La España Vacía
1.- Las pocas veces que he visto el programa de Iker Jiménez, y he asistido atónito a las historias de viajeros en tránsito por la nada y espectadores de extraños prodigios, siempre me he preguntado cómo es que a mí nunca me abdujeron los extraterrestres.
2.- Ciertamente, he estado en algunos de los parajes más despoblados del planeta que, sorprendentemente no están ni en Mongolia o Australia sino aquí mismo. Lo tengo dicho hasta la saciedad: La cara oculta de la Luna es un desierto abrasado por el frío del vacío en pleno Teruel.
3.- Lugares donde el ser humano deja de tener sentido como componente del paisaje y la civilización se bate en retirada de forma desordenada, previendo el colapso definitivo del futuro y del progreso.
4.- El despoblamiento de España es uno de los temas de los que acabó charlando con quien conozco en cuanto cojo confianza. Después de anegar los ojos con tanto vacío humano durante años de viajes apetece purgarlos con un chorro de palabras dirigido hacia el primero que atiende.
5.- Generalmente no me escuchan, pero la última vez alguien incluso me recomendó un libro: “La España vacía. Viaje por un país que nunca fue”, de un tal Sergio del Molino, en la colección Noema de la Editorial Turner. La semana pasada lo pillé en la biblioteca.
6.- Soy de la opinión de que cualquier tema es interesante si quien lo explica sabe hacerlo de forma amena y transmitiendo su pasión. Muchas horas recorriendo rincones de España donde la radio del coche solo sintoniza a lo sumo un par de canales de Radio Nacional lo corroboran.
7.- Una de las horas más entretenidas de mi vida quizá fue aquella en que recorrí Los Monegros mientras escuchaba a un tipo disertar sobre la caza de colmenas y las pautas migratorias de los enjambres. Daban ganas de aterrizar en la cinegética sin hacer parada previa en la apicultura.
8.- Del libro de Del Molino, que me ha enganchado desde el primer párrafo, la primera frase que ha capturado por completo mi capacidad emotiva es una que reza así: “Madrid sería un agujero negro en torno al que orbita un gran vacío”.
9.- Es lo que en Cosmología denominan un gran atractor. Todas las galaxias poseen uno en su centro geométrico para poder articular su giro sin disgregarse. El esqueleto de la materia es el vacío, esa es la gran paradoja del Universo. Pero esa es otra historia.
10.- De lo que quizá no haya oído hablar del Molino es de la radiación de Hawking. Fue una idea que se le ocurrió a Stephen una mañana mientras su enfermera le ayudaba a vestirse. Un tiempo de espera que aprovechaba para viajar a los lugares más recónditos de su mente.
11.- La radiación de Hawking es un proceso mediante el cual un agujero negro pierde materia, de forma tenue pero constante. El mérito de la teoría es que aunó por primera vez el paradigma de Einstein con el de la Mecánica Cuántica. Y todo mientras le abotonaban una camisa.
12.- Y el símil con mi ciudad sigue funcionando, porque si bien es verdad que Madrid lleva 5 siglos deglutiendo la población de su entorno más o menos inmediato, a ese flujo entrante se opone otro de signo contrario.
13.- Hilachos apenas. La tasa sigue siendo muy a favor de la panza de Gargantúa. Pero suficiente para que sucedan sucesos inexplicables. Uno puede encontrar a un madrileño en el lugar y en el momento más inesperados.
14.- Hay hasta un programa de televisión que va sobre eso: “Madrileños por el mundo”. Un montón de cadenas de televisión, hasta RM TV, le han copiado a Telemadrid el formato. El estribillo es pegadizo y parece que hace patria. O la exporta. A saber.
15.- ¿Quién suele charlar con la persona sentada a su lado en el metro? Pues doy fe de que si el vagón viene vacío desde el principio del trayecto la conversación será inevitable por deseable para cualquier viajero.
16.- Fue en un paraje cuyo nombre ahora no recuerdo. Sí que estaba en el entorno del Guadiana y en algún punto a uno u otro lado de la divisoria entre Ciudad Real y Badajoz.
17.- Quien haya viajado un poco sabe que por más que se llene el mapa de puestos fronterizos y aduanas no existen las fronteras sino comarcas híbridas que separan regiones que solo son netamente diferentes en sus extremos más alejados.
18.- Si vi por aquellos pagos rebaños de merinas fue en el lado castellano. Se apretujaban a la sombra de los alcornoques para huir del tedio del verano con más fresca que les era posible.
19.- Solo ellas tenían la compañía de sus congéneres. Ni un solo ser humano había visto en todo el día desde la última vez que había repostado en una gasolinera el todo terreno.
20.- Viajaba por la Ruta del Guadiana, una senda de largo recorrido que discurre a la vera del río y, como el caudal de éste, su traza a veces se desvanece para reaparecer dos o tres tramos más adelante.
21.- Llevaba tiempo conduciendo por una trocha que discurría entre encinas, quejigos y resto de la parentela de los robles. Que estaba cerca el ocaso lo pregonaban las sombras excesivamente estilizadas de las copas.
22.- Había una manada, ¿o se dice rebaño?, de gamos al otro lado de la talanquera de madera que delimitaba el camino en cierta hondonada. Paré el todoterreno lo más cerca que pude de la orilla y baje por completo el vidrio de la ventanilla del conductor.
23.- Supongo que todo el mundo lo sabe: Los animales no saben lo que es un coche, aún no han tenido tiempo de analizarlos en detalle para extraer conclusiones acerca de su naturaleza. Las más de las veces sienten más curiosidad que miedo cuando los tienen cerca.
24.- Y si no, una cómoda indiferencia. Cómoda para quien pretenda espiarlos de cerca. Tenía ante mis ojos una reunión social de alrededor de dos o tres decenas de gamos y, aunque estaba próximo a su perímetro, no había atisbo alguno de que fuera a disolverse por mi llegada.
25.- Lo recordaré todo la vida. Los machos brincaban por turnos entre las hembras para pavonearse y exhibir sus dotes atléticas. Parecían bailarines de ballet clásico ejecutando gimnásticas piruetas para no tener que dormir solos durante la noche que se aproximaba.
26.- Eran diagonales de gimnasia artística en el aparato de suelo. La muchachada femenina masticaba bellotas mientras miraba atónita a los tres contendientes que se iban rotando en sus intervenciones, imagino que para escoger al que se aproximara más al diez en ejecución.
27.- Desde mi asiento de primera fila los tres en la liza me parecieron igual de osados, elegantes y majestuosos, igual de merecedores del oro que Li Ning en las Olimpiadas de Los Ángeles.
28.- ¿Estaba ocurriendo aquello realmente ante mis ojos? El bosque tiene secretos, y algunos de ellos los desvela en el momento del ocaso. Trataba de responderme cuando en el campo de visión del retrovisor se materializó otro todo terreno.
29.- Aparcó justo tras de mí. Tenía distintivos en los costados. ¿Qué delito podía haber cometido? Es lo primero que pensó mi conciencia culpable. La magia nunca es gratis. Robarle un instante a la eternidad siempre se anota en la columna del debe del karma.
30.- El conductor bajó por la puerta del pasajero, aunque para ello tuvo que atravesar de parte a parte el vehículo. Quería su cobertura. Yo por mi parte debí estar más listo, pero me apeé por mi puerta y acto seguido la reunión social de ungulados se disolvió en un periquete.
