sábado, 30 de septiembre de 2017

Aere perennis. Quinto Horacio Flaco vs. Bruce Sprignsteen




Aere perennis. Quinto Horacio Flaco vs. Bruce Sprignsteen

En mi librería particular hay dos novelas del escritor húngaro Laszlo Passuth, ambas de la editorial Luis de Caralt. Libros generosos con el lector en cuanto al número de páginas, compactos y voluminosos, incluso el editado en cartoné, “Señor natural”, una biografía de don Juan de Austria, el bastardo de Carlos V, de Jeromín, como le llamaban durante su infancia en Leganés. Era el perfecto caudillo porque a sus dotes innatas para el mando unía su regio linaje, ser hijo de quien lo era. El otro, editado en tapa dura con forro de tela, como queriendo hacer honor a su título, es “Más perenne que el bronce”, una biografía del pintor Velázquez. Ahí sigue, en el estante superior de mi librería, gravitando sobre mi cabeza mientras escribo esto, tan lozano como el día que lo adquirí en la sede de Espasa Calpe en la Gran Vía. En mis tiempos de cazador de letra impresa, los libros que compraba hacían, como norma impuesta, un pacto con el diablo para mantenerse ya por siempre jóvenes. Quería discípulos de Dorian Gray. La codiciada pieza que hubiera completado la trilogía de frescos sobre la historia de España es “El dios de la lluvia llora sobre Méjico”, la biografía de Hernán Cortés, pero nunca llegué a encontrarla. Don Passuth si que sabía escoger títulos para sus libros.

¡El tono de la novela casa tan bien con el título! Es solemne, al tiempo que ensimismado, sonámbulo, hipnótico, como el parlamento del fantasma del rey asesinado a su hijo Hamlet. ¡Y el título es tan atinado!, porque Velázquez pintó para que su obra perdurara, y lo hizo desde el virtuosismo -Es asombroso como sus pinceladas, que parecen exactas a la media distancia del lienzo, se desdibujan en borrones incomprensibles en la corta-, pero también desde la reflexión profunda. El que hay autorretratado en “Las Meninas”, es un Velázquez que medita con sumo detenimiento cual va a ser su próxima pincelada, como si fuese un filósofo en la oficina. El bronce es un material apreciado por los artistas porque perdura, porque resiste las inclemencias del tiempo, tanto del meteorológico como del cronológico, y es sabido que todos los artistas trabajan con la intención de ser apreciados a través de su legado en futuros remotos. ¿Qué hay más perenne que el bronce? Supongo que lo inmortal, como los cuadros de Velázquez. Pero el bronce también tiene cualidades musicales, una sonoridad especial que le hizo ser en seguida muy apreciado por los luthiers –perdón por el “palabro”- en cuanto se supo como manipularlo y se empezaron a fabricar con él instrumentos musicales. La frase que da título a la novela de Passuth también parece fabricada en bronce, por su sonoridad, por el alcance de sus intenciones. Durante años resonó en mi cerebro fascinado con su musicalidad cuando la recitaba en voz baja, como el tañer de una campana catedralicia.

¿Qué he sabido de Quinto Horacio Flaco todos estos años? Apenas nada: Que era romano; tal vez griego; de la época clásica seguro; y escribía versos; o algo parecido. Y ni siquiera estoy seguro de haber sabido eso. Y, sin embargo, Horacio ha estado en mi entorno desde siempre o, para ser más preciso, he sido yo el que ha estado inmerso en su obra desde mis inicios como persona, inadvertidamente, siendo parte fundamental de la atmósfera cultural que respiraba. Porque, oh sorpresa, ayer mismo me topé de bruces con el arranque de su Oda trigésima del tercer libro, la última, y con esa expresión en ella contenida: “Aere perennis”, que podemos traducir como “Más perenne que el bronce”. ¡Gotcha! ¡Qué gracia!, Resulta que la frase también era suya. Empiezo a pensar que lo son todas las que molan de las que por primera vez se formularon en Latín, al menos las que percuten en el oído como los címbalos.

Horacio publicó sus tres primeros libros de odas de forma conjunta, como una obra unitaria, de la que la oda trigésima del tercer libro hacía las veces de epílogo, de colofón a la que creía que iba a ser su creación magna. Así es como arranca:
He dado cima a un monumento más perenne que el bronce y más alto que el regio sepulcro de las pirámides; tal que ni la lluvia voraz ni el aquilón desatado podrán derribarlo; ni la incontable sucesión de los años, ni el veloz correr de los tiempos”.

