lunes, 31 de marzo de 2014

El Fútbol y sus aledaños (151) - Pitos sí, pitos no



Pitos sí, pitos no

Pitos sí o pitos no, ese es el debate. Al menos el que se nos plantea esta semana, mientras llega la Champions mañana mismo. Pues eso, pues qué bien el que vaya a ser corto, aunque volverá a reproducirse con el tiempo. Se trata de un asunto cíclico que ya en tiempos de Zidane y tantos otros fue objeto de discusiones. Ojalá una solución salomónica, que nos partieran por la mitad y nos quedáramos todos en silencio, porque reconozco que el tema me aburre y me parece en buena un asunto tramposo. Aunque, bien mirado eso sería, el partir a la gente por la mitad, como dar la razón a los que defensores de la segunda opción, y quizá en caso de tener que decantarme, la haría por primera. Es decir, no tanto pitar como norma habitual de conducta que me gustaría seguir como el permitir que lo haga quien lo estime oportuno o en un momento dado le apetezca. Incluso pitar a los que pitan. Anda que no ha ocurrido veces en el Bernabéu, afear la conducta a los que protestan a los de corto sobre el césped que van de blanco o reproducen cánticos que no nos gustan. El sábado, sin ir más lejos, buena parte del estadio pitó a la grada de animación por desearle al Rayo Vallecano que tomara a la mayor brevedad posible el ascensor para descender a segunda. Quedó feo. Un poco cobarde incluso, después de haberlo pasado relativamente mal durante unos 50 minutos, con la sombra de la duda cerniéndose sobre el estadio de un posible empate. O una debacle peor, como la que se produjo en Sevilla la semana pasada cuando el equipo se desmoronó como una castillo de naipes en el segundo tiempo después de haber edificado un precioso edificio de fútbol durante el primero.

Todo esto viene a colación por los pitos que se escucharon durante el partido hacia algunos jugadores. Vaya por delante que los pitos fueron siempre mínimos, procedentes de sectores localizados o emitidos por un bajo porcentaje de personas entre los asistentes. Los reticentes con el equipo fueron muy pocos -quizá demasiado pocos, muchos menos de los esperados, si tenemos en cuenta que veníamos de dos derrotas seguidas, ambas muy dolorosas e incomprensibles- pero se hicieron notar gracias a la calma chicha que suele reinar en el Bernabéu. Creo que el asunto no da para organizar excesivos dramas, para proponer una purga de malos madridistas, ya se tratase de piperos o yihadistas. O quienes quiera que fuesen los silbantes. Que a ver quien es el espabilado que lo averigua ahora y luego nos lo demuestra. Los receptores de las protestas fueron en concreto tres jugadores: Benzemá, Diego López y CR7, al menos que yo me diera cuenta. Y las razones fueran bien distintas en cada caso.Casi que se silbó más al árbitro por algún fallo que luego no fue tal. Yo protesté con ira lo que creí un penalti clamoroso a Bale cuando estaba en trance de chutar a puerta para marcar gol, que al verlo en la televisión con tranquilidad se transformó en un tropezón al patear el gales con la puntera al césped en vez de al balón. Es que la tele a veces hace magia, como David Copperfield sobre el escenario. ¿Alguien cree que debería pedir perdón al árbitro por mis injustas protestas? Ah, que sí? Pues le pido disculpas desde aquí. Oye, que llovía, había humedad y hacia un poco de biruji y por eso tenía sucias y empañadas las gafas.

Las protestas a CR7 fueron puntuales, puramente coyunturales. Se localizaron en un instante muy concreto del partido. Ya se le había aclamado y vitoreado antes, en especial tras abrir el marcador con un gol espléndido, en el que explotó su potencia para irrumpir en el área "celérico", aprovecharse de un pase al hueco de un compañero y burlar la salida del portero. El acuerdo entre la afición y el jugador me atrevería a asegurar que es casi pleno. Habrá quien le discuta aun la sal, a quien no le caiga del todo bien el muchacho, por guapo y rico me imagino, pero las protestas sistemáticas al jugador, gracias a Dios, hace tiempo que pasaron a una mejor vida en el recuerdo. En un momento de zozobra del Rayo, en otro más de los numerosos contraataques en que su defensa quedó totalmente desbordada, CR7 se planto solo ante el portero, escoltado por Benzemá y Bale, y en vez de ceder el balón a cualquiera de ellos, que no habrían tenido más que empujar el balón para marcar, incluso con soplidos, pues no tenían oposición alguna, se emperró en culminar él la jugada, malográndola miserablemente. ¿Se puede tildar el fallo como de pecado mortal?¿Lo son tímidos pitidos que se escucharon? Pienso que ni el uno ni los otros. Creo, y es mera conjetura, por supuesto, que en río el revuelto en que se había convertido ya el área del Rayo Vallecano, Ronaldo quiso pescar otro gol para su cuenta del Pichichi y la Bota de Oro. Unos minutos atrás Bale había optado también por finalizar él un contraataque tras conducir el balón casi la longitud total de la cancha pero, eso sí, no había errado al definir. Quizá CR7 pensó que su sprint sin premio para segundar al galés en aquella otra jugada era un argumento más para poder ser egoísta y que se le perdonara. O tal vez quiso competir con Gareth para quedarse con el título honorífico de mejor gol de la jornada. A veces es demasiado competitivo. Pero no conviene reprochárselo mucho porque el Real Madrid vive estos últimos años en especial de su afán de gloria. las lágrimas cuando recogió el balón de oro como que las secunbdamos casi todos, ¿no?. El caso es que se la jugó y le salió cruz. Llamémoslo soberbia, egoísmo o, simplemente, mala suerte. Creo que la protesta del público estaba justificada, el enfado puntual con él, más si tenemos en cuenta la poca intensidad del mismo. Tampoco es que en la apuesta se jugara el signo del partido. Fue un mero toque de atención. Hay quien cree que despotricar de un jugador es lícito, ridiculizarlo o insultarle públicamente en internet, pero que pitarle en el estadio es crimen de lesa patria, un acto de traición a la causa común. Y para mí que en el razonamiento hay un salto en el vacío, una clara falta de concordancia, pero puede que me equivoque. Podemos tratar a los jugadores como dioses infalibles a los que solo se les puede rezar -aclamar en la traducción al lenguaje futbolístico-, lo hagan bien o lo hagan mal, tenga o no un valor añadido negativo el fallo que hayan cometido, en el caso que nos ocupa ahora una fea dosis de egoísmo y falta de visión de grupo. Y es lícito. Cada cual su forma de entender y sentir el fútbol. Pero en caso de considerarlos exentos de crítica por la afición ya no procede la idea de considerarlos como meros profesionales. Yo jamás pitaría a un jugador, nunca lo he hecho, porque me siento unido a ellos con lazos afectivosos. Así de cursi que soy. No les puedo ver como meros asalariados y tasarlos exclusivamente pro su productividad laboral, como me pide que haga el mourinhismo. A mi me duele verlos perder, más aun si se lo merecen, comter errores. Me causa tristeza verlos cuando no dan la talla. Sus fracasos los asumo como propios, yo que tantos tengo a diario, no me mueven a la ira ni siento deseos de desterrarlos del grupo, de la familia madridista por considerarlos traidores cuando fracasan.

