Mensajeros
Stefan Zweig lo relata con primor, y si me dejara vencer por la pereza me limitaría a transcribir su prosa y me evitaría así la enojosa tarea de tener que contarlo yo. Primavera de 1453. Una vez las ingentes tropas Mehmet II hubieron cercado Constantinopla, también desde ambos mares, el Bósforo y el Mármara, pues el sultán ordenó acarrear sus barcos de guerra a través de las montañas, la soga pareció apretar por complero la garganta de Bizancio. La desproporción de fuerzas era evidente. Solo la ayuda exterior podía remediar lo que parecía un desastre inevitable. La ciudad se protegía tras unas murallas que tenían fama de inexpugnables desde hacía un milenio, pero cañones de un tamaño hasta entonces nunca visto llevaban días batiendo y cuarteando sus lienzos. El sultán había reclutado los mejores ingenieros militares disponibles. Urgía buscar socorro en el resto de la Europa cristiana. Pero, ¿cómo buscarlo?¿Quien se atrevería a burlar el bloqueo de la flota otomana que llenaba de velas ambas láminas de agua hasta donde alcanzaba la vista? Se decidió escoger a doce valientes. Los suficientes para poder gobernar un bergantín que pudiera burlar el cerco fingiendo pertenecer a la armada del sultán, pero no más de esa cifra para no debilitar las ya exiguas defensas de la ciudad. Doce hombres anónimos cuyos nombres Zweig se lamenta que no conozca la Historia. Doce hombres que bogaron durante horas al amparo de la noche para poder acceder a aguas abiertas, libres de infieles. Una gesta que el novelista austriaco celebra con su prosa a menudo empalagosa, llena de tañidos de bronce, homérica en el sentido más amanerado del término. Ni un solo puerto que quisera darles cobijo, mucho menos dar socorro a Bizancio, encontraron estos doce hombres durante su estéril singladura de veintitantos días. Al cabo de ese tiempo decidieron regresar a Constantinopla y volver a burlar el bloqueo de la flota otomana, para entonces ya avisada. Una vez descubiertos, los doce hombres hubieron de remar los últimos metros hasta puerto seguro entre lso vítores de la población asediada, con toda la flota otomana persiguiéndoles con rabia. Raro que nadie haya reivindicado esta hazaña como origen de las regatas de remo olímpicas, del mismo modo que siemrpe se alude a la gesta de Filípides para explicar la Maratón de atletismo.
Pero hay que saber que los mensajeros ni siempre quedan anónimos ni siempre es reconocido su esfuerzo. Media infancia la pasé traumatizado por la injusticia cometida sobre Glenn Ford en el western de Budd Boetticher "El desertor de El Álamo". Prisionero de facto, como el resto de sus compañeros, del ejército de Santana en la vieja misión española de El Álamo, ve en el ejército que se despliega al otro lado de los muros de la ermita no tanto un peligro para si mismo como para su familia, cuya casa no se encuentra demasiado lejos. Algunos granjeros del territorio allí reunidos a su pesar, deciden que alguien ha de dar aviso a sus familias de la llegada de los soldados mejicanos. Solo puede ser uno, por la misma razón que ya adujimos para los valientes de Constantinopla. Y ese uno, elegido en base a la suerte, adversa tal como el la recibe, resultará ser Glenn Ford. A pesar de que logra sortear el cerco de los sitiadores, su misión deviene en fracaso. No logra llegar a tiempo para salvar a nadie, si quiera a su propia familia. Peor aun, es horrorizado testigo de como quienes han asesinado a su esposa e hijos son tan yankees como los hérores del álamo. A partir de ahí la historia deviene en calvario personal del personaje, al que todos le reprochan ser el cobarde que se convirtió en el único superviviente de la mítica batalla. Pero tal vez haya exagerado antes. No viví martirizado media infancia por esta historia, todo lo más media película. Porque lo cierto es que al final del metraje Glenn Ford adquiere plena satisfacción a todas sus demandas: Logra limpiar su nombre, que se le reconozca su valía; Logra vengar la muerte de su familia dando matarile a sus verdugos; Y hasta consigue una esposa de recambio que le mira con los ojitos llenitos de orgullo. Y no una esposa cualquiera, sino nada menos que Julia Adams, una de las morenas más cautivadoras del cine de los cincuenta. Mujer que sabía destilar ternura y confianza de su belleza, sensación de equilibrio más que de peligro o felina agresividad, como lograban otras quizás más hermosas y más agrestes, feraces en sus encantos. Julia adams sabía encarnar en el cine el papel de esposa perfecta sobre la que poder edificar los cimientos de una relación. No era una amante con la que compensar durante la noche los sinsabores del día, sino más bien alguien con la que querer amanecer todos los días del resto de una vida.