Cierto que a Horacio no le faltaba abuela, pero tampoco razón. Su poesía ha perdurado, ha atravesado océanos de tiempo y áridos desiertos culturales. Como el periodo de la caída del Imperio Romano, y ahora es parte integral en lo que alimenta nuestro espíritu aunque no nos demos cuenta. Ni Atila y sus huestes ni el Aquilón, el frío e intempestivo viento procedente del septentrión, como nos apunta él mismo, ni la desidia actual por todo lo que huela a pasado, han logrado derribarla de la memoria colectiva.

Y, sin embargo, Horacio creyó notar tibieza en el grado de aceptación de su colección de odas entre los lectores y críticos contemporáneos suyos. Escuchaba pocos elogios. En menor cantidad, al menos, de los que creía merecerse. Quería que le hicieran más la pelota, como Vivian en “Pretty Woman”, y pensaba que su tomo de poemas iba a ser su Edward Lewis particular que le permitiría ir de paseo triunfal por el Rodeo Drive del Monte Palatino. La rabieta le hizo abandonar el género lírico durante mucho tiempo y retomar el de las epístolas, una suerte de reflexiones de andar por casa, aunque escritas también en verso, aunque en uno de un tipo menos preciosista, el hexámetro. Reflexiones entre las que incluyó también no pocos latinajos memorables. Años después editaría un cuarto libro de odas cuando el emperador Augusto le pidió que compusiese sendos poemas para glosasen las proezas de sus dos hijastros, los hijos de su mujer Livia, la víbora áspid de “Yo, Claudio”, habidos en su primer matrimonio: Druso y Tiberio. El segundo quien luego heredaría la púrpura imperial.

Dice Horacio en la segunda estrofa:
No moriré yo del todo y gran parte de mi escapará a Libitina. Sin cesar creceré renovado por la celebridad que me espera, mientras al Capitolio suba el pontífice con la callada virgen”.
Cree Horacio que sobrevivirá a la muerte, que escapará a la necesidad de ampararse en Libitina, una diosa del inframundo encargada de cerciorarse de que los vivos cumpliesen sus obligaciones para con los muertos, esto es, la líder patronal del gremio de pompas fúnebres. Cree, también, que su fama no hará más que incrementarse con el correr de los siglos, que pervivirá en la celebridad mientras dure Roma, tal como la concebían sus habitantes en aquel entonces, esto es, invicta y con vocación de ser eterna. Mientras el sumo pontífice y la decana de las vestales subieran la cuesta para cumplir con los ritos en el templo de Júpiter capitolino, mientras Roma siguiera siendo Roma, el tendría un sitial asegurado en el Parnaso. Lego Roma pasó a ser otra cosa, y más tarde otra distinta, y ahí seguía Horacio.
De mí se dirá -allá por donde violento el Áufido retumba y Dauno, escaso de agua, reinó sobre pueblos montaraces- que, poderoso a pesar de mi origen humilde, fui el primero en llevar el canto eolio a las cadencias itálicas”.
Horacio se jactaba de haber rescatado los ritmos arcaicos griegos del olvido, los que debieron su origen a la tradición instaurada por Safo de Lesbos y sus contemporáneos, y haberlos injertado en la lengua latina. También de haber alcanzado altas metas a pesar de su origen humilde, siendo como era hijo de un liberto, aunque esto hay quien lo pone en duda. En su biografía destaca un periodo juvenil de formación en Atenas, algo no al alcance de cualquier bolsillo. Fue allí donde Cayo Bruto, fugitivo de Roma tras haber asesino a Julio césar, le reclutó para su causa, que en aquel momento sonaba románticamente revolucionaria. La derrota en Filipos del ejército de Bruto y Casio le dio una lección de pragmatismo que ya nunca olvidaría. A partir de entonces prefirió arrimarse al árbol de mayor porte, al mejor plantado y que mayor sombra diera.
Acepta este orgullo debido a tus méritos, y con el laurel de Delfos, Malpómene, cíñeme de buen grado los cabellos”.
Pero, a ver, ¿estaba borracho, o qué, Horacio cuando escribió esto? Ya sabemos que le gustaba pimplar y que creía en la cualidad del vino para hacer creerse mejores a sus consumidores. ¿No va y dice que no sería él el honrado si le coronase de laurel la musa de la tragedia, sino la propia diosa al serle concedido el poder distinguirle? Pero, calla, que la verdad es que casi le envidio la insolencia, su capacidad de autoestima, la confianza en el más allá de sus fuerzas. Otros, como yo, solo hemos nacido para correr, como el protagonista de la canción de Bruce Springsteen, y nos contentaríamos solo con que no nos estrelláramos de bruces con el muro del kilómetro 30 en nuestra maratón solitaria. Por supuesto sin público alguno.