31.- - Tranquilo –me dijo- ya volverán a reunirse en otro claro del bosque. A mi más o menos me conocen. Es a ti a quien no ponen cara -Lo cierto es que tampoco había sido una estampida en plena redada policial, más bien una quedada que se disuelve por culpa de un pesado impertinente.
32.- ¿Cuáles son las posibilidades de encontrarte con un compatriota en el otro extremo del mundo, por ejemplo en la orla del Parque Regional de Cabañeros? Si tu patria es Madrid confirmo que muy elevadas, sea cual sea el lugar elegido para dirimir la apuesta.
33.- Una vez me topé en Katmandú con uno, y aunque sé que Nepal no es tan recóndito como Castilla, la anécdota sirve de indicio de que mi afirmación es cierta. Y si aquella vez fue un té, también he compartido castizas cañas en Soria, Palencia y buena parte de los desiertos del mundo.
34.- Charlar mientras el sol se zambulle en la fronda del bosque con alguien con el que hay tanta afinidad inesperada: misma procedencia, misma carrera universitaria, misma tolerancia a la soledad, mismas ganas de ahogarla en palabras cuando la situación lo propicia
35.- Envidié por un momento su lugar en el mundo. Asistir a solas todos los ocasos al esplendor en la hierba de los gamos adolescentes. Pero en aquellos tiempos prefería mi profesión itinerante, no atarme a ningún sitio, poder partir para ver lo que hay más allá de la siguiente colina.
36.- Pero de los extraterrestres que abducen a conductores solitarios ni rastro. Y mira que he vadeado colinas. Tampoco fenómenos extraños. Alguno meteorológico quizá. Alguna granizada de proporciones bíblicas. Casi siempre en Guadalajara, no sé por qué.
miércoles, 22 de agosto de 2018
sábado, 4 de agosto de 2018
Retorno al Prado (20) - El Prado en el exilio (11) - "La lección de equitación" de Diego Velázquez
"El Príncipe Baltasar Carlos en el picadero" de Diego Velázquez (Colección Wallace, Londres)
Retorno al Prado (20) - El Prado ene l exilio (11) - "La lección de equitación" de Diego Velázquez
¿Por qué me fascina tanto en este cuadro? ¿Qué me impulsa a hablar de él antes que de otros que sufren también el exilio del Museo del Prado y podrían juzgarse de forma razonable más relevantes, más significativos o más valiosos? Los motivos son múltiples. Comienzo a enumerarlos y los dedos de la mano enseguida se me hacen escasos. En primer lugar, aunque más que fascinación en este cao es rabia, me resulta sorprendente, al tiempo que doloroso, el periplo que siguió para llegar hasta su actual exilio, aunque es una historia compartida y ya la he contado, grosso modo, porque es muy parecida, cuando hablé de “El matrimonio Arnolfini” de Jan van Eyck. Una historia en la que se mezclan la avidez sin medida de los ejércitos invasores con la estupidez de un rey y que he de rememorar muy a mi pesar demasiado a menudo mientras me documento para escribir esta serie que he titulado “El Prado en el exilio”. Pero hay más motivos, menos cargados de ira. Por de pronto Velázquez. Siempre es una alegría retornar a su mundo. Es como hacerlo al hogar. Aunque suene rimbombante, soy de la opinión de que en “Las Meninas” se esconde una verdad trascendental, no solo sobre el Arte sino también sobre nosotros mismos, y cualquier nuevo aporte o retal de información que ayude a atisbarla en la superficie del cuadro es siempre bienvenido. Una verdad que seguramente sería evidente a cualquier mirada mínimamente entrenada y avisada, pero que elude a la nuestra porque hace tiempo que perdimos la capacidad de ver con claridad el universo pictórico. En los alrededores de la ciudad de Vitoria, en el campo embarrado donde encallaron los carromatos del equipaje del rey José, se perdieron muchas trazas de lo que podríamos denominar el contexto de “Las Meninas”: “El matrimonio Arnolfini”, ya mencionado; El retrato de “José Nieto”, el hombre que abre la puerta al fondo del cuadro; Este mismo cuadro del que ahora pretendo hablar, que viene a ser como el reverso de la obra cumbre de Velázquez. En algún lugar leí una vez, en la reseña de alguna exposición supongo, que el ala donde tiene lugar la lección de quitación y que retrata el pintor sevillano es justamente el exterior del cuarto del príncipe Baltasar Carlos. No sé si es otra broma más perpetrada por mi memoria -o desmemoria- y mi imaginación en entente cordial porque he sido incapaz de recuperar el texto donde lo leyera, pero tiene sentido. ¿Dónde mejor que al lado de sus aposentos podría realizarse la lección de equitación del heredero? Sabemos que a su muerte Velázquez heredó el dormitorio del príncipe para armar su taller. Es un dato contrastado. Sabemos asimismo que le unía un enorme afecto con el efigiado, al que retrató a lo largo de su vida numerosas veces. Este cuadro que pintara Velázquez unos 20 años antes que “Las Meninas” podría ser su reverso, o su anverso. El balcón al que se asoman los reyes para ver cómo se desenvuelve su hijo durante la lección, podría ser lo que hay al otro lado de las ventanas que iluminan la cara de la infanta Margarita. ¿No sería fascinante? A mí al menos así me lo parece. Una de las varias explicaciones ensayadas para “Las Meninas” es que podría tratarse de una confirmación implícita de la infanta Margarita como la nueva heredera de la corona. Luego nacería Felipe III y el cuadro perdería este significado en particular, si es que alguna vez lo tuvo. De igual modo, “La lección de equitación” podría ser una forma de explicarle a quien le estuviera permitido mirarla, que el príncipe Baltasar Carlos era el legítimo heredero al trono, no solo ya por su linaje sino también por atesorar las cualidades necesarias para el mando, que quedarían perfectamente reflejadas en su apostura y gallardía encima del caballo. De que el príncipe era un chico hermoso cargado de cualidades no nos cabe la menor duda si contemplamos la serie de retratos que le hizo Velázquez a lo largo de su vida, él que no era dado a la adulación, al menos cuando pintaba, que mostraba exactamente lo que veía su ojo, incluyendo la fealdad o las tinieblas que albergaran el alma de aquel a quien estuviera retratando, y aun y con eso, sin hacer ofensa alguna, desde el respeto absoluto, sin vulnerar su intimidad, su derecho a guardar dentro de sí el secreto. En este contexto “La lección de equitación” es otra muestra más de ese afecto que Velázquez sentía por el heredero. Nada quedó escrito acerca del posible amor que Velázquez sintió por sus propios hijos. Su obra pictórica es una prueba fehaciente y continuada del que sintió por el de Felipe IV y su familia. Pero hay una razón más. “La lección de equitación” no es un cuadro muy conocido dentro de la producción de su autor. No suele salir además de Inglaterra. Es carne de cañón de monografías, en todo caso, y rara vez acude a alguna exposición en el extranjero. El impacto que me ocasionó cuando supe de él fue enorme. El universo velazqueño, aunque intenso, no es muy extenso y cualquier nuevo astro en su firmamento llama poderosamente mi atención. Además, este brilla con luz propia, al tiempo que lo hace también con luz refleja, si se me permite la expresión, luz captada de “Las Meninas”. Por último, aunque no menos importante, quizá lo más vital para lo que nos importa: Se trata de la última obra de gran formato en manos privadas que existe de Velázquez. Un retorno del exilio sería remotamente posible. Todo lo anterior dicho de una tacada, sin cambiar de párrafo, casi conteniendo la respiración.
