jueves, 28 de mayo de 2015

Retorno al Prado (8) - Madrid sub rosa (2) - Amores reales


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"David vencedor de Goliat" de Caravaggio (Museo del Prado)

Retorno al Prado (6) - Madrid sub rosa (2) - Amores reales

1.- David vencedor de Goliath

A veces un dato cae sobre nuestra memoria igual que una ficha de dominó que se abate con el dedo y arrastra al resto en su caída. A veces un dato desparrama a los demás sobre el tablero y abre huecos para nueva información donde antes todo era orden y falta de espacio, abre expectativas y dudas donde antes todo era hastío y falsa certeza. A esos claros en el bosque inesperados es a lo que llamamos curiosidad, hambre de conocimiento. Rutas nuevas donde aparentemente no eran posibles los caminos. Fue una tarde de noviembre en el Prado, justo al final de un itinerario guiado. Llovía fuera y no había prisa por salir del vetusto edificio Villanueva. Me demoré para escuchar las últimas explicaciones de quien nos guiaba. Frente al "David y Goliath" de Caravaggio un dato solo, apenas un fragmento de información inconexa, siquiera completo, casi susurrado, pero que cayó en mis oídos como la semilla sobre la tierra fértil para germinar en el terreno que media entre ellos. "Este cuadro perteneció a Juan de [...], conde de [...], gran coleccionista de arte,  y a su muerte pasó a engrosar la colección de Felipe IV". No llegué a escuchar bien ni del apellido ni de título nobiliario. Pero el nombre de pila, ese Juan atribuido a un gran coleccionista, fue como un guiño, es justo ahora cuando lo entiendo. La obra era "David vencedor de Goliath", de Caravaggio. Lógicamente la versión del lance que atesora el Prado. Hay otra en Galeria Borghese de Roma en la que quizá se adivina un gesto de tristeza en el triunfador, pero en la versión de Madrid el joven David se aplica a una tarea mecánica de forma desapasionada, aunque terrible a nuestros ojos, anudar con una cuerda los rizos del caudillo de los filisteos para poder asir su cabeza. En la versión romana, David agarra la testa por los cabellos por lo que podemos hablar de discrepancia iconográfica.

¿Por qué prefirió Michelangelo Merisi autoretratarse como el villano de la historia que narra? ¿Tanto se odiaba a sí mismo? ¿Tan mal concepto tenía de su propia persona que quiso mostrarse a la posteridad, una y otra vez en las diversas versiones del lance repartidas por media docena de grandes museos, castigado por el angélico David, el muchacho sin tacha? Hay mucha violencia en el cuadro: La herida abierta en la frente por la pedrada que aun sangra; La mano del gigante que antes ha sido un puño fuertemente cerrado por el tensión de la agonía y ahora se relaja tras la muerte; La atroz decapitación; Ese querer anudar una cuerda a los cabellos rizados del cadáver para poder exhibir su testa como un trofeo, momento elegido en las versiones existentes en el Galeria Borghese de Roma y en el Kunsthistorisches Museum de Viena. Es chocante. Bernini, por ejemplo, prefirió adueñarse de los rasgos del joven vencedor en su "David con la cabeza de Goliath", elección mucho más lógica. Se veía el genial escultor como un suceso emergente cargado de juventud, un líder en ciernes avocado a tener que lidiar con los líderes de la generación de artistas anterior a la suya. Gente obsoleta, falta de atrevimiento, carcomida por el tiempo. Llegaba él para desalojar lo antiguo y dictar lo nuevo y estaba repleto de impaciencia. Tenía hambre de fama y reconocimiento y se veía fácilmente derribando gigantes filisteos. Era una imagen que le seducía. Así quería que le viera el mundo. Sin embargo, Caravaggio prefirió retratarse no solo como villano de la historia sino además muerto, destruido, profanado y ridiculizado su cuerpo por el héroe victorioso. Parece una visión demasiado tenebrosa de la propia alma. ¿Tanta angustia y odio de sí le cabía dentro? ¿Buscaba la redención a través del castigo o ensayaba su total desaparición de este mundo? Me lo cuestiono completamente fascinado, lo reconozco, recordando además que Caravaggio murió asesinado en una reyerta, uno de los datos que, como ficha de dominó, rodó aquella tarde por el tablero de mi cabeza. Pero estas son preguntas que me surgen ahora. Cuando miré al cuadro a la luz del nuevo dato: la identidad de su primer propietario en Madrid, fueron otras bien distintas las que me surgieron.

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"David con la cabeza de Goliat" de Caravaggio (Galeria Borghese, Roma)


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"David con la cabeza de Goliath" de Juan Lorenzo Bernini
(Galería Nacional de Arte Antigua, Roma)

2.- Ignorancia atrevida.

La ignorancia generalmente es atrevida y casi siempre rellena los huecos que hay en el conocimiento de forma osada, aunque crea que aplica los parches de forma coherente. Sin un dominio claro de la materia confundí el Juan que nos había mencionado nuestra guía con otro, estrictamente coetáneo suyo, cuyo apellido andaba perdido en la niebla de mi memoria. Un afamado coleccionista del Siglo de Oro éste otro Juan. Hombre misterioso cargado de leyenda, misterio y secretos, habitual en el paisanaje de las novelas históricas ambientadas en el Madrid de Felipe IV. Este Juan tenía un gabinete de curiosidades, prácticamente un museo variopinto, en su domicilio de la calle san José de Madrid. Una colección de maravillas que tocaba todos los palos: instrumentos musicales, obras de arte, libros y documentos, ingenios mecánicos, rarezas de la naturaleza recogidas en los más distintos puntos del planeta. Y, lo que era más importante, había sido el poseedor de un gran tesoro que aun alberga la ciudad, los Códices Madrid de Leonardo da Vinci que hoy custodia la Biblioteca Nacional. Me pareció deslumbrante que este Juan pudiese haber sido el dueño de dos piezas tan trascendentes, el origen de su actual residencia. Pensé que era asunto digno de un escrito. Pero en cuanto empecé a indagar fuí consciente de mi error.

Efectivamente, el personaje que me había venido a la mente era Juan de Espina, caballero cántabro, nombrado con frecuencia en los mentideros de la villa. Eran muchas las fábulas que corrían de boca en boca acerca de su gabinete de curiosidades. La más notable que contaba con un ejército de criados mecánicos que se ocupaban de todas la labores de la casa. Por este motivo se le daba el sobrenombre del Leonardo español, ya que el artista italiano también era muy aficionado a los artilugios mecánicos, con los que le gustaba sorprender a sus contemporáneos, en especial a sus mecenas. Se dice que Juan de espina en cierta ocasión invitó al propio Felipe IV a una velada en su casa para tantear su amistad y lograr su mecenazgo. Quería sorprender al monarca, apasionado de la cinegética, con un artilugio alusivo a la caza. En mitad de un baile, como por ensalmo, al habitación en la que se encontraba Felipe IV se transformó en un selva. Desde la espesura avanzó un enorme y fiero león. Al creer en peligro a su señor, el Conde Duque de Olivares se interpuso entre éste y el animal y desenvainó su espadín. "Sosegaos, solo es sombra", exclamó Juan de Espina. Pero el valido, que no las tenía todas consigo, lanzó una estocada al intruso y este se desparramó por el suelo develando su auténtica naturaleza. Se trataba del cadáver de un enorme perro disfrazado para parecer un peligroso felino. Al fin, todo acabó en fiasco y el nigromante perdió definitivamente el interés de Felipe IV. Toda una historia, golosa de narrar. Se me hacía la boca agua mientras meditaba sobre ella de vuelta a casa. Más aun cuando empezaba a documentarme. Pero pronto surgieron problemas irresolubles. No lograba confirmar el dato de la procedencia del Caravaggio del Prado en la colección de Juan de Espina. Podía pasarlo por alto, dar por bueno el dato impreciso, pero en todo caso se me hacía cuesta arriba conseguir ligar al personaje con el museo, el principal leivmotiv de esta serie de artículos, por más que me sedujese la posibilidad de entrelazar en un mismo escrito sendas joyas italianas, inusuales por estos lares, de las colecciones de la principal biblioteca y la principal pinacoteca de Madrid, por más que pareciese justificado tomar atajos y cometer algunas trampas en el solitario.

3.- El séquito del Duque de Alba.