Sobrevivir a la gesta se convierte en una afrenta contra quienes ya no están vivos, para sus deudos. Dicen que tras sucumbir los espartanos ante los tebanos en la batalla de Leuctra, en el año 371 antes de Cristo, la primera gran derrota de la infantería lacedemonia, los familiares de aquella mitad que logró sobrevivir al choque se declararon en duelo, se retiraron a sus casas avergonzados de que aun vivieran sus parientes, mientras que los familiares de aquellos que cayeron celebraban con júbilo su recuerdo y mostraban en la calle su orgullo. Aquello supuso el fin de la hegemonia en la Hélade de Esparta y el principio del liderazgo de Tebas, cuyo batallón sagrado, fomado por 150 parejas de amantes, pasó a ser la infantería de referencia. Las fuentes clásicas nos advierten, entre ellas Herodoto, el compañero de viaje habitual de Ryszard Kapuściński, que aquellos que perdieron la vida en la batalla de las Termópilas no fueron 300 hoplitas espartanos sino 298.Un tal Pantites no pudo estar en las Termópilas la mañana del último choque por encontrarse en ese momento en misión diplomática en Tesalia. Con todo y con eso, a pesar de poder dar una excusa más convincente que Glenn Ford, acabó suicidándose al no lograr superar el rechazo de sus iguales y la vergüenza de haber sobrevivido a sus compañeros en la jornada que alcanzaron la gloria. Más vidrioso es el caso de Aristodemo, quien algunas fuentes aseguran que sufrió durante la batalla alguna infección ocular que le ocasionó ceguera temporal. Unos dicen que prefirió retirarse para poder pelear otro día contra los persas en mejores condiciones físicas. Otros, que simplemente desertó del ejército y huyó de la masacre. Sea como fuere, sobre él cayó el escarnió público, el rechazo total de sus conciudadanos, que hasta le retiraron la palabra. Ya sabemos que los espartanos eran gentes de pocas palabras -uno de los gentilicios de la región, Laconia, da nombre a la parquedad en palabras-, pero, quizás por eso mismo, caminar en el silencio entre iguales debía convertirse en algo insoportable. También Aristodemo acabó inmolándose, como Pantites, aunque de forma diferente. En la batalla de Platea, que puso punto y final a las guerras greco-persas, abandonó la falange en la que formaba antes de producirse el primer choque entre ejércitos para arrojarse en solitario contra el enemigo y sucumbir matando con furia asesina. Ni muerto alcanzó la calma de espíritu. Sus compañeros consideraron su gesto suicida como una deserción, como una afrenta a las normas, y está claro el apego de los espartanos a las leyes. Queda perfectamente reflejado en el poema que Simónides compusiera para conmemorar la gesta de Leónidas en "Puertas Calientes":
"Viajero que ante nosotros compareces, ve a la polis y di a los ciudadanos que por cumplir sus leyes aquí yacemos".En la película "300" el personaje de Aristodemo, aunque con otro nombre y otra anécdota vital más honrosa, es interpretado por el actor David Wenham. En el film de Zack Snyder, el actor galés es Dilios, un hoplita espartano, tan diestro como sus compatriotas en el uso de la lamza, pero que sobresale con respecto a éstos por su don para la palabra. Tras sufrir una herida en uno de sus ojos durante la batalla, una vez ha probado de sobra ya su valía y arrojo, y ante el inmininte final trágico que le espera a los griegos allí reunidos, su comandante Leónidas decide encomendarle la misión más importante de todas: Servir de mensajero ante la posteridad de todo cuanto allí había ocurrido y lo que estaba por venir. Quiere el rey espartano que quede memoria de su gesta y que la fuente de esta sea de primera mano. Y hay que reconocer que Dilios cumple con eficacia su cometido. En la última escena de la película descubrimos que todo lo que se ha narrado hasta entonces durante todo el metraje de