Aunque puede sonar cruel, tiene razón Car Justi (“Velázquez y su siglo”. Editorial Espasa Calpe, 1999) cuando afirma que el príncipe Baltasar es una de esas figuras históricas que sólo el arte ha salvado del olvido. Fruto del primer matrimonio de Felipe IV con Isabel de Borbón, murió en plena adolescencia, si bien tuvo el privilegio de ser retratado a lo largo de su corta vida en numerosas ocasiones por Velázquez. Nació cuando el pintor estaba aún en Roma, y la necesidad de ser retratado de forma oficial por el único artista que estaba habilitado para tal fin fue una de las razones esgrimidas para exigir su vuelta. Hasta el momento la reina solo había parido niñas, que además no habían sobrevivido. Por eso la alegría del rey era exultante, y por doble motivo: un heredero varón y en apariencia robusto y sano. Carl Justi refiere una anécdota, narrada por el embajador de la corte imperial austriaca en Madrid, Khavenhüller, sobre la felicidad de Felipe IV: “El rey, se ha mostrado tan contento y alegre que ha hecho abrir las puertas para que pudiera entrar todo el mundo, hasta los portadores de sillas de mano y los marmitones [pinches de cocina], en los aposentos más íntimos de Su Majestad, para que le diesen los parabién, y ha permitido que todos le besen la mano”. El propio Justi remata y apostilla la anécdota de su propia cosecha de una forma muy pintoresca: “Un cocinero se presentó con la cara grasienta y el cucharón debajo del brazo y gritó: «¡Alegría, Filipete!»”.
El príncipe Baltasar Carlos nació en 1629. Es cierto que su vida apenas trascendió a los libros de historia. No le dio tiempo a acumular méritos, ya que murió siendo apenas un mozalbete, con 16 años de edad. Velázquez no regresa a Madrid hasta el mes de enero 1631. Se presenta ante el rey Felipe IV para besarle la mano, agradecerle el que no se hubiera dejado retratar por ningún otro pintor y para hacerse cargo del encargo recibido. De pocas semanas después es quizá la ejecución del primer retrato conocido de Velázquez del príncipe Baltasar Carlos, hoy en el Museo de Bellas Artes de Boston, el impresionante “Don Baltasar Carlos y un enano”. Con un año y cuatro meses de edad, el heredero de corona es objeto de un homenaje en marzo de 1631 por parte de la nobleza, el clero y las corporaciones castellanas en la Iglesia de San Jerónimo del Prado de Madrid. Allí permaneció encerrado durante cuatro horas, nos informa Justi, sentado en una sillita, derecho y firme, sin perder nunca la compostura, sin llorar, sin dormirse, en definitiva, sin adoptar actitudes impropias de una ocasión tan solemne pero, por otra parte, que serían de esperar, al menos de forma esporádica, en un niño de apenas tres años.
“El príncipe Baltasar Carlos con un enano” (Museum of Fine Arts, Boston)
A Justi el retrato le parece un capricho pueril de los padres, del que se hace cómplice el pintor. Así lo describe el erudito alemán:
“Está en pie, un tanto retirado, vestido con un atuendo infantil largo, cónico, verde oscuro, bordado de oro. Una cabecita rubia con cabellos y aplastados, ligeramente rizados en las sienes; la cara está en plena luz; solo los ojos oscuros, que tenía de su madre, dan un poco de fuerza y vida a su delicada redondez, aunque no hay aun en ellos una verdadera mirada. Este embrión de rostro humano descansa en un cuello de puntillas y luego el comienzo de una armadura, y en el lugar del babero, un peto de acero. Descansa la siniestra en una espada infantil y tiene en la diestra un bastón de mando con gesto de heredero del trono, aunque, por el momento, le sirve más bien de sostén; su primera empresa real era tenerse en pie con bizarría.
Este muñeco rubio flota en un mar de magnífico rojo real. En lo alto cortina púrpura; detrás, al nota más oscura del tapete, tapiz escarlata con flores negras; hay, además, cojines rojos para el sombrero de terciopelo, con cintillo de tela de oro y blancas plumas de avestruz. No lleva sobre sí otra cosa roja fuera de la banda.
Dos pasos ante él marcha un enano vestido de verde oscuro con una especie de delantal blanco. Anima a su señor a que el siga con un cascabel de plata, que arbora como un caduceo, y con una manzana. Ha sido tomado en el instante en que volvía su cabezota hacia atrás, pues Su Alteza se ha detenido para escuchar; en todo caso. Mantiene su apática dignidad frente a la seducción de la música aquella. Este perro doméstico con faz humana tiene una cabeza de niño degenerado, con frente prominente, ojos saltones, nariz chata y labios abultados. Sombras oscuras le dan un fuerte relieve. Tal era el gusto de elegir compañeros de la misma edad. Cuando el matrimonio Olivares le llevaba a sus jardines, buscaba para divertirle chiquillos de la calle”.Se trata, sin embargo, de un retrato de profundo significado. El príncipe, a pesar de ser apenas un retaco, muy guapo, eso sí, se presenta con todo el boato y la parafernalia propia de un heredero de la corona. Aparece vestido con peto de acero damasquinado y adornado con la banda púrpura características de los tercios españoles. Tiene la mano izquierda apoyada en el pomo de una espada diminuta, acorde a su tamaño, mientras en la derecha porta la bengala o bastón de mando. El sombrero que descansa sobre el cojín de terciopelo, con detalles de pasamanería en oro, situado en primer término y a la derecha, le identifica como general en jefe de los ejércitos. A la derecha y en un primer plano, ocupando un lugar destacado dentro de la composición, aparece un enano con rasgos infantiles, que en contraste con el hieratismo del príncipe, muestra una actitud más natural y transmite movimiento. El enano luce una golilla almidonada sobre la que es visible un collar de cuentas negras. En forma de bandolera, a imitación de la banda militar del príncipe, luce un cinto de piedras que cruza su pecho. Parece la caricatura de Baltasar Carlos, su contrapunto, convocado a la escena para resaltar por contraste las virtudes del heredero, tanto en lo físico como en lo moral.
En el siglo XIX el cuadro adornaba Castle Howard, donde se considerada un retrato de un príncipe de Parma de mano de Correggio. Se ha querido identificar al enano con el vizcaíno Francisco Lezcano, el “Niño de Vallecas”, persona de placer muy ligada a Baltasar Carlos, pero las fechas no cuadran ya que se cree que no entró al servicio del príncipe hasta dos años después de la supuesta fecha del cuadro, es decir, hasta 1634. En todo caso, muestra rasgos infantiles y podría tratarse de un compañero de juegos habitual. Porta en una mano un sonajero, que imaginamos generará música al compás de su caminar, y en la otra una manzana, símbolo del orbe mundial, sobre el que reina en ese momento el rey Planeta, esto es, Felipe IV, y algún día lo hará su heredero, Baltasar Carlos. El enano parece querer tentar al príncipe para que le siga, para que se sume a su desfile de broma, pero éste se muestra impasible, hierático, como si fuera una estatua viviente. Parece la efigie de un sello. Ni siquiera le dedica una mirada a su compañero de fatigas, haciendo gala de un enorme dominio de sí, ya que lo lógico es que un niño quiera sumarse a la algarabía y persiga la música allá donde la escuche.