Fue curioseando en internet acerca de otras versiones del cuadro de Caravaggio donde resolví el acertijo. Concretamente en la versión inglesa de Wikipedia. Bendita sea esta página web por más que mucha gente trate de ridiculizarla. En la ficha del "David con al cabeza de Goliath" del museo de Viena se aludía en la lista de sus propietarios históricos a un tal don Juan de Tassis, segundo Conde de Villamediana. El apellido era la primera vez que creía oirlo pero el título nobiliario me era muy familiar. Efectivamente, al igual que el otro Juan, el conde es un personaje habitual en las novelas ambientadas en la corte de Felipe IV, siendo el protagonista absoluto de varias, incluyendo una escrita por Nestor Luján ("Decidnos quien mató al conde") y una que llevaba durmiendo el sueño de los justos en mi biblioteca desde tiempos inmemoriales: "Como humo aquel fuego", de Juan Pedro Moscardó Roca (Ediciones Apóstrofe, S.L., 1999). Ni que decir tiene que devoré el libro en unos pocos días. Tardé más en encontrarlo entre los miles que pueblan mi casa que en leerlo. ¿Era este Juan el que nos había mencionado la guía del Prado? Pronto quedó claro que sí. Juan de Tassis había sido el propietario de al menos una de las versiones del cuadro de Caravaggio. Tal vez de las dos. Que podría haber adquirido durante su estancia en Italia como soldado de los tercios. Enseguida me di cuenta de que había aquí un historia apasionante que contar. Además, con el Museo del Prado al fondo en el encuadre. Único requisito para esta serie.

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"David con la cabeza de Goliath" de Caravaggio (Kunsthistorisches Musseum, Viena)

Para defender el atractivo del personaje, para intentar vendérselo a quien me pudiera estar leyendo, basta con avanzar un solo dato: el doctor don Gregorio Marañón era de la opinión de que Juan de Tassis fue el modelo en el que se inspiró Tirso de Molina, que lo conocía bien por ser estrictamente coetáneo suyo, para trazar los rasgos de su principal creación literaria: el Tenorio. Como don Juan Tenorio, el Conde de Villamediana fue un truhán que hizo de la conquista de toda mujer que se cruzara en su camino el principal objetivo de su vida. Diestro en el uso de las armas gracias a su pasado militar, pudo burlar las iras de los maridos burlados durante un tiempo, hasta que topó con un cornúpeta demasiado astado. Como le pasó a su alter-ego literario,  enamorarse por primera vez acabó siendo su perdición. Fue feliz mientras uso a las mujeres como un juguete y cuando se tomó en serio a una de ellas el asunto acabó en desastre. Mejor no extraer una moraleja de todo esto.

Don Juan de Tassis nace en Lisboa en 1581 durante la toma de Portugal por las huestes de Felipe II. El rey había reclamado sus legítimos derechos a la corona lusa tras llevar el trono vacante varios años, primero por la vía diplomática y, al verse infructuoso este procedimiento, simplemente a las bravas. El pueblo aun creía firmemente en el retorno del joven Rey Sebastián I, desaparecido en la batalla de Alcazarquivir, en Marruecos, tres años antes. Nadie había visto su cadáver y, por tanto, no podía certificarse su muerte. El pueblo prefería creerle vagando cautivo, a punto de ser liberado por los infieles, como si de un nuevo rey Ricardo Corazón de León se tratara. Su tío Felipe II había tratado en balde de disuadirle de acometer la alocada empresa de trasladar un ejército invasor al otro lado del Estrecho y él solo había abocado a su linaje hacia el desastre. Tres años de vacío de poder en nuestro vecino país iban a cerrarse al ordenar el rey de España a su leal vasallo el Duque de Alba salir de su retiro forzado y organizar un ejército con el que reclamar la corona de Portugal. Felipe II había acabado harto de los modos intempestivos, coléricos e inflexibles del duque y le había ordenado a don Fabrique recluirse en sus dominios. Algo así como una arresto domiciliario. Pero ahora lo necesitaba. Era su soldado más leal por más que le irritara su carácter.

Entre el séquito que desplazará el duque a Portugal estaba don Juan de Tassis y Acuña, padre del personaje que nos ocupa. Su mujer, que le acompaña en la empresa, se quedó en cinta durante la campaña militar, lo que quizá nos da un indicio de lo escasamente complicada que debió resultar ésta para las armas españolas, y da a luz en Lisboa tras ser tomada por los tercios. Así pues, Juan de Tassis puede ser considerado incidentalmente como portugués, si bien nace en el preciso momento en que Portugal acaba de ser incorporada a la corona española. Asimismo, abandona su país natal sin haber cumplido aún los dos años de edad, antes de empezar a balbucear siquiera sus primeras palabras, que serán ya plenamente castellanas a partir de instalarse su familia en Madrid. Y parece que las aprendió bien pues con el tiempo llegó a convertirse en uno de los principales poetas del Siglo de Oro, precursor incluso de géneros literarios, como veremos enseguida, por más que parezca haber caído en el olvido.

4.- Juego de tahúres.

La muerte de Vilamediana, el modo en que ocurre, es plenamente coherente con la forma en que vivió. Una vida temeraria, en la que siempre arriesgaba todo su resto para avalar apuestas caprichosas e improbables. Siendo apenas un adolescente es desterrado de la corte de Madrid, donde se ha criado entre los más grandes del reino, al cobijo de su padre, el primer Conde de Villamediana. La razón: Un lío de faldas, un poderoso desairado en su propia alcoba, una esposa seducida y mancillada, quien sabe si solo por dar algo de divertimento a la vida. Desde muy joven don Juan ya hace honor a su nombre. Le gusta cortejar a las damas y una vez obtiene sus favores pierde el interés por ellas. Prefiere aquellas que ha de arrebatar a un oponente, mejor si es un esposo. Eso hace que la apuesta sea más suculenta y el envite más emocionante. En este primer destierro parte hacia Italia donde abraza la carrera militar y participa en diversas campañas en Nápoles y Lombardía, donde también deja un reguero de damas conquistadas y aprende el oficio de los naipes y hace sus primeras letras. "España mi natura. Italia mi ventura. ¡Flandes mi sepultura!", reza la copla que les gusta recitar a los soldados de los tercios. Don Juan saca buen provecho de su aprendizaje en la península italiana y llega a ser mariscal de campo tanto en el ámbito militar, en el ejército de su majestad, como en las mesas de juego, en los lances amorosos y en el ámbito literario. No solo esgrimiendo la espada es peligroso y sabe herir a su oponente. También esgrimiendo la pluma. Sabe componer coplillas satíricas que difunde de forma anónima con las que hacer sangrar el orgullo de quien se le enfrente. Será esta una práctica que con los años se vuelva muy popular en al corte de Madrid, de la que serán consumados maestros genios del Siglo de Oro como Quevedo, Lope de Vega, Góngora o Gracián, género literario del que algunos creen que es el propio Conde de Villamediana el precursor y primer espada. No serán pocos los duelos dialécticos que sostendrá con el correr del tiempo, en especial con el primero de los que se acaban de citar, que se convertirá en uno de sus principales enemigos.

De su segundo destierro, esta vez decretado, según dicen, por haber sido demasiado afortunado con la baraja de naipes, imaginamos que apostando contra quien no debía, regresa en 1621 gracias al indulto general decretado por Felipe IV el día de su acceso al trono. Volverá a Madrid ya definitivamente, aunque su estancia tampoco será muy larga. Apenas un año. En ese corto lapso le da tiempo a ofender los suficientes orgullos y mancillar las suficientes honras como para ganarse una auténtica tropa de enemigos, en cuyo alistamiento no se discriminaba a nadie. Caben en ella humildes y poderosos, ilustres y don nadies. El atardecer del 21 agosto del año 1622, regresando en carruaje de palacio hacia su casa, estando acompañado por su muy buen amigo don Luis de Haro, sobrino del Conde Duque de Olivares, un matarife de los muchos que hay en Madrid, irrumpe en el interior del vehículo cuando el coche sobrepasa la Iglesia de San Ginés, en la Calle Mayor, y le asesta una puñalada brutal con un arma blanca -una ballesta valenciana dicen las crónicas- en el costado, que le saja carne del brazo, penetra en el pecho rompiéndole dos costillas y le atraviesa de parte a parte. La leyenda dice que una vez lo hiere, y antes de huir a la carrera protegido por varios secuaces que le esperan en un recodo de la calle para darle cobertura, el esbirro le informa a su víctima de la razón de su muerte, así como de la identidad de quien la ha decretado. Podrían haber sido muchos, pero la gente, que empieza a chismorrear casi justo cuando la sangre está aun manando por la herida del conde, y quien sabe si incluso antes, lo tiene bastante claro. A los pocos días del suceso circulan por la villa unos versos anónimos, que se atribuyen a Góngora y que rezan de la siguiente forma:
«-Mentidero de Madrid,
decidme: ¿quién mató al Conde?
- Ni se dice, ni se esconde,
sin discurso discurrid.
- Unos dicen que fue el Cid,
por ser el Conde Lozano
- ¡Disparate chabacano!
pues lo cierto de ello ha sido
que el matador fue Bellido,
y el impulso soberano».
A la luz de su agitada forma de vida y su accidentada muerte quizá se entienda la predilección de don Juan de Tassis por la leyenda de David y Goliath. Ahondando más incluso, por la versión de Caravaggio de la historia, que parece una premonición de ambas muertes, tanto la del autor como del que fuera dueño de la obra en sus primeros años. Ambos ejercieron habitualmente la violencia, de todo tipo, verbal y física, contra todos y sobre todo contra quienes no podían defenderse. Es normal que acabaran finalmente sus días de una forma cruenta a manos de asesinos anónimos. Poco respeto de sí mismo sabemos que se tenía Michelangelo Merisi da Caravaggio. Es más que probable que tampoco lo tuviera Villamediana, a pesar de todos sus oropeles, de su obsesión por seducir a quienes le rodeaban. Quizá precísamente ese sea el indicio más claro. El caso es que la cara fiera que nos mira desde la testa decapitada que sostiene David por la cabellera no es solo la del pintor, es también la del conde, por más que a las damas ese mismo rostro les pareciera irresistiblemente hermoso. Tiene sentido todo esto. Al menos a mi me lo parece según lo discurro y escribo.