A CR7 se le pitó por que se equivocó, sin más. Luego, al rato, se le volvió a aclamar, es posible que hasta los mismos que le habían afeado el detalle de no querer regalar un gol ue ya llevaba su firma. Este tipo de protesta de la grada a mi me recuerda al cachete que se le da a un crío para que sepa cuando se ha portado mal, que hemos advertido su error y que ha de aprender de él. No se trata de procurar dolor sino de corregir una conducta y evitar que se repita. Quizá sea más dañino lo que hago yo con su educación, consentirlos y no advertirles cuando obran mal. De benzemá nunca rngué ni cuando no deba una a derechas. A Roberto Carlos se le pitó en su día cuando empezó a desbarrar en el campo, con gestos que estaban de más durante un proceso de renovación complicado. Se llevó las manos a las orejas durante la celebración de un gol -"Florentino, elévame la ficha hasta donde te pido"- y la pitada contar él fue monumental. Luego aquello se superó y el Bernabéu le volvió a demostrar la adoración que sentía por él. Creo que hay pitos que se hacen escuchar desde el cariño o el máximo respecto. No todos los pitos son iguales. Ojalá el lenguaje con el que la grada puede comunicarse con el equipo fuera más rico, más colorido, mucho más capaz de expresar los matices.

Los pitos a Benzemá están en otra escala de razones. Creo que obedecieron a dos factores que confluyeron duarante el partido: 1) Que el francés no cuajó un buen encuentro; y 2) Que el equipo venía de dos derrotas consecutivas y el público desenterró algunos de sus desacuerdos de fondo con la plantilla. A un sector no desdeñable de la afición, suficientemente nutrido para que deba ser tenido en cuenta, sigue sin gustarle Karim, considera que sus virtudes no son suficientes para jugar en el Real Madrid o no son lo que el equipo necesita para cubrir con garantías la plaza del 9. Digamos que estábamos sensibles por haber perdido buena parte de las opciones para ganar la liga en tres días hacia menos de una semana y el que más y el que menos se acordó de lo que menos le gusta del actual proyecto deportivo. Me parece humano. A eso se llama sacar conclusiones en caliente. También dolerse de la herida cuando supura pus. Y a mí bien que me jode, aunque lo entienda, que se le utilizara como chivo expiatorio me refiero, como cabeza de turco, porque soy benzemista hasta la médula desde el minuto uno y me gusta este jugador hasta en los partidos en que mete la pata -es decir, cuando no la mete lo suficiente y se le adelantan sistemáticamente los centrales-. Pero lo entiendo. Creo que entra dentro de lo lícito que un determinado jugador no te guste, y es humano expresarlo con más vehemencia a favor de corriente, cuando muerde el polvo y no da una a derechas. Tampoco es el caso. Es llamativa la protesta porque Benzemá viene de jugar magníficos encuentros. Hasta sus máximos detractores han tenido que admitirlo. Uno de los efectos colaterales más satisfactorios de los dos meses y medio de bonanza que se han vivido antes del partido contra los culés ha sido el silencio que ha reinado en torno a Benzemá. Ya que es una quimera pensar en que se le aclame, como ya se consiguió el año pasado con CR7 tras una travesía del desierto que duró varias temporadas, al menos que haya un silencio aséptico, que no infecte de dudas al jugador y de tristeza a los que nos chifla su juego. ¿Que no era el momento más justo para pitarle?, cierto, pero, ¿quien no ha sido ventajista alguna vez al expresar su opinión sobre un jugador al que no traga? Si acaba de meter un gol de chilena pues te la guardas para tí.

Y llegamos al caso más enojoso de los tres, lleno de aristas punzantes: Los pitos a Diego López. No fueron intensos ni proferidos por muchos, pero se dejaron escuchar y, lo que es peor, los oyó el interesado en pleno partido. Suficiente tensión hay acumulada en torno al debate de la portería hay ya para aplicar más kilos de presión a las ya muy tirantes circunstancias. Pero es que además de inconvenientes los pitos fueron injustos. Más aun: premeditados. Se oyeron en la primera ocasión en que el portero intervino en una acción intrascendente. Está claro que venían pensados de casa. Se volvieron  escuchar algunas veces más, puede que en dos o tres lances más. Eso sí, con menos decibelios cada vez. Digamos que la protesta fue a menos hasta desaparecer a lo largo del encuentro, en parte por el efecto balsámico de los goles, en parte porque otro sector del estadio mostró su desacuerdo con ella. O al menos eso quiero creer yo. Aunque no lo tenga claro. ¿Cómo se muestra la disconformidad con la gente que pita en el estadio?¿Con más pitos? Ojalá unos pudieran anular los otros, hacerlos desaparecer, como cuando una partícula se encuentra con su antipartícula. Pero la lógica nos dice que se sumarían unos a otros viéndose reforzada la música de viento. Ojalá las discrepancias pudieran expresarse por escrito, de forma individualizada o colectiva, como en los fallos de un tribunal de jueces. A esto me refiero cuando digo que el lenguaje con el que se comunica la grada es demasiado esquemático. Los pitos a Diego López tuvieron una orla de runrunes, valga el "palabro", a veces incluso más audibles que los pitos en sí, y que evidenciaron una cierta división en el respetable en el asunto sometido a improvisado debate. En todo caso, ¿cual era el reproche a Diego López? ¿Que estuviera jugando en vez de Iker Casillas? Eso es una decisión potestad del entrenador no del jugador, luego es hacia el banquillo hacia donde deberían haberse dirigido las protestas. Es más, se trata de una decisión muy antigua, de cuando comenzó la temporada y que se creía ya superada. Digamos que en esto obró el mismo fenómeno que explican los pitos a Benzmá. Aquellos que están en desacuerdo con que no juegue Iker o con que lo haga Diego, se acordaron otra vez de su malestar de fondo a raíz de los acontecimientos recientes en la liga. Pero con la nota discordante de que si bien el francés hizo un mal partido el de Diego no fue ni bueno ni malo, sino todo lo contrario. Apenas si tuvo que intervenir, como les venía ocurriendo a ambos porteros antes de "Los tres días del cóndor", los que volvieron nuestros opciones a ganar la liga en pura carroña. Tranquilos, que lo mismo el tramo final se convierte en un episodio de "The Walking Dead". Nunca se sabe. Eso es lo bonito del fútbol. Y que opinemos con escasa capacidad para analizar lo ya sucedido y para vaticinar lo que vendrá después.