la película es en realidad la arenga que Dilios dirige a sus compañeros de armas para enardecer sus ánimos en los instantes previos a la batalla de Platea, discurso en cuyas parrafadas finales no tiene ningún empacho de plagiar al bardo Simónides, para una vez concluído encabezar como un poseso la carga de los hoplitas griegos contra las huestes de Jerjes. Este momento tiene un cierto eco de lo que nos cuenta la tradición literaria griega sobre la muerte de Aristodemo. Está claro que Frank Miller, el autor de la novela gráfica en la que se basa el film, y también guionista del mismo, peinó las fuentes clásicas disponibles, por más que se tomase numerosas licencias a la hora de moldear el relato. Entre ellas, quizá la más significativa para mí, el momento en que se relata el rito de iniciación en la edad adulta del héroe Leónidas. No, los espartanos no mandaban a sus imberbes cachorros a cazar lobos de dimensiones monstriosas con sus manos desnudas para inducirles a que se convirtieran en hombres. La verdad es menos gallarda. Los muchachos espartanos se ganaban su puesto en la falange asesinando indiscriminadamente a esclavos ilotas, de los muchos que servían en condiciones infrahumanas a los hombres libres. La de Esparta fue una sociedad guerrera básicamente por el miedo cerval que les infundía la posibilidad de que se rebelasen contra ellos los pueblos que tenían cruelmente sometidos.
Algunos mensajeros, como Simónides o los anónimos doce de Constantinopla, se incrustan en la eternidad de igual forma que las contelaciones en el firmamento nocturno. Durante años, en una de esas ingenuidades mías que me caracterizan, estuve totalmente persuadido de que cierta constelación del cielo de invierno, por demás inventada por mí, me traía avisos sobre posibles cambios en mi futuro inmediato. Siempre que la veía aparecer en el cielo nocturno la advertía como una señal de al llegada de tiempos de mudanza. Aunque he sido siempre un gran aficionado a la Astrofísica y la Cosmología, lo que sé de Astronomía es menos que nada. Jamás le dediqué tiempo a mirar a las estrellas con un telescopio con un afán científico. Creo que esto da muchas pistas sobre mi auténtica manera de ser y el modo en que encaro la vida. Encerrado en complejos mundos teóricos que pueden abarcarse con la imaginación, por más reales que sean -el funcionamiento del núcleo de un estrella, cuya explicación es uno de los principales logros de la Astrofísica, es más que dudoso que jamás pueda ser observado por los ojos de un ser humano-, he de reconocer que tiendo a desdeñar la contemplación directa de lo que me rodea. Leer antes que vivir, reflexionar antes que hacer, podría ser el equivocado lema que resumiese mi vida. Pero es que aquella constelación parecía tan real... Tenía la forma de un barco vikingo, con cinco estrellas dibujando un casco con forma de trapecio alargado -el que todos dibujaríamos sobre un papel con boli- y sobre él, otras tres más dispuestas en alineación ligeramente oblicua a la cubierta, como si se tratase del travesaño del único mástil. Miraba navegar la noche al barco vikingo desde el arboreto de la escuela de ingenieros de montes, donde cursé estudios hace mucho tiempo, especialmente desde el templete que corona la colina que hay frente a la faculotad de ciencias biológicas. Un lugar que, para mi estupor, no era frecuentado nunca por nadie a pesar de su evidente encanto. En el interior de un círculo de cipreses que servían de cortina vegetal para aislar el lugar, otro círculo concéntrico de rústicos asientos de piedra y losa cerámica orientados hacia el exterior daban al conjunto un inequívoco aire de lugar de encuentro para hipotéticos amantes. Ni que decir tiene que era el sitio donde iba a pensar sobre Susana y a fantasear sobre románticas citas con ella que nunca se produjeron. Para