“Francisco Lezcano, el niño de Vallecas” de Diego Velázquez (Museo del Prado, Madrid)
Existe un retrato muy parecido al del museo de Boston, actualmente en la colección Wallace de Londres, que muestra al príncipe en una postura muy similar, aunque sin acompañamiento y quizá con uno o dos años más de edad. Algunos creen que este es el retrato conmemorativo de la jura de fidelidad de las cortes castellanas al príncipe. Parece más formal, lo que cabría esperar para ilustrar una ocasión tan solemne. Pérez Sánchez cree que el retrato con enano “no se aviene demasiado con un retrato de corte oficial”, y propone el óleo como ejemplo de un cuadro dentro de un cuadro. Según esta apasionante teoría, el enano del primer término estaría siendo retratado por Velázquez delante del cuadro de su señor el príncipe Baltasar realizado en 1631. Un fascinante truco de magia, por otra parte muy propio del genio creativo de Velázquez. Esto permitiría retrasar la fecha de realización de la obra hasta 1634, momento en el que Francisco Lezcano entra al servicio del príncipe. Con razón el pequeño príncipe sería capaz de mantener la compostura ante las payasadas de su diminuto amigo.
“El príncipe Baltasar Carlos” (Wallace Collection, Londres)
De aproximadamente las mismas fechas que el retrato de la colección Wallace es “La lección de equitación”, cuadro cuya asignación a Velázquez se puso en duda en el pasado, pero que hoy casi nadie cuestiona como del pintor sevillano. No me resisto a la tentación de acudir de nuevo a la prosa de Carl Justi para introducir esta obra: “Olivares y su mujer [presentes ambos en el lienzo], dispuestos a evitar que manos extrañas tomasen a su cuenta el modelado de tan blanda arcilla, se consagraron con gran celo a educarlo conforme a su condición. Por la tarde divertía al chico en aquel su gallinero del que salió el Buen Retiro. Imagínese la pesada figura, cargada de espaldas, con su cabeza inquietante, con su peluca rojiza, convertida en niñero. A los cinco años ya era capaz de recitar sin tropiezos, en las audiencias que daba los embajadores, las respuesta que le preparaba la gibosa dama”. Hay que recordar que el Conde-Duque de Olivares se convirtió en un heredero más del gobierno de Felipe III, y quizás el más agraciado en el reparto, incluso más que su majestad, gracias a haber sido el tutor de Felipe IV. Se pegó a él como una lapa cuando era un tierno infante y no se separó de él hasta recibir todas las prebendas del poder absoluto. Está claro que con Baltasar Carlos pretendía repetir la jugada para poder perpetuar la situación de privilegio para su familia durante otra generación más.
Nos cuenta Justi que el príncipe fue muy precoz en la ejecución de ejercicios caballerescos, y que a Felipe IV le deleitaba ver en su hijo una miniatura de sí mismo como adalid de la Cristiandad. Por cartas que se conservan, se sabe que trataba de hacer partícipe a su hermano Fernando, el futuro vencedor de la batalla de Nördlinguen, de los avances de su sobrino, y que éste enviaba al chico regalos para estimular su aprendizaje como gallardo guerrero. Uno de estos presentes bien podría ser el pony que monta el heredero en “La lección de equitación”, y que Justi aventura que podría haber sido expedido desde Lombardía en 1632, junto a una armadura y dos galgos enanos. En la carta adjunta a los presentes, Fernando describe al animal como “[…] un diablillo al que hay que tener por las riendas como Dios manda y antes de montarlo hay que darle una docena de fustazos para que tome miedo, pues sino, tiene malos abrazos; pero luego marcha como un perrillo”. Desconozco si es el caballo ideal para prender a montar. Nada sé de equitación. Aunque quizá sí, me dice la lógica, al tratarse de un animal al que hay que imponerse al inicio, aunque tampoco ello plantee excesivas dificultades, por lo que se le ha de suponer cierto nervio, pero que luego se muestra dócil durante la monta.
El Conde-Duque de Olivares era amigo personal del pintor Francisco Pacheco, maestro, mentor y, además, suegro de Velázquez, siendo asiduo a las tertulias que organizaba en su casa en Sevilla. Podemos decir que tanto suegro como yerno formaban parte del “partido político” de Olivares, habiendo sido además el segundo recomendado por el valido del rey a la hora de acceder al cargo de pintor oficial de la corona. Era mucho lo que tenía que agradecerle. Así que no es extraño que Olivares aparezca en la composición del cuadro, ya se trate, como afirman la mayoría de autores, de un encargo privado del político de cara a fortalecer su imagen y mostrar su enorme influencia en la corte, ya se trate, como apuntan otros, de un encargo del rey para conmemorar la primera lección de equitación de su primogénito y heredero.
En primer término y a la izquierda del lienzo aparece el príncipe Baltasar Carlos cabalgando sobre un pony, al que hace ejecutar una impecable pesade, una suerte de la doma clásica, impecable según la opinión de Carl Justi. Con el puño izquierdo apoyado en la cadera y el codo abierto, con la siniestra agarrando las riendas de su montura, y esa expresión de confianza y disfrute dibujada en el rostro, con una mirada triunfante dirigida hacia el espectador, cuesta creer que se trate de un niño de apenas cinco años en su primera toma de contacto con el picadero. Ni aunque fuera la segunda o la vigésima. No es de extrañar el orgullo paterno. El príncipe viste un coleto negro, porta en la cabeza un sombrero del mismo color, del que se desparrama un torrente blanco de plumas que sombrean su frente.
El resto de figuras del cuadro están pintadas con un grado decreciente de detalle a medida que se sitúan más cerca del fondo, hasta perder la corporeidad y parecer espectros los personajes asomados al balcón del palacio, en especial la niña, que hasta se transparenta. Esa economía en la pincelada de Velázquez, ese insinuar más que concretar, otorga al cuadro un ambiente como de ensoñación, como si lo que se representa no fuese real del todo, solo un espejismo en espera de volverse tangible por mor del arte.
“Lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos” (Detalle) de Velázquez (Colección Duque Westminster, Londres)
En segundo término y a la derecha del príncipe, se sitúan el Conde-Duque de Olivares, que recibe de manos del ayuda de cámara de Baltasar Carlos, Alonso Martínez Espinar, una lanza para la justa, que parece translúcida si acercamos la mirada, como si hubiese sido fabricada con cristal de Murano en vez de madera. Junto a ellos, a su izquierda, se sitúa Juan Mateos, montero mayor del rey, con el sombrero en las manos en señal de respeto. Al otro lado del caballo, junto a la cola, aparece otro personaje, que se ha identificado con Francisco Lezcano, el niño de Vallecas, si bien a mí me parece un adulto, en todo caso un personaje notablemente avejentado respecto al enano que aparece en el retrato de Boston, que fue pintado solo un par de años antes. Aunque el nivel de detalle en este caso impide las certezas, solo hace posibles las conjeturas. Según Justi, el enano tiene en las manos un látigo. Quizá haya sido el encargado de propinar al inicio de la lección ese castigo preventivo al caballo que prescribe el Infante don Fernando en su carta. En 1619, Baltazar de Zúñiga y Velasco, un personaje de la nobleza con una larga trayectoria al servicio ya de dos reyes, se convierte en el preceptor del príncipe heredero. A la muerte de Felipe III el 31 de marzo de 1621, el heredero pasa a convertirse en Felipe IV y Baltasar de Zúñiga ve mejorado notablemente su estatus en la corte al convertirse en el valido del rey, algo así como un primer ministro y favorito del titular de la corona. Pero esta situación de privilegio dura poco, ya que Zúñiga muere poco después, al año siguiente, el 22 de octubre de 1622 para ser más exactos. Sin embargo, todo queda en familia al heredar su puesto de privilegio su sobrino carnal Gaspar de Guzmán y Pimentel, entonces Conde de Olivares, que venía desempeñando el cargo de ayuda de cámara del rey Felipe IV desde 1615, es decir, cuando aún era príncipe. El nuevo rey era una persona de notable inteligencia, muy superior en todo caso a la de su padre, pero carente de confianza en sí mismo. Eso le hizo adquirir una relación de amistad y dependencia desde el principio con Olivares. En 1625 le fue concedido por Felipe IV el título de Duque de Sanlúcar la Mayor, ducado creado ex professo para ennoblecer y agasajar aún más si cabe su persona, pasando a ser conocido desde entonces como Conde-Duque de Olivares.
“Lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos” (Detalle) de Velázquez
(Colección Duque Westminster, Londres)
Con perilla y entrado también en kilos, Alonso Martínez Espinar se parece en su porte y aspecto al conde duque, al que no obstante hace un amago de reverencia como para dejar bien claro al espectador del cuadro cueles son los rangos respectivos. Se trata del ayuda de cámara del príncipe Baltasar Carlos, encargado del adiestramiento del heredero en las artes de la caza, y entre cuyos cometidos estaba portarle las armas al niño durante las monterías: arcabuces, ballestas, lanzas, y lo que hubiere menester, hasta que éste tuviese que hacer uso de ellas. Hombre tremendamente experto en cuestiones cinegéticas, redactó y publicó una obra titulada “Arte de la ballestería y montería” (Madrid, 1644. Con una segunda edición en 1739, en Nápoles), en la que se describe con minuciosidad las diferentes técnicas de caza, entre ellas la caza con tela, de la que el propio Velázquez dejó también testimonio gráfico. El pintor poseía en su biblioteca un ejemplar de este libro, dedicado al alumno del autor, al príncipe Baltasar Carlos, a quien van dirigidas las lecciones en el contenidas y en cuyo preámbulo se advierte que fue escrito “como método para excusar la fatiga que ocasiona la ignorancia”.
Existe un retrato de este mismo personaje en el Museo del Greco de Toledo, de autor desconocido, pero en el que se ha querido ver la huella del taller del pintor sevillano. Tal vez se trate de una copia de un original del propio Velázquez o de una obra atribuible a uno de sus discípulos o ayudantes. En todo caso, su ejecución descuidada descarta que se trate de una obra de mano del maestro. La identificación del retratado es posible porque su nombre aparece inscrito en una cartela adherida al marco de la obra. Con bigote y barba recortados, viste una camisa blanca de cuello abierto y cubre su cabeza con un sombrero redondeado. Su silueta se perfila sobre un fondo neutro oscuro muy velazqueño. Porta en su mano un objeto alargado de madera que apoya en su hombro. La lógica lleva a pensar que se trata de un arcabuz.
“Retrato del arcabucero de Felipe IV Alonso Martínez de Espinar” de autor anónimo
(Museo del Greco, Toledo)
Alonso Martínez de espinar entró al servicio de Felipe III como paje y, posteriormente, fue su Ballestero. Continuó como ballestero mayor al servicio de los reyes Felipe IV y Carlos II, hasta su muerte, el 14 de mayo de 1682. En el retrato del Museo del Greco, el montero mayor aun es joven y recuerda a algunos personajes secundarios que Velázquez incluyó en algunas de sus obras de la década de 1620, como, por ejemplo, en “El almuerzo”, del Ermitage. El Prado posee un segundo retrato del personaje, esta vez reflejándolo en su madurez, también de atribución problemática y que se ha encajado en el incierto y socorrido entorno de Velázquez (discípulos, seguidores, imitadores, ayudantes) para evitar quebraderos de cabeza y tener que hacer apuestas arriesgas proponiendo nombres concretos.
“Retrato de Alonso Martínez Espinar” de autor anónimo (Museo del Prado, Madrid)
A la izquierda y algo por detrás de la pareja formada por el Conde-Duque y Martínez Espinar, se sitúa Juan Mateos, que completa el trío de servidores del príncipe, en actitud expectante, con las manos ante sí, apoyadas en su regazo. No alcanzamos a ver si agarrando su sombrero, pero podría ser al llevar la cabeza descubierta. Una apostura corporal que indica que asiste de forma pasiva, como mero espectador, a algo solemne que tiene lugar ante su mirada, que le trasciende y en lo que no puede verse involucrado sino como testigo: El traspaso de armas del montero mayor al Conde-Duque, para que éste último a su vez se las haga llegar al heredero.
Juan Mateos pertenecía a una ilustre dinastía extremeña de ballesteros que a lo largo del siglo XVII estuvo al servicio de los tres últimos reyes de la Casa de los Austrias (Felipe III, Felipe IV y Carlos II). Acostumbrado desde muy chico a portar armas al acompañar a su padre en las cacerías en las que servía a su señor, llegó a hacerse muy diestro en su manejo, sobre todo de la ballesta. Llegó a ser ballestero mayor tanto de la reina Margarita de Austria como de su esposo el rey Felipe III, pasando tras la muerte ambos al servicio de su hijo, Felipe IV. En 1634, precisamente el año de su muerte, Juan Mateos publicó en Madrid un libro capital en el género de la cinegética: “Origen y dignidad de la caza”, que el autor dedicó al Conde-Duque de Olivares, en el que recogió toda la experiencia que como cazador había atesorado a lo largo de su vida. Destaca en el texto la siguiente sentencia: «La caza es la mejor manera de enseñar la teoría y la práctica de las artes militares». Frase que viene muy al pelo porque el cuadro de Velázquez bien puede considerarse un retrato de la educación del príncipe. La equitación se consideraba un arte que enseñaba la práctica del buen gobierno en aquellos que estaban destinados a ejercerlo. Y la cinegética no deja de ser un simulacro de la guerra.
“Lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos” (Detalle) de Velázquez
(Colección Duque Westminster, Londres)
Juan Mateos y Alonso Martínez Espinar llegaron a ser familia política al casarse un hermano del primero, también ballestero de Felipe IV, con la hija del segundo. Para dar cuenta de que el universo de los Austrias era endogámico hasta el paroxismo, no solo en el estamento regio, baste con decir que de esta unión nació un niño que también llegó a ser ballestero de Felipe IV, y luego de su hijo Carlos II. Es de suponer que todos ellos pertenecieron al séquito del Conde-Duque de Olivares. Detalle este último importante como luego veremos, porque una de los objetivos que se atribuyen al cuadro es la exaltación de la figura del Conde-Duque de Olivares, el tratar de alertar sobre su papel protagónico dentro de la corte madrileña. No hay que olvidar que el propio Velázquez pertenecía a ese sequito, que su pertenencia a él le permitió llegar a Madrid y asentarse en palacio y luego ascender rápida e ininterrumpidamente de categoría dentro su esqueleto burocrático.
“Lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos” (Detalle) de Velázquez
(Colección Duque Westminster, Londres)
En cuanto al grupo que contempla desde el balcón el desempeño de Baltasar Carlos como alumno ecuestre, éste lo conforman sus padres, los reyes Felipe IV e Isabel de Borbón, entre los que se cuela la figura de la condesa de Olivares, camarera mayor de la reina y aya del príncipe heredero, lo que hoy entenderíamos como babysitter, aunque no nos al imaginamos cambiando pañales, quedando a la derecha la pequeña figura de una niña, que algunos autores creen que es la infanta María Antonia Dominica Jacinta de Habsburgo, nacida en 1635 y muerta apenas un año después. La identificación de este último personaje es sumamente importante, porque esta solución permitiría datar el cuadro con bastante exactitud. Sin embargo, surgen los problemas. El primero lo planteo yo, atreviéndome a corregir a gente con infinitamente más ojo y conocimiento que un servidor, y que nos sería otro que el parecerme una niña algo crecidita ya como para tratarse de un bebe de tan solo un año o poco más. El segundo es que en 1635 el príncipe Baltasar Carlos tenía 5 años, por otra parte, curiosamente la edad de la Infanta Margarita en “Las Meninas”, y la edad del jinete, como ocurre con la de aquella que probablemente sea su hermana, parece también algo superior a la que le correspondería según la fecha de datación que se propone. Buscar alternativas en el “libro de familia” del matrimonio real, aparte de un esfuerzo infructuoso, es un verdadero dolor. Cuatro hermanas mayores tuvo la pequeña María Antonia, pero no llegó a conocer a ninguna, ya que todas habían muerto hacía mucho cuando ella llegó a este mundo. En cuanto a sus dos hermanos mayores, uno es el protagonista del cuadro y el otro murió el mismo día de su alumbramiento, acaecido un año antes que el suyo. Los propios nombres de los hermanos parecen a veces un ejercicio de humor macabro. Así, por ejemplo, la primogénita se llamó María Margarita, muerta nada más nacer, mientras que a la segunda, muerta al mes, la llamaron Margarita María, trocando simplemente el orden de los elementos, como si hubiese miedo de malgastar nombres en vista de las escasas perspectivas de supervivencia de los bebés. De las tres hermanas que tuvo la pequeña María Antonia -una de ellas solo por la vía paterna- que compartieron el nombre de Teresa, por otra parte ninguna de ellas coetánea suya, solo una llegó a la edad adulta, la que llegaría a ser la esposa de Luis XIV de Francia. Por cosas como estas uno entiende el carácter taciturno de Felipe IV al final de su vida.
Dos personajes más al menos completan el grupo del balcón, pero apenas se vislumbran. Se transparentan como si se tratase de personajes de una ensoñación o habitantes de un mundo meramente espiritual y las almas fuesen de material cristalino, como la lanza que le tiende Alonso Martínez Espinar al Conde-duque.
Tras el trío de servidores del príncipe y del enano situado al otro lado del caballo hay una estructura, que se intuye efímera, desmontable, cuyo función debe ser la de la práctica de la equitación. Es una especie de ruedo que permite la práctica de la monta en círculo. Quizá demasiado pequeño para entrenar la justa, que es lo que sugiere la ceremonia de la entrega de la lanza. Aunque Baltasar Carlos es el eje de giro de la historia que narra del cuadro y también el centro geográfico de la imagen, tal como la infanta margarita lo es en “Las Meninas”, las sospechas acerca de quien recibe el homenaje recaen en el Conde-Duque de Olivares. Los expertos coinciden en que la “Lección de quitación” es una conmemoración de la asignación del valido del rey como mentor del príncipe. Es una ocasión importante: Su ascendente sobre la familia real amenazaba con prolongarse a una generación más. Muy probablemente fuese él mismo quien hiciera el encargo de la pintura a Velázquez. Sospecha que viene a medio confirmarse por la pertenencia de la obra a su familia solo una década después de ser pintada. Está entre las pertenencias de la mujer de don Luis de Haro, su sobrino y también sucesor en el cargo de valido tras su caída en desgracia al serle retirado el favor de Felipe IV, cuando muere y se hace relación de su legado testamentario. Esta es la primera referencia escrita de la obra. El beneficiario de este primer cambio de propietario del que se tiene registro será el propio marido de la difunta. Y seguirá estando en el patrimonio familiar durante algunas generaciones más. La hereda primero el Marques del Carpio y Heliche, hijo de Luis de Haro y uno de los coleccionistas de arte más famosos del siglo de oro. El propio hermano del marqués la adquiere más tarde en su almoneda.
Existe una variante de la obra en la Wallace Collection de la Apsley House londinense, la residencia del primer Lord Wellington. Este museo se nutre con varios cuadros de Velázquez procedentes del equipaje del Rey José que Fernando VII no quiso repatriar. En esta variante no aparecen ninguno de los servidores del príncipe, probablemente porque fue pintada cuando el Conde-Duque ya había caído en desgracia, lo cual sucedió en 1643. Tampoco son reconocibles los reyes en el balcón. La muerte de la reina tuvo lugar un año después del destierro de Olivares y es posible que se suprimiese de esta nueva versión por ese motivo. Lo que está claro es que debió pintarse antes de la muerte del príncipe, ocurrida en 1646, pues en otro caso la obra no tendría sentido. Así que lo más probable es que se ejecutase en 1645. La historiadora del arte Enriqueta Harris apunta a la posibilidad de que el príncipe aparezca en esta segunda versión con el pelo más largo que en la primera para parecer algo mayor y hacer su aspecto un poco más acorde al que debía tener en ese momento. En esta variante hay dos enanos. Uno de ellos, el situado a la derecha, recuerda vagamente a Nicolasito Pertusato, el enano que hostiga al mastín en “Las Meninas”. Como él, también tiene el pelo muy largo. También se ve una estructura de madera que recuerda a las de las justas medievales y lo que parece un trono al fondo.
La autoría de ambas obras es tema de debate desde hace dos siglos. Existe cierto consenso en torno a que la versión de la Colección del Duque de Westminster es obra de Velázquez y en que la de la Wallace Collectión es obra de su yerno y discípulo Juan Bautista Martínez del Mazo, quien, además, en 1645, la fecha más probable para su ejecución, era pintor de cámara del príncipe, existiendo una relación muy estrecha entre ambos. El príncipe fue el padrino de uno de los hijos del pintor, el nacido precisamente en 1645, que además también se llamaría Baltasar. Lo que parece fuera de toda duda es que alguno de los dos cuadros sea un boceto de un original desaparecido de Velázquez, o una copia posterior de algún otro pintor, tesis a las que se dio crédito durante algún tiempo y tuvieron cierto recorrido. A Camón Aznar, uno de los historiadores del arte más prestigiosos que ha habido en España, le parecía sorprendente que hubiera quien se atreviera a poner en duda la autoría de Velázquez de cualquiera de las dos versiones. Por cierto, a la versión de Apsley House se la conoce más bien como “El príncipe Balatsar Carlos en el picadero”, y tiene sentido. Al no haber profesor alguno no parece que pueda tratarse de una lección, sino la práctica ecuestre de un jinete ya consumado, lo que concordaría con el paso de los años transcurridos entre ambas versiones. Ya no es que sobrara concretamente Olivares en la imagen por el hecho de haber caído en desgracia, es que estaba de más cualquier profesor ya que a esas alturas se le debía suponer al heredero de la corona alguna pericia, si no toda, en el arte de la equitación.