¿Entonces qué?¿Se le estaban reprochando las derrotas a Diego López? Creo que ese es el asunto. Y allá cada cual con sus ideas, pero todos los partidos deberían iniciarse con el kilometraje de los jugadores puesto a cero, sin deudas acumuladas en el taxímetro. Eso o pedir el divorcio con el equipo, lo que en el argot de los debates se denomina "bajarse del carro". Podría escurrir el bulto, callarme el dato para evitarme problemas, pero he de reconocer que veo actualmente más sen forma a Iker que a Diego. ¿En que me baso? En muy poco. Casi en intuiciones. Sumando las intervenciones de ambos en los tres meses de lo que llevamos de 2014, apenas si tenemos un puñado de situaciones apuradas para nuestra portería. Dos o tres a los sumo por encuentro. A menudo ninguna en todo un partido. Muy pocas en todo caso. Pero coincide que la mayoría de las sufridas por Iker se han saldado de forma satisfactoria, a veces por mera suerte (Modric y los palos han sido buenos escuderos), mientras que las sufridas por Diego han solido acabar en goles. La estadística le es adversa, pero los datos son tan pocos que no me atrevo a arrojar conclusiones.

He notado también cierto nerviosismo en Diego y mayor fortaleza mental en Iker, pero leer en las expresiones faciales o corporales de los jugadores para colegir su estado de forma no sé si es una ciencia más exacta que la de tratar de leer en las posos del té para adelantar el futuro de quien se bebió la taza. En todo caso, el nerviosismo de Diego sería razonable con la presión que está experimentando. Razón de más para tratar de apoyarle. Tampoco se ven síntomas de debacle en su juego. ¿Los hay de mejoría en el juego de Iker? Creo que sí. Pero venimos de dos años nefastos del portero mostoleño. No sería muy exagerado decir que su juego solo podía evolucionar para mejor. ¿Me gustaría un cambio de porteros en la Liga? Como no lo tengo claro mi respuesta es no. Prefiero que la responsabilidad la asuma quien corresponde: Carlo Ancelotti que, mire usted por donde, es quien más informado está del asunto porque ve entrenar a ambos todos los días. Es más, yo no discuto con la prensa, ya sabemos que eso es metafísicamente imposible. Los periodistas viven en un plano de la realidad muy por encima del los aficionados, incluso en internet. No cabe la discrepancia con ellos. Es difícil hacérsela llegar si la hay, sobre todo después de un bloqueo en Twitter. Solo puedo discutir con tuiteros -ahí las facilidades son extraordinarias-, y los mourinhistas (dieguistas) son bastante más corajudos que los casillistas. Puestos a optar por la tranquilidad, abrazar la causa de Casillas, que tampoco es que me entusiasme a estas alturas, es mal negocio en el mundo virtual.

Entonces qué, ¿pitos sí o pitos no? Pues, oiga, ni idea. Como dice la canción de Jarabe de palo, todo depende de según se mire. Allá cada cual en todo caso. Escuchar lecciones de madridismo nos nos gusta a ninguno, pero tenemos, por lo visto, una incurable tendencia a impartirlas a diestro y siniestro. En especial a  los que acuden al estadio llueva o truene, sea la hora de la siesta o casi de ir al sobre,  o nos acabe de pisotear las ilusiones el Barça y el Sevilla. No se es más o menos merengón por animar más o menos en el estadio. Algunos ni siquiera van. El sábado había solo una media entrada. Espero que el madridismo lo compongamos algo más de cuarenta mil personas. A mí, perdónenme ustedes, el debate sobre la animación de la grada me parece muy secundario, en el mismo orden de importancia que el del color de las localidades, que hora son azules y antes color cemento. Vale que el Bernabéu no debería parecer un teatro de ópera -aunque tampoco lo vería algo tan desastroso. Siempre me emocionó al oir a Plácido Domingo cantar el himno compuesto por José María Cano- , pero lo que me hace acudir al estadio tampoco son los festivales de coros y danzas, los espectáculos al estilo de los de la serie Glee que pueden verse en el fondo sur, por muy buena que fuera la puesta en escena de los Ultra Sur, tifos mediante, o lo pueda a llegar ser la de la causa primaveral a costa del flamear de bufandas, sino el fútbol. Eso mismo: Soy un pipero irredento, y a mucha honra.

jueves, 27 de marzo de 2014

Cine y TV (56) - Shame - Steve McQueen - 2012


Shame - Steve McQueen - 2012

El primer plano de "Shame" aporta información sumamente relevante. Podría decirse que resume el significado último de la película, al menos en su nivel de lectura más inmediato, menos profundo. Porque el relato, hay que advertirlo cuanto antes, opera a dos niveles distintos pero superpuestos, que apenas interactúan entre sí,  aunque uno de ellos, aquel del que menos información se nos aporta, explique al otro, y por eso es fácil desorientarse o perder interés por la historia, por lo que pueda aportarnos, y fijarse en lo más obvio, lo que no nos reta y menos nos agrede, este es, por los momentos de intenso contenido sexual. En todo caso, esto que digo, la relevancia de ese primer plano, cuya trascendencia el director del film subraya con un total silencio y la inmovilidad casi absoluta de quien ocupa el encuadre, es algo de lo que uno solo se da cuenta en segundos y terceros visionados del film. Ahí donde son de esperar unos títulos de crédito solo vemos una imagen fija, la de Brandon (Michel Fassbender), el protagonista, postrado en la cama, inmóvil, tan quieto que por un momento dudamos de si no se tratará de una foto o de una narración en flash-back lo que se nos propone, al estilo de Sunset Boulevard, con un cadáver haciendo las veces de cicerone en la narración. Solo cuando le vemos mover ligeramente los ojos, casi imperceptiblemente, tras unos instantes largos y tediosos, luego pestañear y después empezar a respirar ligeramnte, expandiendo y contrayendo su pecho, como si hasta ese momento hubiera retenido el aire en los pulmones o habitado el país de los espectros, nos daremos cuenta de que ya estamos metidos de lleno en el film, que se trata de una historia contada por vivos, o que al menos lo pretenden y aunque a veces parezca que carecer de alma.