viernes, 29 de septiembre de 2017

Hispanofobia


Hispanofobia

Ayer, en la tertulia política matinal del programa de Ana Rosa Quintana, Arcadi Espada ha vuelto a salirse. Ante el discurso “progre” de Montserrat Domingo no ha podido refrenarse y se lo ha dejado muy claro: “Se dice mucho que por cada minuto que habla Rajoy o alguien del PP se crea un independentista, y es rotundamente falso. Quien crea un independentista por cada minuto de alocución es gente como tú, con tu discurso, que después de la que se ha montado, de los desmanes que hemos tenido que soportar, de los desplantes a la ley de los separatista, quiere premiarles con diálogo”. La discusión no ha degenerado en gritos ni descalificaciones porque ambos son personas educadas y de buen talante, pero se notaba que la andanada había dado en el blanco y que había dolido. Estoy con Espada, el de Cataluña no es un problema de ideas sino de xenofobia, en la variante de hispanofobia, para ser más precisos. Y contra eso no hay diálogo que valga, solo educación y desmontar fronteras, no crearlas, que la gente viaje, se mezcle y se contamine con lo que le han enseñado su mayores que son una lacra.

No. No es un problema de ahora. Hablando de viajar. Hace muchos años, así como 20, en mis tiempos de universitario, un amigo mío pasó unas vacaciones en Egipto. A la vuelta traía regalos para nosotros, y para él una novia. A la sombra de las pirámides había cuajado un romance entre dos de los integrantes del grupo organizado. Lo curioso es que él, mi amigo, era de Madrid, y ella de Barcelona. Es como si solo se hubieran podido conocer en el extranjero. Y no parecía haber mayor problema que el de la logística. El romance progresó tras el retorno a España, y hubo de hacerlo por vía telefónica y ferroviaria. Pensemos que entonces no había alta velocidad. Trenes rigurosamente vigilados por el reloj, el tiempo apremiaba, partían cada viernes por la tarde de la Ciudad Condal con destino a Madrid, o al contrario, para que los amantes tuvieran unas cuantas horas de encuentro. La situación se hizo tan insoportable que acabaron casándose. Pero me estoy precipitando. Varios fines de semana después de iniciarse el asunto, una de las veces que a la catalana le tocó visitar los madriles, fue oficialmente presentada en sociedad. No éramos un grupo excesivamente lucido. Baste decir, para que se acepte lo que afirmo, que yo era una parte sustancial de aquella comandita. Pero rebozábamos en cariño. Éramos los allegados, los que tenían que aceptar tácitamente esa relación.

Seamos justos, En ese primer encuentro hubo mucha rechifla, pero dirigida íntegramente contra mi amigo. Quizás ella se dio por aludida por nuestras risas o simplemente le molestara que nos riéramos de su futuro marido. En cualquiera de los dos casos no se explicaría en parte lo que luego vendría. Al ver tan formal a mi amigo, tan campanudo, tan defensor de los valores tradicionales, como un Cicerón o un Catón en el senado romano, yo le insistía mientras le daba con el codo: “Cuéntale a tu novia el chiste de los elefantes”. Y luego, dirigiéndome a ella, añadía: “¿No te lo ha contado todavía? Ah, que no. Pues es buenísimo. Nosotros estuvimos toda una fiesta Noche Vieja descojonándonos vivos”. Es lo que tiene la ingesta masiva de ginebra, que adelgaza el muro de contención de la risa hasta convertirlo en papel de fumar. Además mojado. En alcohol, por supuesto. Los amigos comunes, reunidos alrededor de la mesa en la que estábamos tomando el aperitivo no podían parar de reír al ver el envaramiento de nuestro amigo ante una situación que le desbordaba. Y como notaba que sudaba la gota gorda, yo insistía en que se lo contara.

Dos de los de aquel grupo, yo uno de ellos, teníamos ínfulas de poetas. El tiempo acabaría demostrando que aquel de los dos que no era yo no se equivocaba, porque acabaría publicando. El domingo firma libros en una feria. El caso es que nuestro amigo común, el del puente ferroviario, se burlaba de nosotros siempre que podía. Cierto día íbamos caminando por la calle en comandita y, de repente, se detuvo. El resto se freno dos pasos más adelante y se giró para ver qué pasaba “Atención, un poema”, dijo de forma solemne. Y tras un minuto de silencio dramático para crear expectación entre la callada audiencia soltó un sonoro cuesco. Con esta anécdota trato de decir que donde las daban las tomaban, y que quizá, y sin el quizá también, quien más daba era mi amigo. El caso es que aquella tarde se le veía vulnerable y mí me apetecía cobrarme venganza. El famosísimo chiste de los elefantes en realidad era una tontería. Se reducía a un simple acertijo: ¿Cómo se sabe que ha habido una orgía de elefantes? Respuesta: Porque a la mañana siguiente la selva está llena de bolsas de basura. Dependiendo de la cantidad de alcohol consumida se tarda más o menos en caer en la cuenta una vez te dan la solución. A alguno aquella Nochevieja hubo que explicárselo con un croquis. Una pista: El meollo está en las connotaciones sexuales.