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"La muerte del Conde de Villamediana" de Manuel Caballero (Museo del Prado.
En depósito en el Museo de Historia de Madrid)


5.- Muerte en la penumbra de un zaguán.

El pintor decimonónico Manuel Castellano eligió el lance de "La muerte del Conde de Villamediana" como tema para la que muchos consideran su obra maestra, propiedad del Prado, aunque no se exhibe en su colección permanente, y hoy día está depositada en el Museo de Historia de Madrid. La escena transcurre en un zaguán. Sabemos que se trata del portal del palacio del Conde de Oñate, residencia del conde, a dónde han conducido al herido para socorrerlo. Éste yace en el suelo y se le adivina ya poca vida. Un médico, postrado sobre él, con las manos inspeccionando su costado, trata de socorrer su cuerpo. A su derecha, de pie, un cura trata de socorrer su alma y se prepara para confesarle si aun hay tiempo y para darle la extrema unción. Junto al religioso un monaguillo sostiene en su mano un farol con el que aporta algo de luz a la penumbra de la atestada estancia, confiriendo un eco goyesco a un cuadro que tiene bastante más sabor velazqueño. Del resto de personajes, la menina tras el galeno, la religiosa junto al dintel de la puerta, los curiosos que se agolpan tras el umbral de la puerta, solo conocemos la identidad del caballero de la izquierda, el que nos da la espalda. Se trata de don Luis de Haro, que en su mano sostiene un billete, en el que está escrito, de puño y letra del conde, dicen las descripciones consultadas del cuadro, y habremos de confiar en ellas, un poema de amor dedicado a Francelisa, la musa literaria de don Juan de Tassis.

Castellano, como todos los pintores del XIX que se dedicaron al género histórico, se documentó exhaustivamente antes de ejecutar la obra. El palacio donde sucede la historia que narra ya no existía cuando la pintó, así que tuvo que acudir a la información gráfica disponible. Tampoco el edificio que se ve más allá de la puerta, en el exterior. Se trata del Convento de san Felipe el Real, que desapareció durante la desamortización de Mendizábal. Estaba situado en la Puerta del Sol, en el arranque de la calle Mayor, y se trataba de uno de los lugares habituales donde se traficaba con información, se propalaban chismorreos y se pegaba la oreja para averiguar todo tipo de noticias, sobre todo las más truculentas o escandalosas. Las escalinatas de acceso al templo, las famosas gradas de san Felipe, eran el principal mentidero de la villa. Es curioso que Castellano las dibuje como paisaje de fondo del cuadro, además llenas de gente, que parecen estar alertadas y muy agitadas por lo que sucede en primer término. Lo es porque la leyenda, las mentiras entreveradas con algunas verdades en torno al suceso, fue tejida por unos y otros, por las gentes de la plebe y de la corte, casi desde el primer momento. La muerte de Juan de Tassis, aunque ahora sea un suceso olvidado, fue una historia que incendió la imaginación de los españoles durante generaciones.
 
Es hermoso el juego de luces en el cuadro de Manuel Castellano, la penumbra del zaguán que baña por completo los personajes de la izquierda, lógica por la hora del día -el inicio del crepúsculo-, a don Luis de Haro entre ellos. Penumbra rota por el fogonazo de luz del farol, que crea contrastes caravagescos en los personajes de la derecha. Al fondo, la claridad del exterior, donde aún es de día, recorta las siluetas de los presentes delimitando perfectamente el trazo de su dibujo. Un trozo de cielo velazqueño, casi añil, puede verse más allá del convento de san Felipe.

Juan de Tassis nada contesta a su verdugo después de oir su sentencia. Cuando intenta hablar vomita el alma por la boca y probablemente sea ya cadáver cuando lo extraen del coche para intentar socorrerle. Aquellos que lo censuran, sus enemigos, Quevedo entre ellos, le reprochan que muera sin dar muestras de arrepentimiento, sin acogerse a sagrado. Aunque esta actitud cuadra con su forma descreída de ser, no tiene sentido echárselo en cara, siquiera mencionarlo, porque al instante casi de recibir el golpe era ya un cuerpo sin voluntad alguna. El médico que pinta Manuel Caballero en su cuadro no puedo hacer otra cosa que certificar su muerte, y es casi seguro que el cura no pudo oirle en confesión, aunque hubiera habido voluntad de hacerla por parte del finado.

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Convento de San Felipe El Real, en la Puerta del Sol de Madrid

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Palacio del Conde de Oñate, en la Calle Mayor de Madrid

6.- Francelisa y la Gloria de Niquea.

Francelisa era el seudónimo bajo el que el conde de Villamediana ocultaba en algunos poemas de amor la mujer que los inspiraba. ¿Quién era esa Francelisa? La clave parece a primera vista fácil de descifrar. Elisa podría ser fácilmente el diminutivo de Elisabeth, esto es, de Isabel, y las dos primeras sílabas, "france", una posible alusión a la nacionalidad francesa. Había desde luego una Isabel francesa bien notoria en la corte: La reina Isabel de Borbón, hija del rey Enrique IV de Francia, el gran oponente de Felipe II, y a la sazón la primera esposa de Felipe IV. Es más, la divisa de la casa a cuyo linaje pertenecía era la flor de lis, a la que podía aludir también el "lisa" del final del pseudónimo. Francelisa, la Elisabeth francesa, la francesa de la flor de lis, era según todas las hablillas de Madrid la razón del tormento en el que perpetuamente vivía don juan de Tassis desde su regreso a Madrid.
«Francelisa cuyos ojos
mi culpa y disculpa son,
dulcísimo laberinto
del que en ellos se perdió,
si no olvida quien bien ama
¿cómo puedo olvidar yo
desdenes que no escarmientan
porque es premio su rigor [...]
Vos, pues, de mis males causa,
que, con negros rayos sol,
hacéis a las hebras de oro
afrentosa emulación [...]».
A su regreso a Madrid en 1621 el rey asignó al conde al séquito de la reina, como gentil hombre de compañía, y fue como poner a la zorra a custodiar el gallinero. Se habían casado los reyes en 1615 siendo muy jóvenes, aun unos niños. En torno a los 13 tenía ella, y él uno menos. El matrimonio, efectuado por poderes en un fastuoso encuentro diplomático hispano-francés realizado en la Isla de los Faisanes, en la desembocadura del Bidasoa, no se consumó hasta pasados unos años. La extrema juventud de la novia imposibilitaba el trato carnal de buenas a primeras. Era una exigencia del más elemental de los decoros. Sin embargo, esta demora entre el hecho, esto es, la boda, y su consecuencia lógica, a pesar de las buenas y castas intenciones, bien pudiera ser que hiciera más mal que bien, porque en la espera, para que el joven rey no desesperase, se le dio cancha libre para satisfacer sus instintos juveniles con terceras personas y acabó aficionándose en extremo a catar toda hembra que a tiro se le pusiera. Como don Juan de Tassis, es cierto, pero si bien éste, por así decir, debía ganarse el premio con su esfuerzo, esto es, debía seducir a su presa para lograr capturarla, el rey, por ser rey, participaba en el acecho de toda hembra que se le antojaba a tiro hecho, sin miedo a ser rechazado. Tenía además buenos alcahuetes. El propio Conde Duque de Olivares, que desde la adolescencia del monarca le surtió la cama con lo más granado y deseable del universo femenino madrileño.

