira toda la narración, desde mi visión del asunto y la de los propios protagonistas. Aunque de entonces a ahora, desde aquella penúltima versión a ésta, que tampoco será la última, haya cambiado de opinión respecto a algunos aspectos, puntuales pero importantes. Pero ya habrá tiempo de hablar de eso.

Que Velázquez tuviera un esclavo es una de tantas sorpresas que nos depara su biografía. No era habitual en la España de su época, aunque tampoco tan infrecuente como pudiera parecernos ahora, y como quisiéramos para poder tranquilizar nuestra conciencia nacional. Que nuestro más importante artista tuviera un esclavo negro es una verdad que chirría y desagrada tanto como arañar un cristal con las uñas. Y ya digo que no era infrecuente. Menos aun en Sevilla, lugar donde nació don Diego, ciudad cosmopolita, abierta a las modas foráneas a través de su puerto, siempre con un enorme trasiego de mercancías, influencias y modas, aunque estuviese diferido a través del cauce del río Guadalquivir. Tener esclavos era habitual entre los principales del gremio de pintores. Los tenía Pacheco, el suegro y mentor de Velázquez. Sabemos que también el otro gran pintor sevillano de la época: Esteban Murillo. Lo paradójico, ya lo conté la vez anterior y en esto me repito, es que Velázquez tuviera un esclavo mestizo, mezcla de negro y moro, cuando sabemos que el pintor tenía ascendencia judía y sospechamos que también magrebí. Es un dato que recabé durante una conferencia impartida en el Museo del Prado por Fernando Marías, una de las máximas autoridades mundiales en temas velazqueños, y a quien sorprendían y hacían recelar los ojos oscuros con los que nos mira el sevillano desde todos sus autoretratos. Este asunto recuerda al tema de aquella excelente novela que ganara el Pulitzer en 2004, "El mundo conocido", construida en torno a una anécdota que su autor, Edward P. Jones, recabó leyendo un viejo ejemplar de un diario local y que le llevó a investigar primero y fabular después: la existencia en el estado de Virginia, en la América anterior a la Guerra de Secesión, de propietarios de plantaciones negros con esclavos de su raza.

Acisclo Palomino, el primer biógrafo de Velázquez, nos dice de Juan de Pareja que era «natural de Sevilla, de generación mestizo, y de color extraño». En esta curiosa descripción. No sabemos si el vocablo extraño es un eufemismo o simplemente un sinónimo del término exótico. Ser negro en la España del barroco era algo en cierto modo extravagante. Lo ha sido en realidad hasta hace muy poco, incluso en pleno siglo XXI, hasta la llegada masiva de inmigración que precedió a los años de crisis económica. Nos dice también Palomino que Juan solo tenía permiso de Velázquez para mezclar colores y aparejar telas, cumpliendo en el taller de su amo una labor meramente mecánica y auxiliar, aunque secretamente profesase la vocación de pintor y se ejercitase en ella a escondidas. Mezclar, para quien es mezcla de razas, y aparejar, para quien se apellida de Pareja. Jonathan Brown, el insigne hispanista no puede resistir a hacer el juego de palabras cuando nos explica las palabras de Palomino en el análisis que efectúa de la obra que nos ocupa.

Es el propio Palomino la fuente primera de la que mana la más famosa anécdota que sabemos del esclavo de Velázquez, tan repetida después en tantas obras de ensayos como novelas históricas. Se trata del ardid del que se sirvió Juan para empezar a labrar su fortuna. Sabedor de la insaciable curiosidad del rey, a quien le gustaba voltear los cuadros que veía colgados en las paredes del obrador de Velázquez de cara a la pared por estar aun incompletos, colgó uno de los suyos de esta guisa, que había ejecutado a escondidas, hurtando las pinturas y los materiales necesarios a su amo. Al irrumpir Felipe IV en la estancia de madrugada, como solía hacerlo, simplemente para contemplar al maestro en silencio mientras pintaba, vio el cuadro castigado por el mestizo y quiso darle la vuelta para verlo creyéndolo del maestro. En ese preciso momento de Pareja se arrojó a sus pies y entre sollozos le suplicó que le amparase de la ira de su amo, sin cuyo consentimiento había aprendido el arte de la pintura y había elaborado aquella obra. Palomino alude a la magnificencia del rey, que no solo le concedió la merced que se le solicitaba sino que hizo una doble advertencia a Velázquez. La primera, que no quería volver a oir hablar de aquel asunto, es decir, que cualquier cuita o contencioso entre él y Juan quedaba zanjada desde aquel momento. La segunda, que no estaba ajustado a razón ni a justicia que alguien con habilidad para pintar aquella obra, a pesar de «la desgracia de su naturaleza», siguiera siendo esclavo. Una vez más el biógrafo hace uso de un eufemismo para eludir el uso de la palabra "negro".