mi vergüenza diré que me cabe el dudoso honor de haber sido el causante de la destrucción de aquel extraño paraje, cuando advertí a mis compañeros de clase, el año que nos tocó crear un insectario, que allí había ejemplares del orden embióptera, un insecto muy escaso en España y con un aspecto muy parecido al de las hormigas, pero con el artejo distal, el más alejado del cuerpo, de sus patas anteriores y posteriores, engrosado más que el resto, como si de los antebrazos de un Popeye artrópodo se tratara. En mi defensa diré que yo solo le dí el soplo a mis más allegados, pero radio macuto hizo el resto. En pocos días el templete se llenó de una turbamulta de entomólogos en ciernes levantando losas de piedra para descubrir los nidos de estos simpáticos bichos.
Pero me desvío del tema. Como trataba de decir, siempre que veía aquella constelación náutica en el cielo nocturno sentía una inquietante opresión en el plexo solar, una inquietud difícil de describir y de origen incierto. Pura emoción si se quiere. Yo sabía... Mejor dicho, yo creía saber que la llegada del barco, verlo arribar a puerto en la noche estrellada, presagiaba acontecimientos trascendentes en el plano emocional. ¡Aquella nave vikinga construida con tablones de estrellas era mi mensajero personal! Pero toda aquella inquietud que yo sentía crecer cuando la nave partía de puerto acababa derivando indefectiblemente en melancolía cuando el invierno se adueñaba de todo. Y he aquí una pista para desenredar el misterio. Las tres estrellas alineadas que yo veía dibujar el travesaño de un mástil eran en realidad el cinturón de Orón, una de las más conocidas constelaciones de invierno. Pero eso lo descubrí muchos años después mientras ojeaba un libro de Astronomía. La explicación era sencilla: Cada curso, con la infalible tozudez de un animal irracional, mi corazón se prendaba de alguna compañera de estudios. Siempre una distinta. Anhelo que siempre acababa en desengaño. Y al crecer poco a poco durante el periodo lectivo la congoja en mi interior frecuentaba cada vez más los paseos nocturnos libando en mi propia tristeza para convertirla en poemas.
Navegan la noche estrellas de cera,También hay mensajeros impersonales. Son las señales y los augurios. En la película de Eric Rohmer "El rayo verde", su protagonista, Delphine, encuentra tirados en el suelo a su paso, como si alguien los hubiera dejado a propósito para que ella los descubra, naipes de la baraja francesa que le ayudan a tomar decisiones y a decantarse por una opción cuando se encuentra en una encrucijada vital que la estresa y agobia. Delphine es una mujer indecisa, frágil, con una clara vocación de ser feliz pero pocas armas para lograrlo. El rayo verde al que alude el título del film es el último de los destellos del sol en el crepúsculo, que al llegar al observador tras cruzar de forma oblicua la atmósfera terrestre es visto por éste con una tonalidad verde. Es luz que ha de recorrer más camino para poder llegar a nuestros ojos, luz fatigada por el esfuerzo. Cuando Delphine escucha de forma accidental a alguien la explicación de la existencia del rayo verde convierte en la razón de ser de su vida lograr captarlo en una fotografía. Recuerdo que el programa de mano de los cines Alphaville, dónde vi la película, se explicaba que Rohmer había enviado a la costa francesa una segunda unidad con el encargo específico de filmar una puesta de sol con un rayo verde, y que tras intentarlo en diversas localizaciones logró hacerlo cuando ya había expirado el plazo estipulado para la tarea y estaban por tirar definitivamente la toalla. Los títulos de crédito finales están ilustrados con esa esforzada filmación y son como un mensaje final de esperanza para una narración que navega en todo momento por lugares poco iluminados y anímicamente descoloridos.
