"Noli me tangere" de Correggio (Museo del Prado)
Tres horas en el Museo del Prado
Cifraba la felicidad Eugenio D'Ors en exactamente tres horas, a discurrir en el interior del Museo del Prado, entre sus salas y pasillos. Así titulaba precisamente su libro más célebre. Tiempo del que habría que abastecerse, según su receta, preferiblemente en una mañanita de abril madrileño. Tiene Madrid en esa época unos cielos iluminados de forma dramática, que languidecen hacia el rojo al atardecer como los crepúsculos de Claudio de Lorena, un aire tibio que viste el alma con ropa ligera. Cuando comencé a frecuentar el museo lo hacía acudiendo en el autobús de la línea 27, el que recorre La Castellana de punta a punta, y luego volvía a casa caminando, aprovechando al pasar por La Cibeles esa forma tan dulce que tiene de morir el día tras el edificio Metrópolis. Para disfrutar del museo hace falta tiempo para derrochar, no mucho, apenas unos cuantos ratos, tener la primavera de nuestra parte y tener la cabeza completamente limpia, ser capaz de aislar los problemas más allá del borde de la consciencia.
Al cuándo y al dónde de su plano del paraíoso añadía D'Ors un con quien: un amigo joven al que servir de cicerone. Alguien receptivo a escuchar, exento de vanidad, por tanto. Durante años fantaseé con la idea de ser guía del museo. Profesional o improvisado para las amistades. Pero la timidez y la falta de compañías convirtieron el plan en una quimera. Si algo representa El Prado para mí es la soledad, goce a solas, disfrute que ronda la felicidad en algunos instantes, no tantos como contabilizaba D'Ors, pero en estricta soledad en resumidas cuentas. Puedo ponerle abriles a mis intenciones, distraer el tiempo necesario para cumplir la receta del escritor catalán, pero carezco de la compañía. Siempre que traspaso los límites del museo, ya sea por la puerta de Velázquez, como cuando acudía a las conferencias convocadas en su antiguo salón de actos, por la de la Plaza de Murillo, como cuando me asomaba antes al Jardín Botánico, por la de puerta Goya las más de las veces, o, últimamente, por la que surgió en la calle Montalbán tras la ampliación diseñada por Moneo, lo hago completamente a solas. Y a veces eso tiene algo de derrota o de renuncia, de tirar la toalla. Así que mi felicidad es siempre agridulce si me detengo a sopesarla.
Si hay alguien con quien quisiera ir al Prado está claro que es contigo. Lo he hecho en la imaginación infinidad de veces, incluso en sueños y relatos escritos que escribí solo para tus ojos, aunque luego ni siquiera los tuyos los leyeran, pero nunca lo he hecho a este lado de la realidad. Y en ese itinerario de exactamente tres horas tengo cronometrado el tiempo que dedicaremos a cada una de las obras que querré mostrarte. Siempre la misma rutina mientras paseamos cogidos de la mano por el interior de la pinacoteca. Primero "Las Meninas", buscando más mi propio lucimiento que tu deleite. Para empezara lo grande y apuntalando mi ego que amenaza ruína. D'Ors proscribía la vanidad en el acompañante pero no el guía del museo. Después "El descendimiento", para mostrarte un ser que se te asemeja extraordinariamente: las hermana de La Virgen, una de las tres Marías que lucen en los cielos de invierno. La mujer de verde que sostiene a su hermana, que se olvida de su propio dolor, que es capaz de abstraerse de la tragedia que están viviendo todos los personajes del cuadro de van der Weyden, la muerte de Cristo, para socorrer al prójimo, a quien la necesita, en este caso su hermana, que ha caído desmayada a los pies de la cruz mientras descendían a su hijo. La obra es, además de muchas otras cosas, un detallado estudio dle sufrimiento humano, de los gestos que adquiere el rostro humano para expresar el dolor. Únicamente el ángel que viste de verde se olvida de sí mismo para atender el dolor del otro- Algo que tu haces a diario, y que es una de las razones por las que te amo tanto. Tu generosidad y tu fortaleza para anteponer siempre a los otros, en especial a tu hermana, antes que tus propios deseos. En mi imaginación siempre vistes de verde y refulges en el cielo estrellado para adornar el conturón del guerrero, como una gema preciosa. Tienes algo de arma y también de joya, afilada en extremo para hacer el bien, pero roma para causar dolor y suave al tacto, aunque arda la piel al tocarte como si se tocara una estrella. En tu proximidad arden los pulmones como le ocurre a todo aquel que pasea junto a un sol que se quema por dentro y llena el mundo de mediodía.