Mi amigo quería mostrar ante su novia una imagen blanca y neutra, lavada con Perlán, prolongar la vigencia de la imagen impoluta que había logrado crearse ante sus ojos. Las palabrotas, las procacidades y las blasfemias estaban prohibidas. No digamos ya los pedos. La situación era gozosa, como siempre que alguien sufre en sus dignidades fatuas. La otra chica del grupo, la mujer de uno de nosotros, le decía entre risas, cuando le veía ponerse digno: “Anda. Recítale un soneto”. Y a ella: “¿No sabes que compone? ¿No te lo ha dicho?”. Y todos estallábamos en carcajadas, como las palomitas en una sartén sobre el fuego, ante la perplejidad de la catalana.

¿Nos tomó manía a los madrileños aquella misma tarde? ¿Nunca antes había tenido contacto con gente del foro? ¿Había puesto el listón muy alto la imagen censurada de su novio? Yo creo que no. Al correr del tiempo quedó patente que no soportaba la capital. Ya casada con mi amigo, su monotema en todas las quedadas que hacíamos era lo desagradable que era vivir en Madrid y cuanto perjudicaba sus nervios. Cierta tarde que paseábamos junto al Retiro por la acera de Menéndez Pelayo le propuse mostrarle el parque en un intento sincero de acercamiento. Ante mi insistencia, casi literalmente se agarró a la verja perimetral del parque para no tener que entrar y conocer tal vez algo que pudiera gustarle. Era de esas personas que gozan saboreando la opinión negativa que tienen de algo o de alguien, en este caso mi ciudad y mis convecinos. Compréndase que me molestara aquella madrileñofobia. Pero lo soporté como un hombrecito. La fractura llegó un año más tarde, una noche que alguien cometió el error de introducir la política en nuestras charlas. Pronto quedó clara la opinión de ella: Nos toleraba a los españoles, pero le molestaba que las facturas las pagase siempre Cataluña. “España nos roba” y todo lo que rima con ese verso para hacer pareados. Como la cosa se desmabraba, intentando contemporizar, intentó regalarnos el oído a quienes allí estábamos. No, no tenía nada contra nosotros. Nos dijo: “A quienes no aguanto es los andaluces y a los extremeños, porque son unos vagos redomados”. Y, que pena, ahí pinchó en hueso. Yo le repliqué: “Pues que sepas que mi padre era de Badajoz y que ya quisiera el tuyo ser la mitad de trabajador de lo que él lo era”. El cisma estaba servido. Se me empezó a marginar de las quedadas. Yo tampoco hacía nada por romper el cerco. Los amigos comunes me decían que estaba siendo injusto, que la chica no era separatista, que ni siquiera era del Barça. Como si ese fuera el problema. Lo que sí lo era es que tenía una hispanofobia de caballo, supongo que mamada en la escuela y en la calle, que le rezumaba por todos los poros de la piel cuando hablaba. Ni que decir tiene que acabaría alejando a mi amigo de Madrid.

Hace bastantes menos años, comencé a viajar a la tierra de la mujer de mi examigo. He visitado Barcelona aproximadamente una docena de veces y otras tantas el resto del territorio de la región. No me tengo por un experto en la materia, Dios me libre, pero algo he aprendido. Nunca olvidaré una comida en un hotel de carretera, junto a la A-2. La carta estaba escrita en Catalán, en Inglés y en Francés. El camarero al dirigirse a mí obviaba el Castellano, entiendo que de forma deliberada porque yo solo le interpelaba en se idioma, no por nada, sino porque estaba seguro de que era el único en cuyo conocimiento coincidíamos. Aun así me pude hacer entender señalando con el dedo lo que quería, como si yo fuera sordomudo o aquello el aula de un parvulario. Y es que justo al lado del nombre de cada plato había un dibujito ilustrativo. Sospechoso, pero conveniente. No, el problema no son las ideas sino la hispanofobia, y ese es un problema general de los catalanes, incluso de los españolistas. Tampoco es algo de hoy sino de hace mucho, ni algo que vaya arreglarse en un fin de semana, en el que hoy comienza. Ni en un par de docenas. Mi amigo no pudo.