 
"Isabel de Francia, Reina de España" (hacia 1615, el año de su boda con Felipe IV),
de Frans Pourbus el Joven (Museo del Prado)

No hubo muchas reinas francesas en España, pero las pocas que fueron dieron muy buen resultado. Isabel de Valois, la tercera esposa de Felipe II fue como un oasis de alegría en el rígido y lúgubre Monasterio de El Escorial. Isabel de Borbón, la primera mujer de Felipe IV, también irradió su calor humano y su luz a la corte, en su caso en el frío y sombrío Alcázar de Madrid. Ambas damas francesas vinieron a desencorsetar y descongelar el agobiante ceremonial borgoñón que impera en la corte española. Leo en algún lugar que a Isabel de Borbón le divertía compincharse con sus damas de compañía francesas para arrojar lagartijas a las damas españolas cuando estaban desprevenidas, para saborear su asombro y su susto. También es cierto que vino a Madrid siendo aun una cría. Entre tanto señor serio -a los caballeros españoles se les apodaba los cuervos en otras cortes por predominar el negro en sus vestimentas y estar siempre tan al tanto de su propia importancia- y tanta dama recatada las travesuras eran una lógica válvula de escape. Ambas reinas supusieron una nota de color en un ámbito en blanco y negro, una nota discordante que hacía posible que el ruido anodino de todos los días se convirtiese en melodía armoniosa. Pero cuando le llegó la edad a nuestra heroína de empezar a interesarse por los hombres chocó de bruces con el desinterés de su esposo, acostumbrado ya a valerse por sí mismo, si se me entiende la expresión. Este tema de las infidelidades conyugales de Felipe IV ya lo hemos tratado en un anterior escrito: "El Diablo Bermejo en las noches de San Plácido". No deja de ser un lugar común del personaje. Lo que resulta novedoso en la historia que ahora abordamos es descubrir que también hubo revancha. Los amores de la reina y el conde se dieron por supuestos y han formado parte de la leyenda imperecedera desde la misma muerte de Villamediana. ¿Qué otra causa más probable para su asesinato que un marido despechado que tenía poder de vida y muerte sobre todos los que poblaban el orbe? El rey planeta, al decir de la calle, posiblemente desde el instante cero del suceso, en las propias gentes que abarrotaban las gradas de san Felipe y que lo vieron en directo según la versión de Manuel Castellano, era el instigador del asesinato, el autor intelectual, como se suele decir ahora.

Que detrás de la muerte de Juan de Tassis estaba el rey lo creyó el pueblo y también la corte. Adquieren ahora sentido los versos de Góngora que antes citamos: "[...] que el matador fue Bellido, y el impulso soberano". El dramaturgo establece en su poema un paralelismo entre el asesinato del conde de Villamediana y el de Sancho II de Castilla, muerte ésta última que posibilitó el acceso al trono de su hermano Alfonso VI. Recordemos que el Cid recelaba de que Bellido Dolfos, al autor material del magnicidio, hubiera actuado por propia iniciativa, sospechando que había sido la mano del nuevo monarca la que había movido los hilos de la conjura. Desde luego, nadie iba a a atreverse a exigir que Felipe IV jurase su inocencia. A Rodrigo Díaz de Vivar le costó muy caro hacerlo con Alfonso VI. Pero las habladurías son libres, imposibles de detener. Tan absurdo es intentarlo como ponerle puertas al campo. Las testimonios de supuestos testigos del romance entre la reina y su gentil hombre de compañía son innumerables. Hay mil y una anécdotas sobre el particular. Por no hacer este escrito interminable citaré las dos más conocidas.

La primera tiene lugar en los jardines del Palacio de Aranjuez, a la orilla del río Tajo. La reina había organizado una representación teatral para dar colorido a los festejos por el decimoséptimo cumpleaños de Felipe IV. La escritura del libreto se la encargó a su amigo Villamediana, literato con mucha fama en una corte repleta de literatos ilustres. El conde compuso una obra en verso titulada "La Gloria de Niquea", cuyo papel principal, el de la diosa Venus, iba a ser representado por Isabel de Borbón. El plan era que todas las damas de la corte dieran vida a algún personaje de la obra. Entre ellas, la joven Francisca de Tavara, menina portuguesa de la reina, una morena muy hermosa y a la sazón la favorita del rey. No se escatimó en gastos para armar un entramado teatral en el que poder representar la obra, un gigantesco escenario que sobresalía entre el vegetación arbolada de la ribera del río. Para su diseño y ejecución se trajo al ingeniero militar encargado de las defensas de Nápoles. Presidían la estructura de madera dos enormes estatuas del dios Marte y el dios Mercurio, en alusión, respectivamente, al rey y al propio Villamediana, cuyo oficio nominal, el de su estirpe desde varias generaciones, era el de correo real. Tal atrevimiento y falta de modestia eran típicos de don Juan de Tassis. También es verdad que los gastos del festejo corrieron a  su cargo, y que las ganas de satisfacer a su amada y de que todo fuera un éxito para el lucimiento de ella ante todos le hizo redoblar sus esfuerzos, esmerarse con la pluma, trabajar a destajo y ser generoso con los dineros. Porque era suyo, el escenario, y también la protagonista de la representación dicen que incendio a propósito la gran estructura de madera, que ardió por los cuatro costados. Y todo para tener una excusa para acercarse a la reina, tomarla en brazos y llevarla a  lugar seguro. Si hubo o no algo más que un simple acarreo no está claro. En algún lugar he leído que un paje llevó noticia al Conde Duque de que el pícaro galán había pillado "cacho". Esto es, que había habido magreo y tal vez hasta algún beso. Más que eso, coyunda se entiende, parece poco probable, salvo que el fuego de los amantes avanzase más rápido que las llamas.

7.- "Son mis amores reales".

La otra anécdota tiene lugar en la Plaza Mayor de Madrid, habilitada en esa ocasión como coso taurino. Ante la pareja real los nobles de la corte rivalizan por mostrar su destreza y valentía ante los astados. El Conde de Villamediana acude al festejo, entra en la plaza, adornado con una capa cuya abotonadura son reales de a ocho de plata, y con una divisa para la justa bordada en oro que dice: "Son mis amores reales". ¡Con un par... de banderillas!, que más que en el espinazo de la res clavaba en la frente del monarca. No solo tenía el arrojo de optar a un amor imposible, totalmente prohibido, sino que tenía el descaro de anunciarlo ante todos, ante el principal damnificado, que parece poco probable que no se diera por aludido.

La faena de don Juan fue apoteósica, según narran diversas crónicas. En unas leemos que recibió a su toro a porta gayola. En otras que socorrió a un amigo que se veía en un serio apuro, saltando al empedrado de la plaza cuando se vio en seria desventaja ante su oponente para distraer al toro y darle muerte. Éste murió alanceado por el conde, recibiendo el aplauso general. Cuando brindaba su muerte ya sabemos a quién, ésta comentó al rey: "Pica bien el conde". Leo el parlamento de la reina y me acuerdo de la expresión del rostro de la mujer de Edwin Moses mientras veía ganar a su marido la final de los 400 metros vallas de la Olimpiada de Los Ángeles. Utilizando una vulgar expresión actual, sin duda la reina mojaba braga viendo a su galán exhibir su hombría. La respuesta de Felipe IV, aunque lacónica, estuvo cargada de ironía y amenaza: "Pica bien, pero pica muy alto". Quién sabe si se sentía más celoso que ofendido, si se sentía más herido en su orgullo que en sus sentimientos. ¿Era una afrenta al rey o al esposo? Tal vez ambas cosas.

Isabel de Borbón y Juan de Tassis constituyen una de las parejas de amantes más reconocibles de la literatura castellana, ya sea con sus verdaderos nombres o con sus seudónimos literarios doña Inés Ulloa y don Juan Tenorio. Don Gregorio Marañón describe a Isabel de Borbón en su monografía sobre el mito de don Juan como un "modelo de lealtad y de intrepidez; mujer adorable por su belleza y por su gracia y por su egregio sentido de la responsabilidad". Es fácil entender que Villamediana se enamorase perdidamente de ella. Acostumbrado a alcanzar todo lo que se le antojaba en materia de mujeres, lo prohibido y lo imposible, lo pecaminoso incluso, lo avocado al peor de los castigos, debió de resultarle de un atractivo irresistible.