Por más que la anécdota sea hermosa y apetezca considerarla como cierta parece poco razonable querer atribuir todo el mérito de la manumisión del esclavo a Felipe IV. Es posible que hubiera liberalidad en el trato entre el rey y su sirviente, el pintor de cámara, cuando estaban a solas sin testigos, y que ese ambiente distendido, cuando lo habitual en la corte era la rigidez en el trato, se extendiese a Juan de Pareja, al que los cronistas le asignan un desparpajo excesivo dada su condición, y hasta se atreviese a dirigirse al rey sin habérsele concedido la palabra -durante la noche, momento en el que sucedían aquellos encuentros a tres, todos los gatos son pardos-, pero lo que parece poco probable es que aprendiese a pintar sin maestros o, al menos, sin que Velázquez lo advirtiese, ya que era el proveedor de los materiales que requería para ejercitarse y sabemos que su economía no estaba para muchos dispendios. El sevillano absorbía cuantas tareas de palacio tenían a bien concederle para poder incrementar así sus escuálidos sueldos. Entre ellas, por ejemplo, la de procurar la leña que había de consumirse en palacio durante los inviernos, lo que le obligaba a madrugar en fechas en las que el frío matutino era intenso en Madrid, lo cual parece ser que acabó minando su salud.

Tal vez fuese solo un tema del que hablasen, me refiero a la conveniencia de liberar al esclavo para que pudiera dar rienda suelta a su genio con los pinceles, que no hacía sombra al de su maestro pero parecía ser suficiente como para que estuviese justificado soltarle la brida. Lo que sí sabemos es que fue en su segundo viaje a Italia cuando Velázquez decidió liberar a su esclavo, que éste embarcó en Barcelona rumbo a Roma siendo ya hombre libre, aunque con la condición a cambio de seguir trabajando para su antiguo propietario en calidad de sirviente durante 5 años más. Partía el pintor hacia la península itálica por segunda vez. Como dice el tópico, si la primera vez, casi una década antes, había ido a aprender, como docente, siendo un completo desconocido para sus colegas de profesión en la ciudad eterna, esta vez lo hacía para impartir magisterio, con una reputación que ya le precedía. Llevaba en cartera importantes encargos, entre ellos el más prestigioso posible. El papa Inocencioo X le había encargado un retrato a través de las vías diplomáticas. Aquel era un papa afín a la corona española, habituado a hacer favores al rey Felipe IV. Había sido, por ejemplo, quien había dado carpetazo al enojoso y turbio asunto del convento de San Plácido. Bien que se merecía alguna merced a cambio, algún capricho que estuviera  a mano de la corona, en este caso poder ser retratado por el primer pintor de la corte y quizá el más aventajado de su generación. Un préstamo que no compensaba lo mucho recibido por él pero que era un gesto de buena voluntad. Para poder acometer el encargo con garantías, en el que se ponía en juego el prestigio profesional de Velázquez y que podía tener consecuencias diplomáticas, el sevillano decidió ejercitarse, hacer dedos, usando su propia expresión, es decir, la que le pone en su boca Palomino. Para calentar la mano decidió retratar a su esclavo recién liberado. Cómo tal lo pintó, como hombre libre, orgulloso de ser quien era.


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"Inocendio X", por Diego Velázquez (Galería Doria Pamphili, Roma)

