La mujer del ukelele
(Artículo editado originalmente en la web Asiento 23)
Tan icono para la historia del arte es la mujer que sostiene en su regazo un armiño, obra de Da Vinci, como la mujer del uklele que canta Moon River apoyada en el alfeizar de una ventana en "Desayuno con diamantes". El mismo misterio, la misma sensación de intangibilidad, de ideal inalcanzable aterido por la distancia infinita. La mujer que pinta Leonardo no nos mira, elude nuestra mirada. Ni siquiera eso. Tiene su atención fijada en otra cosa que no somos nosotros, que en su presencia apenas existimos. Tampoco nos mira Audrey Hepburn mientras desgrana despacio, una por una, las estrofas de Moon River, la canción que compusiera Henry Mancini para la película, y que le permitió ganar su primer Óscar. Un peinado imposible en ambas, extrañamente recogido en una especie de barbuquejo formado con su propio pelo el de la mujer renacentista, con una tolla blanca, probablemente después de lavárselo en el fregadero de la cocina de su apartamento, Holly Golightly, pero el mismo aire de sofisticación, aunque Audrey tenga por escenario para tratar de embrujarnos con su presencia no un fondo oscuro y neutro, sin detalle alguno, como su rival, si no algo con tan poco glamour como una escalera de evacuación de incendios.
Audrey es esa mujer sin atributos que todos hemos amado alguna vez, si es que hemos sido afortunados y hemos visto sus películas con los ojos completamente limpios. Si resumes el concepto formal de mujer a su mínima expresión, a su formulación más pura, con menos adjetivos y conceptos superfluos, prescindibles, lo que obtienes es el perfil de Audrey, sus hombros mínimos, su busto de colibrí, su rostro de ojos calmos en el que las cejas, negras y plumosas, se apoderan de todo el protagonismo, con esos labios pálidos que caben en un suspiro, en uno cualquiera, como, por ejemplo, el suspiro previo al beso que ya nunca le daremos, que nunca habría estado a nuestro alcance si hubiera podido mirarnos. Holly no nos mira porque tiene la vista fija en el pasado, en su infancia trufada de pobreza. Por eso ahora le gusta desayunar ante los escaparates de Tiffanys, porque el hambre que arrastra desde niña es una hambre de dinero, de diamantes, de lujo y belleza en las cosas. Pero su pecado se redime por las emociones que nos provoca al mirarla, porque nosotros le devolvemos esa mirada que no quiere concedernos mientras canta para que nadie la escuche.
La película de Blake Edwards es tan ingenua que provoca la sonrisa. George Peppard es en la película un aspirante a escritor que se gana el sustento como gigoló de una mujer mayor que él, una Patricia Neal algo venida a menos desde los tiempos de "El Manantial", condenada a hacer el papel de la otra en las películas de alto presupuesto. Pero en la trama apenas se nos explica esta embarazosa situación para el héroe de la película, apenas se nos dan pista incluso. El guión juega al despiste. La penuria que ha de soportar Peppard en la historia a veces roza el ridículo, como en ese plano en que vemos que en su apartamento hay incluso una lámpara de araña en miniatura, como si fuera el descansillo de un teatro de la opera o un corredor secundario del metro de Moscú. Siempre con corbata y americana y las camisas impecables, cuesta imaginarse a Peppard con problemas para llegar a fin de mes, para abonar el alquiler a su casero. Lo paga la otra, claro, pero apenas si entendemos nada. El apaño se nos disfraza con una relación exenta de pasión o ternura, las dos columnas que sostienen el amor. Al menos por parte de él. Porque notamos cierto tormento en la mirada de Patricia Neal que no se explica con un simple capricho.
Es una de tantas tardes, mientras trata de concentrarse para arrancarle un párrafo de escritura potable a su aburrimiento, cuando escucha entrar por su ventana el sonido de una voz. Al asomarse descubre a Holly y puede observarla sin que ella lo sepa, mientras canta Moon River, mientras que nos explica, no solo a él, también a nosotros, que hace tiempo que cruzó el Mississippi, junto con su amigo Huckleberry Finn, para vivir la vida, lejos de su hogar, lo más lejos posible de la pobreza, siempre en pos del arco iris, buscando que hay más allá del siguiente meandro del río. Y en ese momento es cuando llega toda la lucidez al corazón de Peppard y también al nuestro. A Holly, Audrey, ya la llevamos dentro de él antes de abrir la ventana, antes incluso de conocerla, porque es una mujer arquetipo, pura definición de lo que nuestra alma anhela, sin un solo atributo que distraiga de lo que de verdad importa: su candor y dulzura, que nos regala porque no sabe que la miramos. Porque si lo supiera no nos devolvería la mirada, probablemente ni siquiera querría que la viésemos. Asistimos a uno de esos momentos íntimos en que el alma se desnuda, como unos vulgares voyeurs. Hay emoción pero no erotismo porque Audrey al cantarnos al oído en los primerísimos planos le habla a nuestro corazón, que acaba de recuperar la lucidez. La mujer sin atributos no busca una reacción en los nuestros.
Truman Capote dibujó en su relato otra Holly menos conveniente para una comedia de Hollywood en los años dominados por la censura, menos inocente, sin un pasado intachable. Como el guionista del film, George Axelrod, también elude ser excesivamente explícito, pero nos queda suficientemente claro al leer "Brakfast at Tiffany's", la nouvellete que escribiera Capote tres años antes de ser adaptada al cine, que el oficio de Holly es el más antiguo del mundo, que en su infancia no solo hay pobreza, también abusos paternos. Pero de ese cenagal emerge Audrey blanca con su toalla liada a la cabeza como una flor de loto. Pura como una virgen. Y casi agradecemos que carezca de atributos para que podamos obviar los nuestros. Con lo que sabemos, con lo poco que hemos podido averiguar de la medrosa trama, datos todos ellos tristes, a pesar de que la película sea pródiga en frivolidad, en superficialidad, en fiestas desenfrenadas -¿qué es una película de Edwards sin un alocado guateque?-, lo último que queremos es escuchar la llamada del deseo al mirar a la mujer del ukelele, a la joven que sostiene el instrumento como quien porta en su regazo una animal exótico. Luego, después, cuando la canción cese, podrá llegar el amor, incluso el sexo, con la mujer sin más atributos que la belleza extrema. Pero no antes de que Holly pueda tener al fin una infancia que merezca tal nombre, aunque tardía, alegre y falta de penuria, frívola y disipada si se quiere, como el cha-cha-cha en que el mago Mancini logra mutar Moon River en la versión instrumental de la tonada.
Moon River - Henry Mancini
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