Como el Tenorio, el Conde de Villamediana era un señor ya maduro, muy corrido en amores, descreído, que había recobrado la fe al mirar el semblante limpio de una muchacha. Como doña Inés, Isabel de Borbón era apenas una cría, casi una novicia, que poca noticia tenía del amor. Solo había tenido un hombre antes de conocer a don Juan y se lo había impuesto la política. La monja estaba casada con Dios, la reina con el rey, que en el escalafón de lo sacrosanto constituía entonces el peldaño inmediatamente inferior. Tan sacrílego era escalar las tapias de un convento para galantear a una religiosa como los muros de un alcázar real para abordar a una dama de alcurnia real. Es obvio que las dos historias, la de ficción y la histórica, por más que esté última esté teñida de leyenda, no podían tener más que un solo desenlace: la muerte violenta de don Juan.

En su obra sobre don Juan don Gregorio Marañón dice lo siguiente sobre Villamediana:
«[...] ha pasado a la historia unido al nombre de una mujer, la reina Isabel de Borbón, a la que amó, se dice, con romántica gallardía, desafiando al mismo rey con la divisa: Son mis amores reales... La crónica añade que esta locura de amor le costó la existencia. A los pocos días de la brava hazaña, un asesino comprado por el Rey le asestó un ballestazo, al doblar su carroza una esquina de la calle Mayor. Por la ancha brecha se le fue la vida y el secreto de sus amores; pero de ella nació, regada en sangre, la leyenda que le ha unido para siempre a Doña Isabel.
Nadie lo ha puesto en duda nunca más. En un palacio viejo de un pueblo de La Mancha, a donde fui hace años, para ver a un viejecito que se moría—un viejecito que parecía haber sido testigo del paso de Don Quijote por aquellos campos—, vi colgada de la pared una reproducción del retrato de Doña Isabel que existe en el Museo del Prado de Madrid. Debajo del nombre de la Reina, una mano antigua había escrito, con tinta que apenas se leía ya: La novia de Villamediana [...]».

http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/f/f4/Vel%C3%A1zquez_-_Isabel_de_Borb%C3%B3n_%28Museo_del_Prado%2C_1634-35%29.jpg 
"La reina Isabel de Francia a caballo" de Diego Velázquez (Museo del Prado)

Una de las sorpresas más gratas que me he llevado al documentarme para poder escribir estas líneas es que el discurso de ingreso en la Real Academia Española de Luis Rosales, uno de mis poetas preferidos, versó precisamente sobre la pasión y muerte de Villamediana. Siempre tuve a este escritor por injustamente tratado. Adscrito a una corriente política determinada, la equivocada después de 1975, el haber estado involucrado en la muerte de García Lorca, aunque su papel fuera benigno, creo que ha propiciado que se haya querido extender sobre él, como con tantos otros autores del bando vencedor de la Guerra Civil, una manta de olvido. Pues bien, dice Luis Rosales que el soneto de amor platónico más hermoso que se haya escrito jamás en la Lengua Castellana es el que a continuación transcribo y que le escribiera don Juan de Tassis a Isabel de Borbón:
«El que fuere dichoso será amado;
y yo en amor no quiero ser dichoso,
teniendo, de mi mal propio envidioso
a dicha ser por vos tan desdichado.
Sólo es servir, servir sin ser premiado;
cerca está de grosero el venturoso;
seguir el bien a todos es forzoso,
yo sólo sigo el mal sin ser forzado.
No he menester ventura para amaros;
amo de vos lo que de vos entiendo,
no lo que espero, porque nada espero;
llévame el conoceros a adoraros;
servir, mas por servir, sólo pretendo;
de vos no quiero más que lo que os quiero».
Lo considera amor platónico Luis Rosales, el que profesó el conde por la reina, porque no cabe ninguna duda de que nunca fue consumado. La vigilancia a la que era sometida ella no hace posible creer otra cosa. Fue además un amor que nunca superó la primera etapa, la del enamoramiento, que vivirá eternamente joven a lo largo de los siglos gracias a la inesperada muerte del conde. Tal vez algún roce, mano contra mano, quizá alguna proximidad excesiva para susurrar algún secreto o confidencia al oído, pero poco más. Seamos optimistas y pensemos que durante la función teatral de Aranjuez, aprovechando la confusión creada por el incendio, don Juan pudo robarle un beso a su amada.

Tras tropezarme inesperadamente en esta búsqueda con mi adorado Luis Rosales y releer algo de su obra, me ha dado por pensar que el poema que abre su poemario "Diario de una resurrección" pudo estar al menos en parte inspirado en el improbable beso de don Juan de Tassis e Isabel de Borbón. 

«PALABRAS PARA ALGO MÁS QUE UN DOLOR
Tal vez sólo es posible que podamos amarnos mientras que dura un beso o si se quiere una ardentía
que, poco más o menos, es una lástima de incendio,
quizá una lágrima de incendio,
y no puede vivir sino acabándose,
como la duración de una palabra sólo nos dice su verdad cuando está terminada
y deja su memoria en el oído.
Tal vez tengo un cansancio dirimente
y he llegado hasta ti como el náufrago si le empujan las olas puede llegar hasta la playa,
y he comenzado a andar con unos pasos tartamudos
hasta quedar extenuado,
y esto es ya como ver la espalda al día,
esto ya no es amar sino caer,
seguir cayendo sobre tu cuerpo como la noche cae en el mundo,
mientras siento crujir mis huesos y mis besos.
Tal vez es cierto y sin embargo es triste
que nuestro amor sólo puede durar mientras que dure un beso,
pero al besarte el tiempo se establece,
y tu cuerpo comienza a ser una pregunta,
cada una de tus manos tiene su gesto propio,
y el mirar de tus ojos empieza a conjugarse en voz pasiva.
Así me voy llenando de música y de tiempo,
y la música es sed,
y la sed es tan corta que tiene que nacer continuamente
como nacen mis ojos cuando el vestido empieza a resbalar sobre tus caderas
y aparecen tus hombros soleados,
tu momentánea piel,
y tu cuello de miel agonizante,
y tu cintura que es de agua,
y recorro, una vez y otra vez, el corto territorio de tu vientre,
con un mirar infinitesimal,
con un encendimiento que cada vez se hace mayor
y que al fin se convierte en bautismo
sobre un pecho pequeño que cabe en un dedal
y unas rodillas fuertes y despiertísimas que alguna vez como las nubes tienden a separarse,
y las manos te nacen de repente igual que brota un manantial,
y las caricias vienen del origen del mundo,
ya que cuando se ama
todo el cuerpo termina siendo labio.
Y no puedo olvidar que esto es un premio,
amiga mía,
un premio que me han dado para identificarme con la nieve,
mientras te miro
y se borra poco a poco tu rostro como se empañan los cristales
pues estoy atendiendo a otro diálogo,
y este diálogo es una lágrima que tengo ya en el ojo,
puesta a punto
y nunca acaba de caer,
y se va convirtiendo en araña,
y siento tu temblor,
su velludo temblor parpadeándome,
y es un poco de miedo
o una embolia
que toca con su hielo esta vida que es mía
y la contabiliza, hora tras hora, como se cierra un inventario.
Y esto no es doloroso,
amiga mía,
esto es así,
como una mano que te agarra por dentro
pensando en que la carne se encienda sin arder,
y la demora se convierta en culpa
y el beso que te doy deje de ser una caricia
y sea más bien una pregunta,
esa pregunta destituyente
que no me atrevo a hacer sino en tu boca,
pues todo lo que soy depende de ella,
depende de saber que nuestro amor pudo resucitarnos
-ésta fue su misión y la ha cumplido--
pero
sólo puede durar
mientras que dura un beso».
Este poema fue escrito con posterioridad a la redacción del discurso de ingreso en la RAE. Cada vez que lo leo descubro más claves que parecen ligarlo a la historia que abordamos. Sé que me hago trampas a mí mismo. Hay alusión a sexo consumado en la segunda estrofa y eso parece una prueba irrefutable de que me equivoco. Sin embargo, quiero pensar que el poeta, poseído por el espíritu de Villamediana, evoca el recuerdo de un futuro que ya nunca será por su cercana muerte, pero que hubiera merecido serlo. Lo que se piensa y anhela con la suficiente fuerza acaba siendo real, al menos en el territorio de la poesía.