El Metropolitan de Nueva York adquirió el retrato de Juan de Pareja de Diego Velázquez en el mercado por 5,5 millones de dólares en 1975, en aquel momento el precio más alto pagado jamás por una pintura. En el artículo del boletín del museo en el que se presentaba la obra a sus visitantes se justificaba la adquisición en los siguientes términos: «Se ha tomado la decisión de comprar este cuadro por tratarse de una de las obras más refinadas que han salido jamás al mercado del arte. Es uno de los retratos más hermosos y más llenos de vida de todos los tiempos». Sobre la viveza del retrato cuenta Palomino otra anécdota, según la cual Velázquez ordenó a Juan de Pareja pasearse por el centro de Roma, junto a la academia de pintura, con el cuadro entre las manos. La reacción de los colegas de profesión fue de sorpresa. El parecido entre el hombre y su retrato era tan extraordinario y tenía tanta vida la efigie pintada que quienes veían a la extraña pareja no sabían si hablarle al gemelo de carne y hueso o al de tela y pigmento, ni cuál de los dos habría de contestarles si lo hicieran. La presentación de la obra a la opinión pública fue todo un acontecimiento en la Ciudad Eterna. Como lo fue posteriormente la presentación el retrato de Inocencio X, del que Reynolds diría en su momento que era el mejor retrato de los existentes en Roma. No, no se le había olvida los de Miguel Ángel, Rafael y tantos otros grandes maestros. Dicen que el propio retratado exclamo al ver su efigie: "Tropo vero". Demasiado auténtico. Tal vez no llegase a gustarle del todo, por más que pudiera estar acostumbrado a verla cuando se contemplaba ante el espejo, esa torva mirada, inquisitora y suspicaz, larvada de malicia, que se adivina en sus ojos en el cuadro. Gaya Nuño la describió como sinfonía de rojos.

Juan de Pareja nos mira a los ojos. Es más, su cuerpo no está alineado con el del espectador y ha de de torcer el cuello hacia su derecha para podre hacerlo. No afronta nuestra mirada por sentirse asediado por ella sino que la busca, y sin un ápice de comedimiento. No siente compasión por sí mismo sino orgullo de lo que es, un caballero español, aunque tenga un color extraño en la tez, al decir de Palomino. Ese porte derecho, la cinta que cruza su pecho, la mano diestra que parece buscar algo a la altura del cinturón, tal vez el pomo de una espada, le dan un aire militar, al menos marcial, al retrato. Se diría un soldado de los tercios. Y no es ningún disparate. Los hubo de tez extraña en los ejércitos españoles. El dramaturgo del Siglo de Oro Andrés de Claramonte inmortalizó en su obra "El valiente negro en Flandes" la peripecia de otro Juan, natural de Mérida, también con condición de esclavo, que supo superar el hándicap de su raza gracias a los dones de su espíritu y a su coraje. Quería el Juan extremeño, personaje real del siglo XVI, ser soldado de los tercios, contando con la oposición a sus deseos que puede imaginarse entre los que debían ser sus camaradas. Pero tuvo la suerte de contar con un padrino inesperado de enorme peso que lo tomó bajo su tutela, el segundo Duque de Alba, capitán general de los ejércitos enviados por Felipe II para sofocar la revuelta en los Países Bajos capitaneada por el Príncipe de Orange. Con este golpe de fortuna pudo hacerse soldado y distinguirse en la guerra. Acabó alcanzando el rango de maestre de campo, y para que no pudiera haber trabas en este nombramiento el mismo duque le concedió su apellido, lo convirtió en su hijo adoptivo. El guiño jocoso del dato reside en que Alba es sinónimo de blanco. Esto es, el duque blanqueó el nombre de Juan de Mérida para que le pudieran ser concedidos los honores a los que se había hecho acreedor en razón de su valía personal. Veía la negritud la España de entonces, y creo que también la de ahora, más como un hándicap que como un atributo moral. Tal vez eso explique esa simpatía mezclada con paternalismo y, a veces, con cierta conmiseración, que nos inspiran las gentes de tez extraña. Sin rechazos violentos, como suelen causarnos los moros, con quienes tenemos una historia común de guerras que se remonta muchos siglos atrás. En el cómputo de agravios con los negros estamos más bien en clara desventaja. Fue Bartolomé de las Casas, el gran protector de los indios, a quien se le ocurrió la peregrina idea de sustituir por negros la mano de obra autóctona, cuya mortandad era alarmante al no estar habituados a los trabajos pesados que llevaba aparejada la esclavitud y sumirles la falta de libertad en una mortal melancolía. Se arrepentiría, dicen, de esta trascendental idea que, a la larga, ha sido una de las que más han influido en la distribición de las razas por el globo terráqueo.