Nada en apariencia ha sucedido. Un plano en que la cámara no ha variado de posición, unos cuantos segundos de metraje que empiezan a poderse contar por minutos. Si viésemos la película en una sala de cine y llegáramos tarde a la sesión, en caso de preguntar al espectador de la butaca de al lado si nos hemos perdido algo, éste nos contestaría que nada en absoluto. Las sábanas están revueltas, señal tal vez de que ha sido una noche agitada. Ese quizá sea el dato que recabemos si hemos sido puntuales y hemos estado atentos, y que portemos en la memoria para continuar con el hilo de la historia, cuando en realidad es la cara de Brandon, vacía de expresión, con la mirada perdida en un punto frente a sí que parece no existir en este mundo, lo que en realidad es trascendente. El corazón de Brandon existe en un universo paralelo y solo podremos acceder a él para escudriñarlo haciendo acopio de un derroche de intuición o apelando a los postulados de la Mecánica Cuántica. El Principio de Incertidumbre, enunciado por Heisenberg, afirma que no se pueden conocer de forma simultánea el valor de determinados pares magnitudes físicas de las partículas cuánticas, en particular la posición y la cantidad de movimiento lineal. A medida que logremos aumentar la precisión en la determinación del dónde, dice el postulado, disminuirá nuestra precisión en la determinación de la velocidad y la trayectoria, y viceversa. Es por eso que tal vez Steve McQueen haya elegido ofrecernos un primer vistazo al alma de Brandon con su cuerpo en absoluto reposo, para que podamos ubicar con exactitud su estado de ánimo. O, al revés, que nos lo ubique en un lugar fácilmente renococible, recurrente en su peripecia vital: su propio lecho, para que con un poco de suerte, y la ayuda de las matemáticas avanzadas, podamos esclarecer la trayectoria de su corazón y la razón de su impulso. Hay que aclarar desde ya, en el segundo párrafo de este torpe intento de análisis, que la película, a pesar de ser en apariencia incandescente, un fuego devastador que lo reduce todo a cenizas, atrevida y transgresora, emite una radiación de fondo que, al igual que la del universo, solo se sitúa unos pocos grados Kelvin por encima del cero absoluto, a la temperatura en la que es imposible cualquier vibración de la materia. El cuerpo de Brandon parece descongelarse, ser convocado desde la nada, como una partícula cuántica que fluctuase entre este universo y la inexistencia, para poder incorporarse desde su lecho de cenizas frías e iniciar así el relato de su peripecia vital.

"Brandon" - Harry Escott - BSO de Shame

Los ocho o nueve minutos de metraje siguientes a ese primer plano tratan de explicar la rutina diaria de Brandon. Se trata de la historia de un adicto al sexo y sus hábitos parecen ser relevantes. Toda la información, que es visual, apenas de carácter sonoro, sin apenas diálogos, con una melodía compuesta por Harry Escott en la banda sonora que tiñe de melancolía las primeras escenas y luego cesa para devolvernos abruptamente al silencio inicial, parece centrarse solo en la peripecia erótica de Brandon, cuando no en lso datos sexuales más descarnados. McQueen nos abre en canal la intimidad de Brandon, y lo vemos incluso orinar en el retrete del cuarto de baño de su apartamento. No hay lugares de acceso prohibido a la cámara, eso parce decirnos con en esa sorprendente secuencia. Le vemos incluso sacudir el pene al acabar la micción en un plano medido hasta el milímetro, como no recuerdo otro similar en medio siglo de espectador de películas. Un gesto, no obstante, más intuido que visto, la sacudida me refiero, al situarse la cámara a espaldas del personaje. Es de suponer que para lograr que la imagen no se aleje en exceso de los límites que marca el mínimo decoro, aunque se traspasen con creces. Se trata de una película en apariencia descarada, pero en realidad enormemente morosa, que cuenta de forma descarnada una historia banal en un primer nivel de lectura mientras balbucea con enorme timidez otra en un segundo nivel mucho más interesante. Tan quedo es el decir de esta segunda narración imbricada dentro de la primera que a menudo pensaremos si no la está contando en realidad nuestra imaginación en vez de la película. Son trece minutos narrados de forma fragmentaria, pero con un montaje que hace gala de una enorme precisión quirúrgica, en los que se nos muestra la realidad cotidiana de Brandon en cuatro momentos distintos de su jornada habitual: el despertar y los primeros instantes del día, el trayecto en metro a la oficina, la jornada laboral y la velada en casa cuando aquella acaba. En esos momentos troceados y luego barajados aparentemente al azar, a veves con la resultante de existir un desorden cronológico, le vemos masturbarse dos veces, una en la ducha de su apartamento y otra en un excusado de las oficinas donde trabaja, mantener tres relaciones sexuales, todas ellas con prostitutas, dos de ellas tras solicitar a una call-girl que acuda a su domicilio y la tercera a través de internet. Le vemos también desatender las llamadas telefónicas que parece realizar todas las mañanas y noches una antigua pareja sentimental, escuchando los mensajes del contestador primero con indiferencia gélida y después con evidente fastidio, como si se sintiera víctima de un acoso sentimental por parte de una antigua amante que no ha entendido que no quiere volver a verla. Le vemos finalmente mantener dos flirteos meramente visuales pero cargados de erotismo, uno de ellos con una compañera de oficina, más sutil, casi furtivo, sin que ella parezca en principio darse cuenta, y el otro con una mujer con la que tal vez suele coincidir todos los días en el vagón del suburbano, mucho más explícito, con la plena consciencia, y también la anuencia, de ella. Se trata de uno de los momentos más sensuales y turbadores que haya visto jamás en el cine, lo reconozco. Es una scuencia, ofrecida en segmentos discontinuos que bien valen la entrada en el con, incluso con el recargo del IVA.


Brandon se levanta por primera vez de la cama. Una vez se incorpora el lecho ocupa todo el encuadre. Le oímos descorrer las cortinas y las sábanas se inundan de luz. Se abre el telón y comienza la función. Viaja en el metro. Recorre con la vista el vagón. Primero se fija en un hombre que dormita en un asiento, a su derecha, con pinta de ser un sin techo. Nos parece percibir una mueca de desagrado en su rostro, tal vez preocupación por sentirse aludido por la imagen deplorable de aquel a quien mira. No es empatía sino miedo tal vez a acabar como él. Luego mira a su izquierda y se fija en una hermosa mujer rubia. Hay algo tierno en ella que le conmueve. Su gorrito de lana que le da un aire adolescente y su falda de tela escocesa parece un disfraz de colegiala para alguien que ya dejó atrás el instituto hace algún tiempo. La mira fijamente mientras ella es aun ajena a su minucioso escrutinio y la secuencia se corta abruptamente a un primer plano de él, otra vez en la cama, con la cara desencajada por un orgasmo, cuyos jadeos finales hemos empezado a oir cuando la mujer del metro aun estaba en la pantalla. Es un impulso sexual y no emotivo, parece desmentirnos McQueen. Brandon se incorpora de la cama por segunda vez. Volvemos a oir el descorrerse de las cortinas. No sabemos si deja a la prostituta sola en la cama o ésta ya abandonó la casa durante la noche. Se dirige al baño y en el camino pulsa el botón de encendido del contestador automático del teléfono. Una voz femenina dice: "Hola, soy yo... Contesta... Contesta". De vuelta en el metro, vemos a la mujer rubia sonreir nerviosa y suspirar al advertir su mirada desde el otro lado del vagón. Ese momento tan íntimo y personal entre ambos lo desmonta McQueen en la sala de montaje con la nueva secuencia: Brandon acude a abrir la puerta de su apartamento. Es una call-girl, que tras contar el dinero por el pago de su servicio, hasta el último billete, se dirige al dormitorio. El erótico streep-tease que le dedica antes de meterse en la cama con él, y que el le reclama lento para poder saborearlo, es cortado abruptamente por el sonido, que ya nos es familiar, de las cortinas al descorrerse. Otra vez en el inicio del día, Brandon se dirige al baño. Siguiendo la rutina que ya conocemos, mientras orina en el retrete escucha los mensajes del contestador automático. La misma voz, con un mensaje idéntico, al que se añade ahora el pronunciar reiterado de su nombre, cada vez más alto pero más despacio, preguntándole dónde está, como si fuera un juego del escondite y la mujer que habla tuviera los ojos tapados con sus manos  y bromeara con él antes de finalizar la cuenta hasta cien. Pero el orina impertérrito mientras escucha los juegos de la mujer para acabar cerrando la puerta del baño, como si quisiera dejar de escuchar aquello, dejar a la mujer fuera, para verlo a continuación masturbándose violentamente en la ducha.