barcas venidas de mares lejanos,
velas henchidas de vientos arcanos,
siempre al soslayo del alba primera.
No sabría decir si directamente inspirado por Delphine, pero hubo un tiempo en que yo también buscaba señales en el suelo a mi paso. En cuanto al firmamento, siempre he sido más devoto de la Luna que del Sol, y a ella ni siquiera he tenido nunca que ir a buscarla, tratar de captar su perfil más sorprendente. Ha venido a mí enseguida, y en todo su esplendor, siempre que la he necesitado. En mi caso el tipo de presa que buscaba era más prosaico: monedas. Empecé cuando la peseta era aun la moneda de curso legal y dejé de hacerlo poco después de que el euro destrozase nuestros patrones personales de contabilidad. La unidad monetaria dejó de ser un concepto inteligible durante un tiempo. Buscar monedas por la calle, además de un pasatiempo con el que distraer mi soledad crónica, era una excusa para caminar siempre unos metros más allá de donde el tedio empezaba a exigírme el retorno a casa. Encontrar monedas en la acera no es fácil. Hay lugares donde es más probable: entorno a las cabinas telefónicas, en los kioskos de prensa, bajo los automóviles aparcados. Pero hay que inspeccionar literalmente cientos de este tipo de lugares para dar con alguna. La frecuencia en los hallazgos parecía ser un buen indicador de las energías intangibles que moldean nuestro destino. Esos días felicísimos en que me encontraba una moneda de cien pesedas, una de esas parecidas a las monedas de chocolate que mi padre nos traía cuando éramos niños, parecían señalados en el calendario por alguna razón que se me habría de desvelar antes del ocaso. En mis paseos me hacía a veces preguntas que consideraba trascendentes. Por ejemplo: ¿podría ser cierto que ella realmente me quisiera? Y encontrar casi acto seguido un puñado de monedas inadvertido para el resto de transeuntes parecía ser una respuesta claramente afirmativa. Era como un sucedáneo de ese clásico que es heshojar una margarita ¿Qué probabilidades hay de que una casualidad así suceda? Yo creo que una cantidad tan ínfima que a todos los efectos puede considerarse idénticamente nula. A veces tenía la inequívoca sensación de estar estableciendo algún tipo de diálogo, aun con aquel lenguaje tan tortuoso y parco en vocablos, con algún interlocutor inaccesible de otro modo. Como no me imaginaba a Dios hablando en el dialecto de los dineros, por más que la máxima afirme que "pecunia non olet", me persuadí de que quien respondía a mis preguntas y resolvía mis dudas era el espíritu de mi padre, muerto algunos años atrás durante un verano. Mi ángel guardián que solo podía mandarme guasaps durante mis paseos. Lo cierto es que ya no recuerdo el grado de acierto de aquel rocambiolesco oráculo. Tampoco las cuestiones que entonces le planteaba tienen ya especial interés para mí. No es que la vida no de respuestas, a lo mejor lo hace con demasiada profusión, es que con el tiempo las preguntas dejan de importarte y hasta olvidas en qué términos exactos las formulastes.