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"La vocación de San Mateo" de Juan de Pareja (Museo del Prado)

Tras volver a Madrid y cumplirse el plazo fijado en su documento de manumisión, Juan de Pareja pudo dedicarse a lo que tanto ansiaba: a pintar. De la veintena escasa de obras, no llega siquiera a esa cifra, cuya autoría se le atribuye, la más conocida y aplaudida es "La vocación de San Mateo", perteneciente a las colecciones del Prado. Es justo que así sea, justicia poética. No tendría sentido que el museo velazqueño por antonomasia no albergara la más importante obra de su esclavo, aunque no se exponga en la colección permanente y esté desterrada en los almacenes. De otra manera aquel exceso, aquel atrevimiento ante Felipe IV una madrugada de insomnio del monarca, habría sido completamente en balde. Apenas existen dudas acerca de que Juan de Pareja se inspiró para confeccionar la suya en la obra homónima de Caravaggio de la Iglesia de San Luis de Los Franceses, en Roma, que bien pudo conocer en el viaje en el que acompañó a su amo. Caravaggio era una referencia en todo aprendizaje, y si Valázquez visitaba ahora la ciudad en calidad de maestro, con la lección aprendida en el periplo anterior, Juan de Pareja comenzaba su educación pictórica. Y que mejor lugar que aquel. Además, Caravaggio era el maestro de Jusepe Ribera, por el que Velázquez sentía un enorme respeto. La decoración de la iglesia con sendos cuadros de dedicados al apóstol fueron los que encumbraron al pintor milanés y le hicieron famoso en todo el orbe, el principio de la revolución artística que supuso su trayectoria.

"La vocación de San Mateo" narra el momento en que Jesús llama al publicano Mateo, un judío dedicado a la recaudación de impuestos para el estado romano, y este lo deja toda para seguirle. La vocación a la que se refiere el título de la escena se refiere al deseo de dedicarse al servicio de Dios, la llamada a estudiar y predicar su palabra. Cristo irrumpe en lo que parece una taberna cualquiera de la Subura o del Trastévere, donde unos publicanos cuentan las monedas recaudadas durante la jornada y anotan las cantidades, y señala a Mateo, que en su mímica corporal muestra todo su desconcierto. La expresión de su cara y el índice con el que se señala  a sí mismo parecen formular una pregunta: "¿Yo? ¿Seguro que soy yo al que requieres?". Pero en el gesto de Cristo no hay ninguna duda. De forma teatral, como si subrayara las mudas palabras de Jesús, un fogonazo de luz procedente de la esquina superior derecha, y que apenas si roza al Señor, a su aureola de santidad y a su mano, incide de pleno en Mateo, que desde ese mismo momento ya es uno más de los apóstoles. Esa luz tan física, tan material, de las obras de Caravaggio que marca fronteras tan nítidas con las sombras.

El artista milanés pintó en primera instancia a Jesús sin obstáculos que lo ocultaran de nuestra visión pero, como delatan las radiografías realizadas al cuadro, tuvo una genial idea con la que enmendó su intención inicial: Interpuso entre él y nosotros la figura de San Pedro, que hace desaparecer casi por completo la figura de Cristo, permitiéndonos ver apenas de él solo el gesto de su brazo, que Pedro imita con el suyo, aunque de forma menos imperativa y enérgica. Es Dios quien reclama a los suyos, aunque sea la Iglesia la que verbalice e instrumente esa llamada. Iglesia que queda representada por el primero de los apóstoles, que camina vacilante apoyándose en un cayado, consciente de la fragilidad de su propia voluntad tras haber negado tres veces al maestro en la noche que precedió a su muerte y haber tenido que llorar para espiar su culpa. El caminar de la iglesia puede ser vacilante pero está respaldado por Dios, nos parece querer decir Caravaggio. En las actitudes de los publicanos que rodean a Mateo parecen estar resumidas el resto de posibles alternativas. Dos de ellos, los situados más a la izquierda, ni siquiera se percatan de la presencia e Dios, del foco de luz, absortos como están en contabilizar las monedas derramadas sobre la mesa. El joven situado entre Mateo y los visitantes, aunque quizás sea también señalado, aunque se vea alcanzado de pleno por la luz parece tratar de eludirla, querer desoír la llamada con una expresión de escepticismo en el rostro. Finalmente, el que nos da la espalda, hace como un mago de descabalgar de su taburete para acudir al reclamo, pero está inmerso en la penumbra.