8.- Crimen nefando.

A toda explicación de unos hechos que alcanza un consenso generalizado tarda o temprano le llega el momento de ser revisada y puesta en duda, a menudo para que el nuevo consenso se apunte a la versión contraria. No podía escaparse a esta fiebre revisionista la historia que nos ocupa.

El primer palo en la rueda de nuestra preciosa historia de amores imposibles lo puso el escritor Juan Eugenio Hartzenbuch en su contestación al discurso de ingreso en la Real Academia Española de Francisco Cutanda, en 1871. En él demuestra de forma convincente que Francelisa, la supuesta musa de Juan de Tassis, no era Isabel de Borbón, sino la menina de la reina y favorita del rey, Francisca de Tavara. Con este dato, que las pruebas atestiguaban, se venía abajo el castillo de naipes creado por las fantasías y opiniones de la gente. No habían existido los amores entre el conde y la reina. Por tanto, el móvil del asesinato no era este y nadie había muerto por amor. Nuestro gozo romántico en un pozo. Adiós a la bella historia de romances arriesgados. La nueva versión revisada de la historia, también con lío de faldas, afirmaba que la causa del asesinato de estado sería también unos cuernos reales, pero la infiel al rey sería en este caso otra. Tendría nueva explicación también la divisa exhibida por el conde en la corrida de toros de la Plaza Mayor. Seguirían siendo amores reales los que profesara, pero no en la persona de la mujer del monarca sino en la de su amante.

Este entuerto lo resolverá Luis Rosales exactamente un siglo después, también durante un discurso de ingreso en la RAE. Cierto que Francelisa, contra todo pronóstico, a pesar de parecer el pseudónimo un evidente juego de palabras, no es la reina Isabel de Borbón pero, nos dice Rosales, los poemas dedicados a esta musa que se conocen no son muchos. Apenas tres de ellos pueden atribuirse con seguridad a Juan de Tassis. El resto son falsos o se sabe que son de otros autores, de imitadores o admiradores de Villanueva. Es más, en su monografía analiza en detalle los poemas, casi con lupa, para demostrar que ni siquiera se trata de poemas de amor. Hay demasiada frialdad en ellos. Son, sencillamente, la carta de presentación del rey ante la dama que está cortejando. Tal vez esquiva en los primeros envites. Palabras escritas para vencer la resistencia de ésta. Toda la corte, incluido el conde, conspiraba para meter en la cama del rey a la referida muchacha, y daba su bendición al lance. menos la reina, se sobrentiende.

Para corroborar esta teoría de urgencia basta con atender a los parlamentos que Juan de Tassis escribió para Francisca de Tavara en su obra "La Gloria de Niquea", aquella cuya representación en Aranjuez acabó de forma accidentada. El estilo y sentido de los versos es muy parecido al de los poemas dedicados a Francelisa y en ellos queda claro, aunque en clave, que quien corteja a la moza portuguesa es Felipe IV.

Pero pensémoslo con calma. Que Villanueva estuviese enamorado de Isabel no excluye que lograse seducir a la dama de compañía, tal vez por el mero placer de lo arriesgado de la conquista, por ser el cornudo quien era y darle un gran valor añadido al mérito en el cobro de la pieza. Desde luego no tengo dotes para el análisis forense como don Gregorio Marañón, pero se me hace muy fácil pensar que Villanueva fuese un adicto al sexo. Más adelante se verá que esta tesis es bastante plausible por un nuevo dato aun no revelado. Y si era un adicto al sexo, y con su amada no había posibilidad alguna de satisfacer esa pulsión, es bastante probable que se entretuviese y desfogase con otras mujeres. Francisca de Tavara estaba a su alcance, era quizá la mujer más hermosa de la corte, morena y graciosa, llena de luz e ingenio, y cortejarla era divertido por el riesgo que comportaba. Juan de Tasis era un auténtico kamikaze.

Corroboran este affaire entre el conde y la menina diversos chismorreos, en especial los de algunos viajeros extranjeros de paso por la corte de Madrid. Durante los primeros años después del asesinato el lógico silencio que pesó sobre el luctuoso suceso, por ser bien claro que detrás de él estaba la voluntad de gente en extremo poderosa, solo fue roto por personas de allende nuestras fronteras, que en cartas o crónicas hablaban del asunto con cierta libertad. En uno de esos chismes, difícil de creer, se nos dice que el rey, escamado, sintiendo cierta comezón en la frente, habría acudido a la casa del conde disfrazado de criado. Allí habría sorprendido a su amada en brazos de don Juan. Éste, aprovechando que Felipe IV venía de incógnito, además disfrazado de persona sin ninguna relevancia, para aumentar la guasa del asunto, le habría propinado un par de coscorrones al muchacho, devolviéndolo a la calle de malos modos. Eso habría ocurrido el 20 de agosto, es decir, la víspera del asesinato.

¿Tiene sentido que el rey mandase matar a Villamediana por acostarse con su querida? Para mí no mucho. Si estuviese enamorado de ella quizá en un arrebato, aunque tampoco me convence esa hipótesis. Además ya sabemos lo voluble y antojadizo que era Felipe IV en asunto de mujeres. Fue una auténtica factoría de niños bastardos, siempre a pleno rendimiento y con distintas madres. ¿Le duró mucho el capricho portugués? Apuesto a que no mucho. ¿Merecía la pena enfangar su reputación porque alguien le aguase ese capricho? Imaginó que sus consejeros le dirían que no.

Si dudar de la identidad de la amante del conde que había ocasionado los celos del rey no era suficiente, una segunda cuestión se puso sobre la mesa a principios del siglo XX para tratar de hacer descarrilar definitivamente la leyenda en su trayectoria ya de siglos. En su estudio "La muerte del Conde de Villamediana" Narciso Alonso Cortés anuncia haber descubierto en el Archivo de Simancas un documento en el que se identifica a Juan de Tassis entre los acusados en un proceso de investigación por la práctica de la sodomía. Un crimen nefando, como lo denomina Gregorio Marañón, que se hace eco de la noticia en su análisis del mito de Don Juan. Ya sabemos que desde hace un tiempo cunde la sospecha entre psicólogos y feministas de que en el seductor empedernido anida un complejo de falta de hombría, una inseguridad por ciertos impulsos homosexuales que no logra contralar, y menos aun entender, y que intenta tapar a los demás y a sí mismo haciendo alarde de unas dotes para conquistar el género femenino.

El proceso empezó a instruirse en los últimos días de vida de Villamediana y concluyó con el ajusticiamiento de varias personas algunas fechas después de su asesinato. Entre aquellos que subieron al cadalso se contaron varios criados del propio conde, lo que refuerza la hipótesis de que fuera cierto que practicara la sodomía. Seguramente podía satisfacer estos apetitos distintos sin tener que salir de su propio palacio. Era esta una práctica sexual que no se toleraba en la sociedad del Siglo de oro. No solo se consideraba en contra de las leyes naturales, sino también de las leyes divinas. Sabemos de la impiedad de Villamediana, que no sólo no la ocultaba sino que a menudo la exhibía con descaro, en lugar sagrado incluso. Más comedido le suponemos para no llamar la atención en lo referente a la sodomía, pero quizá no lo suficiente para que alguna indiscreción le delatara.

Quevedo es sumamente severo con Villamediana en algunos textos que le dedica tras su muerte. Hay que recordar que Villamediana era discípulo y amigo íntimo de su principal enemigo: Baltasar Gracián. En su obra "Grandes anales de los quince días", la crónica de los primeros años de reinado de Felipe IV, le acusa de impiedad y de no haber querido aliviar su alma estando en trance de morir, de no haber querido confesar sus pecados tras ser advertido por el confesor de Baltasar de Zúñiga -el mentor del Conde Duque de Olivares y personaje relevante del gobierno-. Nos dice Quevedo que el muy truhán de Villamediana, tras serle anunciado que estaba próxima su muerte, esto es, que estaban a punto de darle matarile, se desentendió completamente de los asuntos de su alma. Más aun, que mientras se le derramaba la sangre y la vida por la herida abierta en el costado por su asesino no quiso ser atendido por ningún religioso. Es tremendo. Para Quevedo parece haber más pecado en la actitud de la víctima que en la del verdugo y su instigador. ¿A qué me suena ésto? En todo caso, pocos instantes permaneció consciente el conde tras ser acuchillado. El cura que pudo atenderle, si hacemos caso a la narración pictórica de los hechos que realiza Manuel Ballesteros, lo hizo estando ya en coma, sino era ya un cadáver.