Los oráculos no siempre nos son favoables. Cuenta Herodoto en su tomo séptimo de su obra "Historia" que los adivinos del Oráculo de Delfos, consagrado al Dios Apolo, vaticinaron que para que los griegos pudieran salir victoriosos en la guerra contra el rey Jerjes debía ser sacrificado uno de los dos reyes de Esparta. Esa, y no otra, sería la razón por la que Leonidas decidió inmolarse junto a su guardia personal en el desfiladero de Puertas Calientes. Escogió entre lo más selecto de la infanteria espartana, siempre hombres con hijos varones para que su linaje no se extinguiese con ellos, toda vez que estaba claro que no iba a haber retorno en aquella expedición militar, y se sacrificó por el bien común, no ya en este caso el de la polis sino el de toda la Hélade. Por otro lado, el alarde de Las Termóplilas suponía también un intento de limpiar el baldón que suponía para Esparta el no haber participado en la Batalla de Maratón diez años atrás. Cuenta el anecdotario olímpico, en concreto el de la carrera de la maratón, que la distancia exacta recorrida en esta prueba, 42 kilómetros y 145 metros, conmemora al gesta del soldado Filípides, al que se le encargó transmitir la buena nueva de la victoria a los ciudadanos de Atenas, y que tras recorrer la distancia que separaba la playa donde tuvo lugar la batalla de la polis en un tiempo record verbalizar el mensaje que le habían encomendado ante sus conciudadanos, cayó exhausto al suelo, para morir a continuación de resultas de la enorme fatiga. lejos de mi intención parecer un marisabidillo, pero siempre me extrañó esta anécdota. ¿Tenían menos aguante los atletas de entonces que los de ahora? Es raro que nadie muera intentando correr una maratón hoy día, incluso los atletas no profesionales. ¿Qué sentido tiene forzar los límites cuando el mensaje que has de transmitir es positivo y no acarrea tanta urgencia hacérselo llegar a su destinatario como podría ser un mensaje de advertencia? Una petición de socorro podría ser más creíble. Y ese es el caso. En realidad el encargo de Filípides no era para Atenas sino para Esparta. La asamblea ateniense decidió enviar un mensaje de socorro a la otra gran polis griega ante el inminente desembarco del ejército persa cerca de sus murallas. La distancia entre ambas ciudades, 150 kilómetros, fue recorrida en 48 horas, un record que solo ha podido ser batido en una fecha relativamente reciente. Pero a Esparta la petición le "pilló" a trasmano. Inmersa en una de sus innumerables fiestas religiosas, creo recordar que una dedicada al dios Apolo, le resultaba del todo inconveniente hacer oídos a la súplica ateniense, aunque prometieron hacer lo posible por sus aliados en cuanto se vieran libres de compromisos. Si es verdad que el mensajero murió al llegar a su destino, y en este caso tiene más sentido por la enorme distancia, imagino que la respuesta la daría otro corredor, o tal vez Filípides fuera el soldado espartano encargado de transmitirla. Porque no queda claro consultando las diversas fuentes disponibles que ciudad representaba el punto de salida en aquella carrera y cual la meta, ni a cual de ellas pertenecía Filípides. El caso es que para cuando los lacedemonios se personaron en la playa de Maratón sus servicios ya no eran requeridos. Los hoplitas atenienses habían hecho literalmente cachitos el ejército de Dario I. La vergüenza es uno de los mensajeros más fiables que existen. Rara es la vez que no logra transmitir su mensaje al futuro y que no obtiene oportuna respuesta.
Con los años llegué a juntar más de veinte mil pesetas en monedita suelta, que fue cambiando a billetes con al paciencia del santo Job. Cómo era caudal escaso para mi primera idea de inversión, a saber: un anillo de compromiso -tampoco llegó a haber nunca un dedo femenino que pudiera lucirlo-, lo acabé empleando en los sueños de otro. Un préstamo que me solicitaron y que nunca me devolvieron. En todo caso el dinero, en sentido estricto, nunca fue mío. Ese es el mensaje que me transmitió la experiencia. Debí invertirlo en libros. Su mensaje es el único realmente imperecedero.