Por tercera vez estamos en el vagón del metro. Lo que hay allí ya es un diálogo explícito de miradas. La mujer rubia le sonríe de forma coqueta y se zambulle totalmente en su mirada serena. Luego parece ensimismarse. Se humedece los labios, suspira y su rostro adquiere la misma expresión que la de Leda en el cuadro de Corregio. Brandon es como un cisne con su elegante bufanda al cuello que se lo estiliza, pero ni siquiera necesita montarla, como si tiene que hacer Zeus con la ninfa en la fábula que nos relata Ovidio en sus "Metamorfosis", para que ella tenga un orgasmo. Le basta con su mirada para penetrarla. Ella afloja las rodillas tras las primeras embestidas visuales. A pesar de estar sentada hemos notado la debilidad en sus piernas. Las cruza y coloca sus manos entre los muslos en un gesto con una enorme carga erótica, como si buscando con el contacto con sus genitales tratase de prolongar unos instantes más el éxtasis que acaba de experimentar. Luego crispa ligeramente los dedos, se recuesta hacia atrás y le mira otra vez, ahora con algo algo de descaro, tampoco mucho, conserva aun su aire adolescente. Hay una pizca de reto en sus ojos, como si ya no tuviese sentido la timidez inicial una vez le ha tenido dentro de sí y han consumado el acto sexual, furtivo aunque explícito, entre la gente aunque sin que nadie lo advierta. Luego a su mirada se asoma la duda, tal vez la vergüenza a la que alude el título del film. Se incorpora de su asiento. Está llegando a su estación. Se sitúa junto a la puerta. Se agarra a la barra vertical para mantener el equilibrio mientras el convoy frena. Al hacerlo la cámara se dirige en un suave zoom hacia su mano y vemos en su dedo anular un anillo de casada. El se sitúa justo detrás de ella, colocando su mano justo a la suya. Apenas hay un roce, leve, sin gravitación alguna, como el del aleteo de las alas de una mariposa. Que o bien no tiene trascendencia o bien puede provocar una tormenta devastadora en el otro extremo del planeta o del alma. La expresión de la mujer está turbada. El juego amoroso despreocupado ha dejado paso a la sensación de culpa. Cuando se abren las puertas sale abruptamente, y Brandon tras de ella. A pesar de que avanza todo lo rápido que puede tras sus pasos la acaba perdiendo en una encrucijada de pasillos del suburbano. Tras extraviarla parece quedar desorientado, sin motivación, nuevamente sin impulso, y vuelve sobre sus pasos hacia el andén. Aquella no debe ser aun la estación que marca el final de su trayecto.

"Leda y el cisne" de Corregio. Copia de Martínez del Mazo, con la expresión original en el rostro de la ninfa, ya que en el cuadro del italiano fue modificada por considerarse escandaloso dibujar la expresión de una mujer en pleno orgasmo.

"Shame" - Escena del suburbano (Subway attraction)

La relación de Brandon con las mujeres es simple, como corresponde a un adicto al sexo. Con esa etiqueta parece que sobran las explicaciones, que todo está perfectamente resumido con la definición. Y, sin embargo, son extremadamente difíciles de entender, en especial si se obvia, o se extravía a propósito, un dato esencial en la explicación: quien es la depositaria de sus afectos. La escena del metro nos muestra su poder de seducción, su capacidad de convocatoria para con el sexo opuesto. Bien es cierto que parece preferir los atajos, pagar a una profesional cuando desea tener sexo, pero McQuuen se apresura a explicarnos desde el inicio de la película que en materia de mujeres nada queda fuera de su alcance. En la celebración nocturna en una sala de fiestas de un logro laboral, del que no se nos explica absolutamente nada -ni siquiera llegamos a saber en ningún momento cual es la profesión, su cometido en la empresa en la que trabaja, el ramo al que pertenece ésta última-, Brandon le birla a su jefe, David (James Badge Dale) la chica de la que se había encaprichado. A ambos parecen antojárseles todas, pero mientras vemos a David porfiando por la atención de las féminas hasta rozar a menudo el ridículo, Brandon parece captarla sin el menor esfuerzo. Mientras la espectacular Samantha (Hannah Ware) baila de forma cansina con David en la pista de baile, a dónde éste la ha arrastrado casi a la fuerza, es con Brandon con quien mantiene un diálogo de miradas, lleno de complicidad, casi de súplicas porque la rescate. Pero Brandon se mantiene impertérrito en la orilla de la pista, inaccesible para Hannah, a la que se le nota demasiado que preferiría cambiar de partenaire. Tanto que nos preguntamos como David no se ha dado también cuenta. Luego, al acabar la velada, cuando todos se desperdiguen para emprender sus respectivas rutas de vuelta a casa, será abordado sin ambages por Hannah para obtener de ella lo que se supone que es lo único que desea: sexo furtivo, sin carga emocional alguna, en cualquier lugar, por ejemplo, entre la penumbra de un parque. Sexo ejecutado con urgencia, casi con violencia. Sexo físico desarropado de cualquier ternura.

"Rupture" - Blondie
David sacará a Samantha a bailar esta canción de finales de los setenta usando como gancho la torpe broma de que se trata de una canción que compuso para ella. Ella se aviene a seguirle el juego, aunque no pierda en ningún momento detalle de los que hace Brandon, situado en la orilla de la pista de baile.