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"La vocación de San Mateo" de Caravaggio (Iglesia de San Luis de los Franceses, Roma)

La versión del hecho de Juan de Pareja constituye su primera obra conocida. Fechada en 1661, tan solo un año después de la muerte de Velázquez, probablemente se trate de un proyecto acariciado desde hacia tiempo, para el que esperó para ejecutarlo a verse totalmente libre de la sombra de su antiguo amo y maestro. Apenas unos ecos quedan de la escenografía, composición e iconografía de Caravaggio en la obra de Juan de Pareja. Todo son discrepancias: La luz procede del lado contrario; Jesús se nos muestra exento en su entorno de otros personajes que dificulten su visión; Mateo no parece mostrar ninguna incredulidad ante la llamada. Tampoco excesiva anuencia, es cierto. Pero el detalle más sorprendente y que convierte en algo tan relevante el dato de que se trate de la primera obra como pintor de Juan de pareja es que el cuadro contiene su autoretrato. El personaje de la izquierda no es otro que el esclavo de Velázquez. Para que no haya ninguna duda, porta en su diestra un billete con su firma. Aun hay más, el caballero que nos mira desde el extremo de la escena, sirvió para darle una identidad al retrato del mulato pintado por Velázquez, que durante mucho tiempo fue considerado como un modelo anónimo. Pero hay un detalle que obliga a repensarlo todo: Juan de Pareja se retrata en "La vocación de San Mateo" con la tez clara, sin esa extrañeza de la que nos advertía Palomino. Durante muchos años lo achaqué a un complejo del esclavo. ¿Una vez libre quiso tal vez borrar todo rastro de su antigua condición?¿Se avergonzaba de su raza? Desde mi paternalista punto de vista así lo llegué a creer, y me gustaba contraponer la pasión por la verdad de Velázquez, su fidelidad a la realidad que le mostraban sus ojos, con esta torpe mentira de su esclavo mulato, que causa casi ternura por su fragilidad, por la imposibilidad de sostenerla. Quien viera el cuadro habría de reconocerle y advertir la burda mentira.

Ahora creo que la verdad es más compleja, más sutil. Al igual que en el retrato de Velázquez, en "La vocación de San Mateo" Juan de Pareja busca nuestra mirada. No hay timidez ni vergüenza en ninguna de las dos representaciones, pero si Velázquez representó lo obvio Juan de Pareja quiso retratar lo fundamental, su condición de pintor, sin otros atributos que pudieran enmascarar lo más relevante. Igual que Juan de Mérida pudo mostrarse al mundo, su auténtica valía, sin distorsiones, simplemente blanqueando su nombre, de igual modo Juan de Pareja hace lo propio blanqueando su tez en su retrato. No se trata de complejos sino de mostrarse desnudo de circunstancias accidentales. La vocación de Juan de Pareja fue la de pintor, siempre lo tuvo claro. ¿Sintió tal vez que es vocación era el produto de un reclamo divino? Quiero creer que durante una década, el tiempo que medió entre el momento que pudo contemplar la obra de Caravaggio en Roma y el momento en que ejecutó su primera obra, Juan de Pareja meditó y planeó cuidadosamente el sentido que quería darle a la misma.

Una vez amé a alguien con la tez de color extraño. Era fácil hacerlo, inevitable incluso, porque tenía el don de la alegría, una sonrisa siempre prendida en sus labios oscuros que desdecía toda tristeza, la suya propia, tan plausible tras una vida llena de privaciones y soledades, y la que quienes la rodeábamos. Sus ojos parecían dóciles pero reinaban desde la dulzura. Era la reina de caramelo. Venía de uno de esos países cuya fisionomía demográfica había sido alterada por la ocurrencia de Bartolomé de Las Casas. Tanto la quise que llegué a soñar con la idea de poblar el mundo con gente que se le pareciera. Pensé que la belleza de sus rasgos quizá sobreviviese a verse contaminado por los míos, igual que el negro prevalece sobre el blanco cuando se mezclan en la paleta de colores porque se piensa, aunque sea absurdo, que este último pierde su identidad cuando pierde su pureza. Podrá parecer rebuscado, pero me llegué a imaginar a mismo tratando de argumentar ante mis hijos virtuales su españolidad sin tacha. Siempre que lo hacía recordaba el retrato de Velázquez que es el orgullo del Metropolitan Museum, al caballero español mitad moro, mitad negro. Siempre que lo traía a colación en mi discusión imaginaria los acababa convenciendo. Pesa más la vocación que la condición. Nada puede eludir la llamada cuando esta se produce.

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