El aviso de finiquito le llegó la misma mañana del 21. Poco tiempo le dieron para poner sus asuntos en regla. Y es que la advertencia no tenía por objeto hacerle desistir en su actitud, fuese la que fuese, su galanteo con la reina o la menina, o cualquier otra cosa que ofendiese al rey o a su gobierno. Se trataba simplemente de darle oportunidad de ponerse a bien con el Creador. En eso eran muy mirados en aquellos tiempos. Matar al prójimo, tal vez pudiese tolerarse. La razón de estado a veces lo exige. Ser la causa de la condena de su alma, eso nunca.

9.- El triunfo del amor.

Pero nos estamos desviando de lo sustancial, de lo que nos importa. ¿Que Villamediana fuese un sodomita imposibilita que amase a Isabel de Borbón? Ciertamente no vemos porque ha de ser así. En el peor de los casos recordemos que su amor era de carácter platónico. Amor ajeno a la carne, por así decir, solo territorio del alma, y por ello quizá más arrebatado además de lírico. Pero hay una explicación mucho más sencilla: Que Villamediana fuera bisexual. Son muchos los testimonios sobre sus hazañas sexuales con mujeres. Demasiados como para creer que solo fueran una fachada para ocultar otras inclinaciones. Es más fácil pensar que su adicción al sexo, su falta de escrúpulos morales -hoy día, felizmente, está más o menos aceptado que la moral no tiene mucho que ver con la orientación sexual, pero no eran ni mucho de esa opinión entonces- y su versatilidad le hicieron explorar otros derroteros poco frecuentados por los hombres de su tiempo. Por supuesto, también cabe la posibilidad de que la acusación fuera falsa. Ya sabemos la inveterada afición del poder a mentir para defenderse, perpetuarse o salirse con al suya. Luis Rosales es de esta opinión, y aporta como prueba diversas letrillas que circularon clandestinamente en las que se acusaba al poder de tratar de mancillar el honor del conde. Por ejemplo, ésta del Conde de Saldaña:
«Yace aquí quien supo mal
usar del saber tan bien
y quien nunca tuvo quien
le fuese amigo leal.
El fue señor sin igual,
invencible en el ardor;
águila que al resplandor
del Sol, se opuso tan fuerte,
que no le quitó la muerte
la vida, sino el honor».
Lógicamente el Sol al que se refiere es el propio monarca. El propio Quevedo, en un poema de circulación mucho más restringida que los textos en los que atacaba al conde, seguramente para adular al poder, era bastante menos lisonjero con éste, incluso beligerante con él:
«Aquí una mano violenta,
más segura que atrevida,
atajó el paso a una vida
y abrió camino a una afrenta.
El poder que osado intenta
"tapar" la espada desnuda».
La afrenta a la que se refiere muy probablemente sea la falsa acusación de sodomía. El poder, además, trata de engañar a la opinión pública ocultando el arma, su intervención en los hechos.

Pero, insistimos, este asunto es lo de menos. La posible bisexualidad u homosexualidad de Villamediana, al margen de poner en entredicho para algunos su fama de extrema virilidad, y yo creo que ni eso, la hombría se debería medir con otras variables, poco resta a la leyenda tal cual fue parida en los mentideros de la villa. No es casual que Manuel Caballero sitúe como telón de fondo de su cuadro las gradas de San Felipe, principal mentidero de Madrid. La opinión pública se convirtió en un personaje más del drama, el principal al margen de los dos amantes.

Sin duda una de mis mejores momentos en el instituto fue en una clase de literatura con la profesora Ernestina, la fantasía sexual de toda una generación de incipientes adolescentes, cuando me preguntó, delante de todos, allí, de pie ante mi pupitre, por la cuestión del día: "diferencias entre el Tenorio de Zorrilla y Romeo de Shakespeare". No sé si estuve brillante. Seguramente no llegué a tanto. Hablar en público, y para mí lo era hacerlo hasta ante mis compañeros de clase o mi propia familia, constituía para mí una auténtica pesadilla. Pero logré convencer a los demás de mi propuesta, que improvisé sobre la marcha porque, como hacía siempre, no había hecho en casa la víspera los deberes. Y no suelo convencer nunca a nadie. Hasta le puse titular a mi breve discurso: El amor de don Juan por doña Inés es más auténtico que el de Romeo por Julieta. Aun lo sigo pensando. No sé si podré disuadir a quien no lo crea de los que ahora me leen.

El de Romeo es una amor que surge de su inexperiencia del mundo. El de don Juan está basado en el conocimiento de la vida. Romeo apenas conoce el lado tenebroso de sus semejantes y desconoce completamente el suyo. Está en el momento más luminoso de su vida, el del primer amor. Don Juan no solo conoce a su prójimo, su podredumbre, sino que ha descendido hasta lo más hondo de su propio infierno interior. Julieta es para Romeo el sol que asoma por el oriente, el astro en su cénit, en el mediodía, que arroja luz sin crear sombras. Inés para don Juan es como la claridad de la Luna en la madrugada. Luz sin contrastes frente a claroscuro caravaggesco. Hambre de vida frente a abandono de todo. "De vos no quiero más que lo que os quiero", afirma Juan de Tassis en su soneto a Isabel de Borbón, y lo hace por que sabe que ese desprendimiento absoluto de todo le permite caminar entre la inmundicia de este mundo sin sufrir una sola mancha.

"Viviendo pareció digno de muerte, muriendo pareció digno de vida" dirá Juan de Tassis de Rodrigo Calderón, el Marqués de Siete Iglesias -personaje muy influyente en el reinado de Felipe III y que, como él, fue eliminado de la escena política por el poder imperante en el nuevo orden con Felipe IV, en su caso previo paso por el cadalso- en el epitafio que le dedicara, y son palabras que bien pueden aplicarse a él también. Si el amor redime, si hay perdón para quien ama, como la del Tenorio, por miserable que fuese el alma de Villamediana, su amor por Isabel de Borbón le hace merecedor de haber tenido otro final.

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El Jardín de la isla. Real Sitio de Aranjuez.

10.- El rastro de Villamediana.

Para enterrar el cadáver de Villamediana se utilizó un ataúd de los que se utilizaban para los ajusticiados en la horca. Tal era la prisa que había por desembarazarse del cuerpo que no se pudo esperar a que se confeccionase un féretro de calidad más acorde a los posibles y los gustos del difunto. Otra afrenta más al conde de quienes le limpiaron de en medio, de los que trataron en los días sucesivos, con suerte parcial, borrar todo rastro suyo. Al menos rastros físicos, ya que el inmaterial, la memoria en las gentes, ya sabemos que fue imposible. En este orden de cosas, le choca particularmente a Héctor Pérez Rincón en su escrito "Una hipótesis sobre la iconografía de Villamediana" que no se conozca ningún retrato suyo, con lo vanidoso que era y las ganas que tenía de hacerse notar y medrar en la corte. Y cree haber resuelto esta pequeña paradoja.

Se dice de él, lo decía su amigo Góngora, que tenía un gusto exquisito en cuestión de diamantes, pinturas y caballos. Su pinacoteca personal era célebre y muy codiciada por otros coleccionistas. Apenas se sabe nada de los cuadros que la componían, al margen del Caravaggio que ha sido el punto de arranque en este periplo por la memoria de Juan de Tassis. Se cree que buena parte de su colección fue adquirida por Carlos I de Inglaterra en 1623, cuando vino a Madrid a solicitar la mano de la infanta Ana María, la hermana de Felipe IV. En su visita a la capital de España lo que más le sorprendió fue la fastuosa colección de pintura del joven rey, adquirida por herencia de sus predecesores e incrementada con numerosas compras. El Príncipe de Gales se volvió también un ávido coleccionista. Entre lo que pudo adquirir para iniciar su propia colección estuvo parte de la almoneda del Conde de Villamediana, aunque se desconoce que obras en concreto fueron las que adquirió. Lo que no acabó en Inglaterra fue a engrosar las colecciones reales, como el "David vencedor de Goliath".

Casi dos siglos después, en la Batalla de Arapiles, el Conde de Wellington derrotó el ejército de Napoleón en retirada de España. Entre el botín de guerra se incluía lo que se en su momento se denominó como el equipaje del Rey José (Bonaparte), denominación que le sirvió a Benito Galdós para titular uno de sus episodios nacionales. Dicho equipaje no era otra cosa que un conjunto de carretas tan cargadas de obras de arte y joyas robadas en el palacio de Madrid y otros lugares, que su peso convirtió en un suplicio la retirada y al fin se tuvo que abandonar en el barro de la ribera al tener cruzar un río. Entre lo acarreado se contaba medio centenar de obras maestras de pintura de las colecciones reales españolas. Cuando Wellington, todo un caballero, quiso devolver el botín,  su dueño, Fernando VII se lo cedió en pago a sus servicios. Ni que decir tiene que me tiro de los pelos cada vez que me tropiezo con esta historia en alguna lectura.