Samantha (Hannah Ware), paradigma de la mujer perfecta, hermosa, radiante, triunfadora en el plano laboral, inaccesible para cualquier hombre mediocre y que será seducida por Brandon casi sin proponérselo, con la máxima economía de gestos y palabras y, en definitiva, en la utilización de cualquier recurso de seducción,

Una primera pista de lo que bulle en el interior de la mente de Brandon, de lo que opina respecto a las mujeres, cuales son sus anhelos y sus necesidades reales, nos llega antes, al final del lance del suburbano, pero que tal vez no la sepamos leer y la interpretemos erróneamente. Brandon persigue a la mujer rubia del gorrito de lana (Lucy Walters) tras bajar del tren. Después de acecharla furtivamente dentro el vagón desde una prudente distancia, sigue su rastro, cual cazador en el momento definitivo de cobrar la pieza, cuando ella echa a correr como un corzo entre la maleza. Le vemos acelerar el paso angustiado por la posibilidad de perderla entre el numeroso gentío, como al final sucede ante su desolación, y por un momento nos preguntamos cuando le vemos retornar al andén de la estación con un gesto corporal que denota abatimiento, que es lo que ansiaba obtener de ella en caso de haberla "capturado". La respuesta más obvia, si se apela a la etiqueta que ya hemos adjudicado a Brandon de adicto sexual, es que busca únicamente una posibilidad más de practicar sexo, esta vez real. Ya que el sugerido, virtual, entreverado de irrealidad, ya lo han tenido, y estamos por asegurar que plenamente satisfactorio, al menos para ella. Pero, ¿podría ser que Brandon hubiera atisbado en ella la posibilidad de algo mejor, mucho más valioso, más permanente que el sexo que se finiquita con el orgasmo, la colmación quizás de otro anhelo diferente?¿Por qué correr tras ésta mujer en concreto cuando tan fáciles de obtener le resultan todas, ya sea seduciéndolas con su personalidad magnética o con su dinero? Parece haber tenido que vencer una terrible inercia para convencerse a sí mismo de salir en su persecución. Cuando se sitúa tras de ella justo antes de abrirse las puertas del vagón su expresión es la de alguien que se asoma al vacío en un acantilado y se siente atraído por el impulso suicida de saltar a la nada. También hay un atisbo de miedo en los ojos de ella, un temor ambiguo que parece desmentir lo que acaba de experimentar: placer sin culpa. ¿Por qué huir de quien le acaba de proporcionar unos momentos tan intensos? Nos desconcierta su huida apresurada, la persecución en sí, en la que ambos, presa y predador -sean cuales sean los papeles que queramos asignarle a cada uno-, parecen en realidad preferir que no se produzca el encuentro definitivo.


La desconocida del metro (Lucy Walters) trata de mirar con el rabillo del ojo a Brandon para controlarlo cuando intuye que se ha situado tras de ella. Hay una intensa turbación en su mirada.

Quizá la mujer más determinante para poder hacer el retrato robot del subconsciente de Brandon es Marianne (Nicole Beharie), su compañera de trabajo. Al igual que a la desconocida del metro la acecha constantemente con la mirada desde el otro lado de la estancia en al que se encuentra, en este caso una oficina en vez de un vagón de metro. Toda su atención está fija en ella durante la jornada laboral. No sabemos si es su fuente de inspiración antes de ir a los aseos a aliviar la tensión sexual acumulada. Más bien parece haber una atracción real hacia ella, hacia su esencia. Parece saborear furtivamente sus gestos desde la emoción, no desde lujuria. Resulta toda una sorpresa, grata para más señas, verlos en un cita oficial, sentados en un restaurante cenando. Él llega tarde, la hace esperar, tal vez por no estar del todo convencido de lo que hace. Ella se lo pregunta incluso cuando él le confiesa que no cree en el matrimonio, siquiera en las parejas sentimentales. "¿Entonces por qué esta cita?", pregunta cargada de lógica. Brandon no sabe atinar con una respuesta apropiada, no porque no encuentre una medianamente creíble con la que salir del paso sino porque parece estar realmente sumido en un mar de confusión, aquel en el que le sumerge la visión de Marianne. Hay candor en ella, cierta vulnerabilidad. No le basta con tomarla, aunque la sepa totalmente entregada. No es su cuerpo lo que desea si no su compañía. Toda la cita se mueve en la ambigüedad, sin que Brandon parezca decidirse a proponerla nada concreto ni Marianne a dar su aquiescencia a un nuevo encuentro cuando se despiden. Y, sin embargo, se les ve a gusto uno en compañía del otro. Hay química entre los dos.

Será tras el breve episodio de negación de todo lo que es, cuando llene varias bolsas de basuras con el contenido de su vida: cantidades ingentes de vídeos y revistas porno, los guisos a medio consumir de su nevera -¿un guiño al estilo Saura?-, el PC portátil con el que se conecta con las profesionales del sexo, y depositarlo en la acera para que sean recogidas por los servicios municipales de limpieza, cuando se decida a obrar respecto a Marianne. La aborda en improviso en la oficina en un momento de descanso y, tras besarla con vehemencia, la toma de la mano y arrastra tras de sí a la calle. Ella se deja gobernar. Está totalmente entregada, como todas las demás. "Pero, ¿a dónde me llevas?", protesta, más divertida que molesta ante el repentino arrebato de Brandon. El destino es una habitación de hotel con vistas al puerto de Nueva York, donde ya hemos visto a Brandon ejerciendo de voyeur. Los ventanales sin cortinas son utilizados por los clientes de las habitaciones para practicar el sexo a la vista de los transeúntes ocasionales de los muelles. Todo voyeur precisa de un exhibicionista, son las dos caras de una misma moneda, y ya hemos visto a Brandon ejerciendo de mirón desde la explanada portuaria. Pero lo que empieza siendo un encuentro muy prometedor se tuerce en seguida. Brandon es incapaz de consumar con Marianne. Ha usado el sexo, aquello en lo que está más avezado, como trampolín para acceder hasta ella, pero en el momento de la verdad se repliega, retrocede como la ola tras batir en la playa. Es incapaz de mantener una relación con ella, tal vez porque cuando se involucran los sentimientos éstos anulan su deseo, o porque entra en juego la vergüenza a la que alude el título del film. Luego, tras marcharse ella, no tendrá problemas en cabalgar de forma bizarra a otra mujer, no sabemos si una amiga o una prostituta, frente a la ventana, gozando intensamente de ese instante de vacío perfecto. Tras el orgasmo se despedirán sin ninguna nostalgia, sin un reproche. Cada uno habrá obtenido lo que buscaba: ella sexo deshinbido, él una sustituta con la que diluir el recuerdo de Marianne en sudor corporal.


Marianne (Nicole Beharie). A pesar de resultar un pésimo acompañante -llega tarde a la cita y hace esperar a la chica, no sabe elegir los vinos, tiene una conversación pésima- es evidente una vez más la fascinación que provoca Brandon en el sexo opuesto, ahora en una cita romántica no en un mero encuentro galante.