“El príncipe Baltasar Carlos en el picadero” de Juan Bautista Martínez del Mazo
(Wallace Collection, Londres)
(Wallace Collection, Londres)
La versión de la Colección Duque Westminster permaneció en España hasta el año 1739, primero como propiedad de la familia de Olivares, perteneciendo a diversos integrantes de la dinastía, después como propiedad del décimo Duque de Alba, quien heredó todos los títulos de la casa de Olivares al casarse con la viuda del último brote del árbol genealógico. El año de la muerte del décimo Duque de Alba, 1739, coincide en el tiempo con el año del retorno a Italia del cardenal Silvio Valenti Gonzaga, nuncio papal en España durante el trienio 1736-1739. En esos pocos años le dio tiempo a reunir una pequeña pero muy sólida colección de cuadros de pintores españoles, entre ellos varios de Velázquez, incluyendo en ese selecto núcleo la “Lección de equitación”, muy probablemente regalada por el Duque de Alba al prelado, aunque también pudo adquirirla en su almoneda, si es que la hubo.
Valenti Gonzaga era un ávido coleccionista de arte y el orgulloso poseedor de una vasta pinacoteca, junto a la que quiso posar para la posterioridad. Para ello encargó al artista Giovanni Paolo Panini que le retratase en su galería privada. Panini era un pintor, arquitecto y escenógrafo, que se especializó en el retrato de ruinas clásicas y de galerías de pinturas, en las que los cuadros reflejados eran reales. En “Interior de la galería de pinturas del cardenal Cardinal Silvio Valenti Gonzaga”, obra que actualmente se expone en el Wadsworth Atheneum de Connecticut, Panini sitúa la “Lección de equitación” en el panel frontal situado a la derecha del arco de entrada a la estancia posterior de la galería, concretamente en el extremo derecho de la segunda hilera horizontal de pinturas comenzando por arriba. El ufano propietario de tal despliegue pictórico es el personaje vestido de púrpura situado al pie de la columna derecha. Si en la mayoría de los casos sabemos de la pertenencia de una obra a un determinado propietario en un determinado momento a través de inventarios de las existencias en el hogar del personaje, generalmente listas de las pertenencias heredables elaboradas a la hora de redactar su testamento, la obra de Panini nos ofrece una excepción ciertamente singular a esta norma redactada con la costumbre, una relación gráfica de posesiones elaborada mientras el propietario aún disfrutaba de ellas a plena satisfacción. No hay más que verle ahí plantado. Su ego parece colmar por completo el espacio que no ocupan los cuadros en las dos inmensas estancias.
“Interior de la galería de pinturas del cardenal Cardinal Silvio Valenti Gonzaga”
de Giovanni Paolo Panini (Wadsworth Atheneum, Connecticut)
de Giovanni Paolo Panini (Wadsworth Atheneum, Connecticut)
“Interior de la galería de pinturas del cardenal Cardinal Silvio Valenti Gonzaga” (Detalle)
de Giovanni Paolo Panini (Wadsworth Atheneum, Connecticut)
de Giovanni Paolo Panini (Wadsworth Atheneum, Connecticut)
La “Lección de equitación” no duró mucho en Italia. A la muerte de Gonzaga Valenti, en 1756, su colección es heredada por su sobrino, que inmediatamente comienza a disgregarla a través de continuas ventas. No se sabe muy bien cómo ni en qué momento concreto la obra cruza medio continente y el Canal de la Mancha para ir desde Roma hasta Londres, pero aparece mencionada en la capital inglesa en 1806 dentro del catálogo de subasta de la colección de cierto caballero inglés, Welbore Ellis Agar, siendo adquirida por Lord Grosvenor, futuro Marqués de Wesrminster.
Más dramático, más difícil de asumir, es el periplo seguido por la otra versión de la obra, “El príncipe Baltasar Carlos en el picadero”. La historia ya la he contado alguna vez y no me apetece tener que repetirla porque se me llevan los demonios cuando lo hago, pero haré un resumen somero: El rey José Bonaparte arrambla con ella, como con otras muchas obras de arte y enseres valiosos de los reales lugares de la corona española cuando tiene que huir de España, esta vez de forma definitiva. En los alrededores de Vitoria un convoy interminable de carromatos cargados de tesoros se atasca en el barro ocasionado por unas lluvias acaecidas días atrás. Después de una persecución que ya dura semanas, los ejércitos francés e inglés percuten por fin el uno contra el otro y parte de los efectivos de ambos contingentes terminan luchando entorno al desguarnecido botín como aves de rapiña. Se trata más de avaricia que de deseos de decantar la suerte del día hacia sus respectivos bandos. Tras la batalla, el Duque de Wellington, comandante del contingente británico, logra recuperar parte del tesoro desperdigado entre la tropa conminando a su devolución a los soldados bajo su mando y confiscando lo que está en posesión de los prisioneros franceses. Varias veces intenta devolverlo todo a su legítimo dueño, Fernando VII. Éste, para quitarse de encima a un pesado que no hace más que atosigarle con un asunto que no le interesa, decide legárselo todo como pago a los servicios prestados. Un salario muy elevado, ya que Wellington lo que ha hecho básicamente durante aquellos 4 años es dedicarse a arrasar media España, sobre todo Galicia y la mitad norte, practicando la táctica de la tierra quemada mientras huía de Napoleón, de aquí para allá, como una gallina asustada, dejando tras de sí un reguero de destrucción y a la población autóctona desguarnecida y a merced de los invasores.
Las afinidades entre la “Lección de equitación” y “Las Meninas” son en su mayoría evidentes, y algunas muy notables y sorprendentes. Es como si la primera obra hubiera sido en buena medida un experimento, o un primer ensayo, que hubiera permitido concebir la segunda dos décadas más tarde. Dichas afinidades son las que se indican a continuación:
1.- En ambas obras el centro geométrico del cuadro es el heredero al trono en el momento de ser pintadas, aunque con el tiempo no llegarán a ser coronados. En la “Lección de equitación” es el príncipe Baltasar Carlos, que morirá 10 años después de la fecha de ejecución. En “Las Meninas” es la infanta Margarita, que dejará de ser la heredera al nacer su hermano, el futuro Carlos II.
2.- En ambas obras se escenifica y se expone esa condición como herederos de los protagonistas. En la “Lección de equitación” una de los elementos fuertes en la narración es la exaltación de las capacidades del príncipe como gobernante, probadas al mostrarnos su pericia a la hora de controlar su montura mientras la obliga a adquirir la posición en corveta. Respecto a “Las Meninas”, algunos autores han sugerido que se trata de la exposición de cara a la corte de la condición de la infanta Margarita como heredera de la corona.