Entro lo perdido irremisiblemente para el Museo del Prado, ya que ese casi seguro que habría sido el destino final al cabo del tiempo de buena parte de ese medio centenar de obras maestras, está un retrato de un personaje desconocido, que ahora cuelga en el Museo Wellington de Londres.

http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/a/a6/Diego_Vel%C3%A1zquez_061.jpg 
"Retrato de personaje anónimo" de Diego Velázquez (Wellington Museum, Londres)

Pérez Rincón cree que este personaje desconocido, que se ha tratado de identificar sucesivamente con Antonio Pérez, Calderón de la Barca, Alonso Cano, el propio Velázquez y José Nieto -el aposentador de la reina -el personaje que aparece al fondo de "Las Meninas" para abrirle la puerta del obrador del pintor a los reyes-, es en realidad don Juan de Tassis. No le convence ninguna de las cinco alternativas propuestas, la primera de ellas un dislate y el resto poco convincentes. La luminosidad del cuadro encajaría con el estilo del pintor a su llegada a la corte de Madrid. La calva incipiente del modelo sería coherente con el aspecto que sabemos que tenía el conde, también el gesto confiado y hasta arrogante. Para explicar que se haya perdido la memoria de la identidad del caballero plantea una sugerente hipótesis. Hace notar que es extraño que exista un retrato de Góngora de mano de Velázquez pintado en aquellas mismas fechas, hacia 1622, año de la muerte de Villamediana. Le parece sospechoso ya que es fama que el escritor andaba siempre a dos velas, sin apenas dinero para mantenerse. Entre quienes sufrían sus sablazos se contaba su amigo y discípulo Juan de Tassis. ¿Cómo pudo costearse Góngora un retrato del artista emergente del momento? Imaginamos que sus servicios no debían ser baratos. Pérez Rincón lo tiene claro: Villamediana se hizo retratar por el sevillano, dentro de su estrategia de medro en la corte, y de paso le pagó otro retrato a su compadre, que ahora cuelga en el Museo de Bellas Artes de Boston, aunque existan dos copias en Madrid, probablemente del taller del pintor, una en el Museo del Prado y otra en el Museo Lázaro Galdiano. Es fácil pensar que al ser eliminado el conde pocos meses después y convertirse su nombre en un elemento cáustico y peligroso, el pintor retirase de la circulación el retrato y se perdiese noticia de quien representaba.

Podemos consolarnos de lo mucho que desconocemos en este asunto pensando que, aparte del legado disperso y poco conocido de su colección de pintura, que tanto información podría darnos sobre su persona y su anécdota, queda otro rastro más trascendente y totalmente indeleble de Juan de Tassis: su poesía. También su memoria en el imaginario colectivo, en su tiempo en el común de las gentes, hoy solo en los estudiosos y gente culta, aunque de tanto en tanto, con una frecuencia cada vez más espaciada, su leyenda inspire una novela histórica o un libro de análisis sobre su apasionante figura.

 Diego Rodríguez de Silva y Velázquez - Luis de Góngora y Argote - Google Art Project.jpg
"Retrato de Luis de Góngora y Argote" de Diego Velázquez (Museo de Bellas Artes de Boston)

 
 "Retrato de Luis de Góngora y Argote" de Diego Velázquez. Copia de taller (Museo del Prado)

11. Don Luis de Haro.

A pesar de lo que digan las interpretaciones habituales del cuadro de Manuel Caballero, a estas alturas tenemos meridianamente claro que lo que sostiene en la mano Don Luis de Haro no es un billete con un poema a Franceslisa manuscrito de Villamediana. En todo caso un soneto a Isabel de Borbón. Pero eso poco importa. Algo en lo que insisten todas las crónicas y descripciones del suceso de aquel 21 de agosto, es en que a la vuelta a casa Villamediana quiso hacerse acompañar por don Luis y que tuvo que insistir mucho para que accediera. La razón es evidente. Para entonces ya había sido advertido por su tío, el Conde Duque de Olivares, de que Juan de Tassis no era una compañía apropiada. Es de suponer que no estaba advertido o no había advertido en las palabras de don Gaspar de hasta qué punto, porque si no habría sido más firme en su renuencia a viajar en el carruaje del conde.

Me resulta muy sugestiva la imagen de los dos amigos sentados en el interior del coche de caballos charlando de su cosas, de lances amorosos o de arte, chismorreando maledicencias de sus respectivos enemigos. Es una imagen cargada de poder simbólico, porque ambos hombres representaban en ese momento la España que pudo haber sido y la que finalmente fue. Tras su caída en desgracia dos décadas después al Conde Duque le sucedió en el poder su sobrino. Pero aquella tarde de verano Villamediana era el astro ascendente, que se aproximaba, peligrosamente para los intereses de don Gaspar, al afecto de los reyes, a través fundamentalmente de ella, aunque también le era grato a Felipe IV. Acabáramos, esa y no otra es la verdadera razón que explica su sentencia de muerte. Para que el rey autorizara tal medida seguramente don Gaspar tuvo que ser muy persuasivo. Me cuesta creer, a  pesar de su juventud, que los celos sirvieran como dato para convencerle del todo, tal vez si como acicate. Me resulta más probable como causa última la cuestión de la sodomía, que tras la muerte del conde fue silenciada por Felipe IV, al que le pareció suficiente con acuchillar su cuerpo para tener que hacerlo también con su reputación, aunque quedara registro de su acusación en los archivos.

Muchos años después de todo aquello, estando ya en la privanza del rey, don Luis de Haro viajó a Londres en una misión de suma importancia para Felipe IV. Debía adquirir sin ahorrar esfuerzos económicos y diplomáticos cuantas más obras pudiera en la almoneda del difunto rey Carlos I, que acababa de ser decapitado por orden de Oliver Cromwell. Entre lo que pudo pescar en aquel río revuelto se incluían obras de Corregio, Mantegna y Rafael. Me gusta pensar que también alguna pieza de la colección de Juan de Tassis. Quizá lo sepamos algún día con certeza.

12.- Bibliografía.
  • «Contestación de Juan Eugenio Hartzenbuch al discurso de ingreso en la Real Academia Española de Francisco Cutanda». 17 de marzo de 1871. Madrid.
  •  «El Conde de Villamediana». Emilio Cotarelo Mori. Estudio Tipográfico "Sucesores de Ryvadeneyra". 1886. Madrid.
  • «La muerte del Conde de Villamediana». Narciso Alonso Cortés. Imprenta del Colegio Santiago, 1928. Valladolid.
  • «Pasión y muerte del Conde de Villamediana». Discurso de ingreso en la Real Academia Española. 19 de abril de 1964. Madrid.
  •  «Decidnos. ¿Quién mató al conde? Las siete muertes del Conde Villamediana». Néstor Luján. Editorial Plaza & Janés. Premio Nacional de Novela 1987.
  • «"La muerte del conde de Villamediana", de Manuel Castellano (1826-1880) y sus dibujos preparatorios». José Luis Díez García. Boletín del Museo del Prado, 1988. Madrid.
  • «Una hipótesis sobre la iconografía de Villamediana». Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas. Volumen 15, número 59. Héctor Pérez Rincón. México. 1988
  • «Don Juan». Gregorio Marañón; Amiel. Colección Austral. Editorial Espasa. 1995.
  • «Don Juan. Tres perfiles de un mito». Sergio García Oriol. Actas del XXXII Congreso de la Asociación Europea de Profesores de Español (AEPE). 1997.
  •  «Los códices de Leonardo en España». Nicolás García Tapia. Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología. Tomo 63. 1997.
  •  «Como humo aquel fuego». Juan Pedro Moscardó Roca. Editorial Apóstrofe. 1999.
  • «Capa y espada». Fernando Fernán Gómez. Editorial Espasa. 2001.
  • «El silencio en la poesía amorosa del Conde de Villamediana». Horst Weich. Actas del VI Congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro, Burgos-La Rioja. 2002.
  •  «El Conde de Villamediana». Emilio Cotarelo Y Mori. Visor Libros. 2003
  •  «Don Juan de Espina y los autómatas». Ramón Mayrata. http://www.ramonmayrata.com. 2012.

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