Hasta aquí la trama en su primer nivel de lectura. Pero ya dijimos que la historia opera a dos niveles, con una segunda narración que a veces se nos relata fuera del encuadre, en una esquina del mismo o en segundo plano, como sucedía en la película de John Ford "Centauros del desierto". En ella, otro personaje protagonista, enormemente propicio para el reproche, como lo es Brandon, deja entrever con pistas diseminadas a  lo largo de la historia unas posibles razones para justificar su criticable comportamiento. Si el racismo y la rabia mal contenida impregnaban todos los actos de Ethan (John Wayne) pero, poco a poco, íbamos descubriendo de forma inesperada la ternura en la raíz de las razones del personaje, también la ternura se abrirá paso si sabemos mirar a través de la actitud tan reprobable de Brandon. También el relato de Ford era completamente circular, con un desenlace final, un último plano de la película, que remitía a su comienzo. Todo el metraje del film no era sino un arco temporal que conducía de nuevo al comienzo, como si nada trascendente hubiera sucedido en él. Y si le veíamos cabalgar desde el horizonte hasta un primer plano en la secuencia inicial, en la última le veíamos renunciar a la compañía de sus semejantes para caminar hacia el horizonte más distante de todos, la soledad. Desde la nada hacia la nada, con un breve tiempo de estancia entre los vivos. De la soledad a la soledad, como en un perverso juego de la oca. El motor de Ethan, el motivo último de todos su actos, era Marta, la mujer de su hermano. Un amor prohibido según los estrictos códigos éticos imperantes, aunque, no obstante, probablemente consumado. Llegamos a sospecharlo en la actitud recelosa del marido, hostil para con su hermano, cuya llegada no le arranca ni una gota de alegría. En la forma en que Marta trata a su cuñado, a quien dedica toda su dulzura de mujer. Incluso que la chica raptada por los indios, su supuesta sobrina, tras cuyo rastro huidizo le veremos recorrer el mundo desesperado, de parte a parte durante años, es en realidad su hija carnal se llega a convertir en una hipótesis plausible tras varios visionados minuciosos de la película. Hay en Brandon el mismo tormento por la culpa que en Ethan. Si en "Centauros del desierto" hablamos de un posible adulterio, solo insinuado, sugerido con elegancia, nunca voceado, en "Shame" es la sombra del incesto la que planea sobre cada secuencia. La chica que llena de mensajes el contestador telefónico de Brandon, que identificamos con una antigua amante despechada, resulta ser su hermana Sissy, aunque tal vez una cosa no implique que no sea la otra. Un vez superado el tabú, todo es posible. Aunque todo queda en el terreno de lo equívoco, de lo ambiguo. Si McQueen no tiene problemas para transgredir las reglas no escritas del decoro en la narración del relato que discurre en la superficie: la terrible rutina del adicto al sexo, se muestra tremendamente pudoroso con el otro relato, el que discurre como una corriente subterránea bajo el otro y en cierta forma lo explica y lo sustenta: el amor entre hermanos.

Si la forma en que nos presenta a Sissy -en principio solo como una voz-, de una forma tramposa que nos induce a equivocarnos, a confundirla con una ex-pareja -es muy significativo que en uno de sus soliloquios telefónicos dictados al contestador, Sissy bromee para captar la atención de Brandon con que se está muriendo de cáncer de vulva. Ocurrencia que en su voz infantil suena provocadora, y que a su hermano tal vez le incite a masturbarse, que es lo que hace en el plano siguiente-, el error no se resuelve siquiera cuando hace acto de presencia. Al volver a casa, Brandon descubre que en su apartamento hay alguien. En el tocadiscos suena a todo volumen "I want Your Love" de Chic. Recorre con sigilo el apartamento, recoge un bate de beisbol que guarda en un armario, y cuando irrumpe en el cuarto de baño dispuesto a agredir al intruso, éste resulta ser Sissy, que ocupa despreocupadamante la ducha. Su primera reacción, tras los gritos se que dirigen el uno al otro, es arrojarla una toalla para que tape su desnudez que tanto le ofende. Luego a la mañana siguiente, durante el desayuno, ella se mostrara provocadora, vestirá ropas más que sugerentes, jugará a hacerse la mujer celosa cuando descubra un pendiente femenino sobre una mesa -de la prostituta de una de las secuencias de arranque de la película-. El perfecto equivoco no se resolverá  en realidad hasta que el propio Brandon sugiera a su jefe, David, ir a escuchar cantar a su hermana a un night club. Luego el que mostrará celos, en este caso reales, será él cuando vea como  "se enrollan" ante sus ojos. Esta mujer también es suya, aunque la codicie su jefe, aunque renuncie a ella al considerarlo fuera de cualquier lógica lo que constantemente le propone Sissy, que vivan juntos como una pareja de amantes, a veces con gestos descarados, otras con palabras y actitudes zalameras.

"I Want Your Love" - Chic
Es la canción que suena en el tocadiscos de su propio apartamento cuando Brandon irrumpe en él, estando Sissy dentro, en el baño

Pero no estamos ante una mera atracción prohibida, pecaminosa, lo que une a ambos personajes es aun más terrible, es amor verdadero. Muchas son las miguitas de pan que McQueen nos coloca ante los ojos para que sigamos el rastro hasta esta devastadora conclusión: 1) La canción de Chic elegida para darle la bienvenida en el primer encuentro parece ya en sí una declaración de amor. El pegadizo estribillo, que se repite hasta la saciedad, dice una y otra vez: "I want Yor Love, I need Your Love" en una letanía tierna y quejumbrosa por un amor imposible; 2) La primera noche vemos como Brandon espía las conversaciones telefónicas de su hermana. A través de la puerta de su dormitorio la escucha suplicar el perdón a una pareja reciente. Igual que él es adicto al sexo, a la parte más superficial de una relación, su hermana lo es a las falsas emociones, que fabrica de la nada y la intensifica artificialmente; 3) El la velada que comparten con su jefe, vemos a Brandon derramar lágrimas al escuchar a su hermana cantar "New York, New York" en una versión muy íntima, que él sabe interpretada sólo para él. Será el único momento en que le sorprendamos mostrando emociones claramente identificables, todo lo demás es confuso a interpretaciones. En esas lágrimas hay frustación, una honda tristeza y una insoslayable añoranza por alguien que en realidad está junto a él, al alcance de su mano, que podría ser suya con solo solicitarlo; 4) Luego, en el cierre de la velada, asistiremos a la turbación de Brandon al verles besarse en el taxi de vuelta, demorar su llegada al apartamento para no tener que asistir a lo que tanto teme: que se acuesten juntos. Su única escapatoria será salir a hacer footing por las calles de la la nocturna y semidesierta Nueva York, una secuencia que McQueen resuelve con un interminable travelling, con la cámara siguiendo en paralelo la carrera de Brandon por la acera, como si lo viéramos desde la ventanilla de un coche que circulara por la calzada que discurre junto a ella. Las imágenes sirven tanto para equilibrar emocionalmente al personaje como a nosotros mismos, los espectadores, para tomar aire para lo que se avecina, el tour de force final, la ronda nocturna de Brandon por lo más degradado de Nueva York, en ámbitos que están en consonancia con su estado de ánimo, absolutamente destruido, que le sirven de perfecto decorado a su interior, que es como un paisaje de tierra quemada causado por la guerra contra sus sentimientos. En su huida constante no quiere dejar nada a los dos implacables enemigos que le persiguen: la culpa y la vergüenza.