3.- En ambas el protagonista mira directamente al espectador, como si pudiera advertirle, dándole la sensación de estar integrado dentro de la escena reflejada en el cuadro. En “La lección de equitación” es apenas un guiño, solo nos mira el príncipe. Pero en “Las Meninas” el efecto está mucho más logrado. Ya que no solo nos mira con fijeza la infanta, sino que también lo hace la mitad de los personajes, y con sus gestos, posturas y ademanes dan la sensación de habernos advertido justo en el preciso instante que Velázquez plasma con su cámara, ya que es como si se tratase de una instantánea tomada con una Kodak Instamatic. El resto de personajes no se han dado cuenta aún de que estamos. Lo harán seguramente en muy pocos instantes. Así que, más que de una fotografía se trataría del fotograma de una película.
4.- La edad de heredero, por sorprendente que pueda parecer, ronda en ambos casos los 5 ó 6 años. Una edad que parece impropia para sostener las riendas de un caballo rampante, no digamos ya un país. En el caso de la infanta se ha sugerido que padecía una rara enfermedad que adelantó su menstruación hasta esa temprana edad, que el búcaro que le ofrece la menina no contiene agua para saciar su sed, o chocolate, sino que es el barro del que está hecho, de origen mejicano y con propiedades curativas, la medicina que le habría sido recetada para combatir su extraña dolencia y que debía ingerir para que surtiese efecto.
5.- El dramatis personae se nutre en especial con los respectivos séquitos de los herederos. En la “Lección de equitación”, aunque muchos de ellos son reconocibles, aparecen ciertamente también muchos secundarios que parecen no tener identidad. En “Las Meninas”, todos, salvo José Nieto Velázquez, el aposentador de la reina, situado al fondo del cuadro, todos son personajes reales pertenecientes a la casa de la infanta. Nuevamente es como si hubiera perfeccionado, “sacado filo”, en este aspecto también, lo logrado en la obra precedente.
6.- En ambas obras están incluidos los reyes al fondo de la imagen: Felipe IV y su primera esposa, Isabel de Borbón, en “La lección de equitación”. Con Mariana de Austria, su segunda mujer, en “Las Meninas”. Pero más que mostrados parecen sugeridos, como si no estuviese claro si están o no están, cual pareja de gatos dentro de la caja de Schrödinger. En la primera obra se sitúan en el balcón, pero parecen transparentarse, como si fueran seres incorpóreos, al igual que aquellos que los rodean: la niña, la condesa de Olivares y los dos personajes anónimos. Es como si la realidad se disolviese o mutase más allá del umbral de la puerta que comunica el balcón con el interior del edificio, como si fuese una zona de tránsito entre dos mundos. Una vez más, en “Las Meninas” el efecto es mucho más nítido, se perfecciona. En esa ubicación inconcreta solo están los monarcas, sin más acompañantes. El portal de tránsito es en este caso el reflejo de un espejo, que ha de mostrar exactamente lo que hay en el punto donde se sitúa el espectador. Pero no somos nosotros quienes aparecemos reflejados en él.
Sala XII del Museo del Prado
Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, la afinidad más sorprendente entre ambas obras es la ubicación geográfica del hecho que narran. Quizás no sea yo el único que se ha preguntado alguna vez mientras contemplaba “Las Meninas” qué hay más a la derecha del ventanal que ilumina la estancia que sirve de escenario, qué es lo que vería Nicolasito si dejara de incordiar al mastín, se diera media vuelta y se asomara a la ventana. La pregunta no es tan absurda como pueda parecer. Sabemos que lo que hay más acá del primer plano del cuadro es de vital importancia. Ahí, justamente donde nos encontramos nosotros como espectadores del lienzo se sitúan los dos personajes que se ven reflejados en el espejo colgado en la pared del fondo. También sabemos que lo que ocurre en el lienzo que pinta Velázquez en su recreación, algo que también está fuera del pequeño cacho que “Las Meninas” puede mostrarnos del universo dentro del que se enmarca, ha suscitado mucho debate. ¿Qué está pintando Velázquez en “Las Meninas”? ¿Por qué nos lo oculta? ¿Aportaría alguna clave para entender mejor la obra? ¿Se ampliaría su significado? Al fondo de la obra, José Nieto Velázquez, el aposentador de la reina, abre una puerta a nuevos ámbitos, añadiendo magia e intriga a la narración. Parece una invitación a seguirle, a que exploremos lugares secretos o vedados. Si esto es así, ¿Por qué no entonces no intentar indagar más allá del ventanal también? ¿Qué es lo que podría verse a través de él? La respuesta es sorprende: Lo que se vería es la escena de “La lección de equitación”. Esta obra es el reverso de “Las Meninas”.
Tras la muerte del príncipe, Felipe IV autorizó a Velázquez a ocupar la estancia vacante para convertirla en su taller. La habitación que el sevillano retrata en “Las Meninas”, denominada como el cuarto del príncipe, era la asignada a Baltasar Carlos en el Palacio del Buen Retiro mientras vivía. La infanta Margarita va a visitar al maestro para verlo trabajar, para comprobar los avances en la obra que se trae entre manos, quizá su propio retrato o el de sus padres, apuntan algunos, quizá las propias Meninas, aventuran aquellos a los que les gusta rizar el rizo -¿y a quien no?-, y para hacerlo ha de acudir al cuarto del príncipe, dónde tiene organizado su obrador.
De forma paralela, el sitio donde tiene lugar “La lección de equitación” es el denominado como Jardín de la Reina, posteriormente del caballo, porque fue donde se emplazó originalmente la estatua ecuestre de Felipe IV que hoy día ocupa la Plaza de Oriente. Es decir, que si Nicolasito se diese la vuelta y se asomase al balcón vería la impresionante estatua de bronce esculpida por Pietro Tacca en Florencia, diseñada por Diego Velázquez en Madrid y calculada por Galileo Galilei en Pisa. No es mala vista. El edificio que hay al fondo del cuadro contiene sus propias estancias. Y tiene sentido. Las cabellerizas del palacio estaban muy distantes de sus aposentos, por lo que es coherente que se improvisaran en el jardín justo al lado un picadero para que aprendiese a montar, sin las demoras y pérdidas de tiempo que suponía ir de aquí para allá en un palacio, seguramente laberíntico.
Hay que llamar la atención sobre el hecho de que el balcón al que se asoman Felipe IV e Isabel de Borbón para ver montar a su hijo no es el que queda detrás de Nicolasito y Maribárbola, sino el situado al fondo, medio cerrado y que apenas aporta un tenue chorro de luz a la iluminación de la escena a través de una rendija. Evidentemente, hay correlación espacial entre escenas, pero no ajuste temporal. Mi peregrina idea de que Nicolasito fuese el personaje diminuto y melenudo de “El príncipe Baltasar Carlos en el picadero” no resistió ni 5 minutos de comprobación. El enano no entró al servicio de la corona hasta 1650, unos 5 años después de que Martínez del Mazo pintara el cuadro. Esta extraña ubicuidad del menudo personaje, sumado al misterio que envuelve a las personas que se asoman al balcón me hizo pensar en el balcón como un portal de conexión entre dos realidades contiguas en el espacio pero distantes en el tiempo. De igual modo, siempre se ha dicho, y con razón, que “Las Meninas” es un portal que conecta dos realidades distantes en el tiempo y el espacio: el cuarto del príncipe en 1656 y cualquiera que sea el momento y el lugar en el que un espectador contemple el cuadro. Ahora me intriga saber a dónde nos conduce Nieto Velázquez. Quizás algún día me lleve una nueva sorpresa y encuentre ese lugar en otra obra de Velázquez, espero que esta vez no exiliada del Prado.
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