Más tarde, una vez te tararée el stabat mater dolorosa cuyas notas dibujó van der Weyden sobre un pentagrama imaginario con los pies, las manos y las cabezas de sus personajes, cancioncilla cuya identidad tendré que camuflar seguramente entre los acordes de alguna obra sacra de Vivaldi, autor que tanto significa para los dos, por haberle puesto banda sonora a nuestro primer encuentro, íremos a la sala que alberga los manieristas. Tendré que mentirte un poco porque carezco del dato exacto acerca de la identidad de la melodía codificada en el cuadro, y dudo mucho que pudiera capturarlo buceando en mi biblioteca o en internet. Tratar de buscarlo en la red sería como tratar de encontrar perlas cazando ostras de los mares del trópico. Querer hacerlo en mi biblioteca sería como adentrarse en una jungla de papel, donde otras veces ya me perdiera y me quedara atrapado al adentrarme en el denso sotobosque desprovisto de machete. "Noli me tangere" de Correggio será esa tercera estación, mientras aun vibren las últimas notas de Vivaldi. Un dramático silencio de unas pocas corcheas me servirá de prólogo a la explicación más arriesgada. Porque en esta obra creo que hay dicho mucho de lo que existe entre nosotros. Un amor que es sacro y, por tanto, puro, pero que al mismo tiempo es intensamente carnal. Tal vez sea sacrilegio el decirlo, pero miro a Cristo, tal como Correggio lo pinta en el momento de aparecerse a la Magdalena, y veo a un funanbulista que camina por el alambre temeroso de caerse al abismo. Ese precipicio llamado deseo y que le está vedado por ser quien es. Esa forma de colocar un pie delante del otro, dubitativamente, como si sintiera flojedad en los tobillos, como quien recorre un sendero incierto o demasiado estrecho, donde es fácil perder el equilibrio, ese señalar el cielo con una mano y hacer un gesto que conmina a la templanza con la otra. Pero para la Magdalena no parece haber contención posible. Se arodilla en el suelo y suplica ese contacto imposible que sabe prohibido. "No me puedes tocar", le dice el Cristo resucitado, que ella misma ha visto muerto hace muy pocos días, y no solo es el deseo el que se agolpa en su corazón como el oleaje del mar en el malecón de un puerto en día de tormenta, también la necesidad de hacer corpóreo el espíritu, de convertir el materia que pueda palparse aquello que percoló en la piel y arraigó en el hueso. Necesidad imperiosa de experimentar con todos sus sentidos la prueba de su amor inondicional. No le basta con mirarle, también quiere tocarle. Pero el la frena con esas pocas palabras: "Noli me tangere". Hay un azadón apoyado en el suelo en la margen derecha del cuadro, una herramienta de jardinero para abrir surcos en la tierra. Parece un símil demasiado atrevido y contundente para una obra religiosa donde el tabú es tan poderoso. En la relación entre ambos el sexo no solo está prohibido sino que no existe, es un imposible metafísico, casi un dogma teológico que se demuestra por reducción al absurdo. Como ocurre entre nosotros. Arder sin tocarte, con solo presentirte en mis sueños. Tus ojos oscuros como el carbón consumido a fuego lento, tu melena negra como chorros de fuego que se derraman sobre tus hombros desde tu rostro incandescente. Es un jardín que arde cada vez que te sueño. Y en mi caso, en mi relato, el azadón lo uso para abrir cortafuegos en la maleza y así evitar que las llamas se propaguen a la realidad una vez despierte.
La mitad al menos de esas tres horas arderíamos ante el dulce cuadrito de Correggio, hasta quedar calcinados por el imposible: la proximidad entre los amantes que en la obra del italiano es una imposición divina mientras en nuestro caso es un imperativo de las circunstancias. No habitamos el mismo universo. El mío aun no ha escuchado su primer latido, aun no ha eclosionado desde lo infinitamnete pequeño. El tuyo es infinito y diverso y hace eones que tuvo su big-bang. Luego, el tiempo que nos reste de felicidad lo dedicaremos a "La anunciación" de Fra Angelico, para que puedas ser otra vez mi logondrina, mi pajarillo de plumón moreno, y volveré a explicarte porque Dios amaba tanto a esa avecilla que se posa en el tirante de la fachada de la casa de María: porque cuenta la leyenda castellana que una golondrina que revoloteaba en el Monte del Calvario vino a posarse en la testud de la cruz para poder arrancarle al Cristo moribundo las espinas clavadas en su frente. Que ese poquito de dolor restado a tanto sufrimiento fue recompensado con la posibilidad de asistir al momento culminante de la historia humana según los Evangelios, y que seguramente lo será también con el cielo. Una gracia que se hubiera dicho imposible para un ser que por ser animal y, por tanto, suponersele carente de alma.
Mi pequeña golondrina, mi mujer de verde, mi jardinera, persiguiendo la felicidad puedo ponerle todos los abriles del mundo a una visita al Museo del Prado, pero solo podré lograrla si son tres horas contigo. Una eternidad que cabe en una sola mañana. Y después de salir del museo podré almorzar tus labios para saciar tanta hambre atrasada. El día internacional del beso nos abrá abierto el apetito del uno por el otro. Fuera del templo no será tabú que podamos tocarnos. Aunque dudo mucho que seamos tan reales a la luz de un mediodía de primavera una vez abra los ojos y despierte de mi sueño.