Sissy (Carey Mulligan) interpreta una versión muy íntima del "New York, New York", la canción que popularizada Frank Sinatra, casi musitando las palabras. Por momentos s diría que en la abarroto salón del restaurante solo estuvieran la interprete y el destinatario de la canción, que no es otro que Brandon. 

A medida que la película se va convirtiendo en recuerdo y madura en mi memoria es mayor la tentación de equiparla a una hipotética secuela, perversa y desesperanzada de "El guardián entre el centeno". "No somos malas personas, sólo venimos de un lugar malo", le dice Sissy a Brandon en el final de su mensaje de petición de auxilio, probablemente mientras se secciona las arterias de las muñecas. Ella asume sus impulsos, lo que lea sume en la tristeza es el rechazo de su hermano, al que trata de acercarse utilizando todas las artimañas que se le ocurren, la coquetería de mujer para tratar de hacerse deseable, la apelación a la ternura mostrándose todo lo niña que puede, su lado más cándido y desvalido. Pero una y otra vez es rechazada por Brandon, a veces incluso con excesiva vehemencia. "Me ahogas, me acorralas en un rincón", es su reproche durante una de las discusiones entre ellos de las que somos testigos. Ese trasunto del Holden Caulfield de la novela de Salinger, ya adulto, que sería Brandon, parece haber renegado de su sueño de dedicar su vida a proteger a los otros niños de los peligros que les acechan entre las espigas, al borde del abismo. Al contrario que Phoebe Caulfield, que ha tenido que madurar deprisa para poder hacerse cargo de a su hermano Holden, un inválido emocional, Sissy es una mujer madura pero con temperamento infantil que necesita e implora la protección de su hermano. En ambos casos, novela y película, apenas sabemos nada de ese lugar malo del que proceden y que podría explicar tantas cosas. En ambos relatos sobrevuela la duda, casi certeza en el film, de un posible incesto. Pero Brandon ha preferido sumirse en la droga adormecedora del sexo y olvidarse de todo lo demás. Ajeno a su deber filial, desatiende la llamada de auxilio de Sissy, que trata de suicidarse. Mientras Brandon se sumerge en una noche embrutecedora recorriendo los rincones más degradados de Nueva York, Sissy trata de vencer la soledad a la que le condena su hermano añadiendo dos tajos más a sus muñecas y antebrazos llenos de cicatrices. Visto en retrospectiva no hay sorpresa alguna. En una escena inicial Brandon le reprocha a Sissy que se acerque demasiado al borde del andén del metro, como si fuese un juego recurrente en ella. En una de las últimas un incidente en el suburbano, mientras regresa a casa tras toda una noche de parranda, le hace pensar por un momento de alarma que ha sido ella la causante de que se interrumpa la línea, que por fin a tomado la decisión de arrojarse a las vías al paso de un convoy. Se equivoca, pero por muy poco. Cuando regresa a su apartamento la encuentra tendida sobre los azulejos del cuarto de baño chapoteando en un gran charco de su propia sangre. Llega a tiempo, pero solo para volver a poner en suspenso la vida de ambos.

La verdadera razón del comportamiento de Brandon está en su amor por Sissy, amor que le llena de vergüenza. Su adicción al sexo no es un intento por llenar con algo, con lo que sea, satisfacción inmediata y placer efímero, el enorme vacío que siente en su interior. No, lo que busca con el sexo constante es agrandar ese hueco, lograr que ese vacío le colme por completo por dentro y poder sumergirse en esa nada que tanto le calma, en ese momento de total extrañamiento, como aquel en el que le sorprendimos en el primer plano de la película. Ojalá fuera de otra manera, pero la redención para fuera del alcance de Brandon. Tendría que aceptar ese amor que tanto le ofende, para el que Sissy si parece preparada. Hacer eso que tanto nos cuesta a todos, aceptarse y perdonarse a sí mismo. El desenlace, totalmente abierto, aunque con poco resquicio para que se cuele la esperanza, nos remite al comienzo. Brandon está otra vez camino del trabajo. Ha dejado a su hermana en el hospital, a salvo por ahora. En el vagón del tren al que sube vuelve a encontrarse con la mujer rubia. Pero ahora todo parce haber cambiado de forma sutil. La imagen de la mujer ya no es tan infantil como entonces -¿un eco del deseo por su hermana, con la que tuvo trato carnal cuando eran muy jóvenes y vivían en un ambiente hostil?-, parece haber madurado. Tampoco su actitud es la misma. Hay una clara incitación en sus gestos cuando se dirige esta vez a la puerta. Nos quedamos con la duda de saber si Brandon acepta el reto. Queremos pensar que no. Aunque sería mejor no apostar. Sin un atisbo de ternura en la aventura que se le propone, como sí la hubo en el anterior lance, en la relación frustrada con Marianne, en la relación imposible con Sissy, nos inclinamos a pensar que la propuesta ser de su agrado.








jueves, 20 de marzo de 2014

Rescates de Twitter (23) - El Plan

El Plan

1.- El plan es el siguiente: 1) Humillamos al Barça en el Bernie, a ritmo de ballet (Suite Coppelia de Delibes), con Puyol de primera bailarina.

2.- (Pagamos los gastos de quiroprácticos para recomponer el amor propio de Piqué. Alguna postura que le fuerce a hacer CR7 ni con Shakira).

3.- 2) Sentenciamos la liga a paso militar (Marcha Radetzky). Al padre del Atleti la cara se le vuelve más expresiva que la de un mimo.

4.- (Aprovechamos que tenemos al niño metido en el coche para llevarlo al zoo a que vea al Mono Burgos en la jaula de grandes primates).

4.- 3) Eliminamos a la diáspora culerista en semis de Champions a ritmo de polka (potpourri interpretado al acordeón por Steve urkel).

5.- (Mejor a doble partido ahora que le hemos pillado el tranquillo a lo de viajar a Alemania y volver en el avión echando una cabezada).

6.- (No. Seguro que a Steve Urkel no le queda menos impropio el traje típico tirolés, gorro con pluma y tirantes de cuero incluidos, que a Pep).

6.- 4) Le afanamos al Chelsea la Décima en Portugal a ritmo de "Amigos para siempre" (Los Manolos... Los de rumba catalana, no los de Cuatro).

7.- 5) Le ponemos a la Fuente de Canaletas una cazoleta en condiciones, leones y amorcillos portando cántaros que escupan agua, "pa celebrarlo".

8.- 6) Inauguramos una sala nueva en el museo para albergar las nuevas copas, a ritmo del himno del Real Madrid (Slaughter, a capela).

9.- (Las copas todas ellas convenientemente arrojadas al asfalto y atropelladas por la ambulancia que lleve a Pilar Rubio camino del paritorio).

10.- 7) Y rematamos la faena peleándonos en Twitter, con saña, con cariño, acerca de que portero es el que tiene que jugar el próximo Trofeo Santiago Bernabéu.

11.- Seguro que el plan ya está madurando en la mente de Carletto, detrás de esa ceja maquiavélica, con música de Pink Panther (Henry Mancini)