"El Fusilamiento de Torrijos", de Antonio Gisbert (Museo del Prado)
Paralelas y secantes
Podrá parecer excesivo, pero lo cierto es que he de reconocer que el otro día llegué a emocionarme cuando accedí a la sala donde cuelga el "El Fusilamiento de Torrijos", de Gisbert. Recorríamos el Prado en rebaño, dócilmente detrás de nuestra guía del museo. Una forma que para mí era casi inédita -suelo recorrerlo solo, rara vez acompañado por alguien que escucha mis explicaciones- y nuestro itinerario didáctico nos condujo al ala sur de la planta baja, donde están las obras del XIX. Me hice aficionado al museo en aquellos tiempos de mudanza, en apariencia interminables, en que el Casón del Buen Retiro hubo de permanecer cerrado por las reformas. Parece ser que al excavar en el subsuelo para ampliar hacia abajo el edificio con nuevos sótanos, los arquitectos toparon con una de esas corrientes de agua subterráneas que surcan o desaguan en La Castellana, que es auténtico cauce fluvial madrileño asfáltico más que hídrico, aunque también lo segundo. Madrid no tiene río, al menos uno digno de mención, pero rezuma agua por todos sus poros geológicos, en especial en el entorno de La Cibeles, que además de manantial simbólico, artístico y, por tanto, artificial, a veces se diría también manantial natural por la abundancia de agua freática. No había forma de parar las surgencias que brotaban tras usar el pico y la pala -es un decir-, y las obras de reforma acabaron abarcando una década entera, sin que, además, se pudieran sumar al final al dibujo en alzado del Casón todos esos sótanos en principio proyectados. El caso es que la colección de obras del XIX permaneció secuestrada todos los años en que frecuenté el museo de forma asidua, casi obsesiva, al menos un par de veces por semana. El dato que importa y que hay que extraer de todo lo que estoy contando es que el otro día visité por primera vez las salas de pintura decimonónica del Prado. Y fue un auténtico shock. El itinerario que nos habían propuesto tenía por título"Obras maestras del Prado desde el Barroco hasta el siglo XIX", y culminaba con la obra de Gisbert. Fue un momento impactante. No diré que sufrí el síndrome de Stendhal porque no hubo ni palpitación ni temblores, ni ninguno de sus síntomas característicos. Aunque si tal vez cierto estupor, cierta tristeza, nostalgia de lo que deberíamos haber sido como nación y tal vez no quisimos.
Las dimensiones de la obra son colosales, 4 metros de altura por 6 de anchura. 24 metros cuadrados de pintura. Casi una solución habitacional de aquellas que proponía el PSOE en los tiempos de Zapatero para los jóvenes sin recursos para procurarse una vivienda propia. La imagen del cuadro me transmitía calma y silencio. Resignación cristiana y patriótica. El momento solemne que precede a la muerte cierta, irrevocable, ineludible. Quien la haya rondado como yo ha podido llevarse quizás la sorpresa de sentir esos instantes, los de las postrimerías de la vida, colmados de tranquilidad en vez de angustia o desesperanza. Contemplar el cuadro transmite la sensación de solidez del tiempo detenido que se arraiga en el presente, que echa raíces en el ahora, la percepción de un instante con vocación de llegar a ser eterno, que nunca acaba de suceder del todo por más que pasen los siglos -casi dos desde que sucedió lo que narra la pintura-. También transmite ese pulcro silencio que viene después del tronar de las armas, después de que escampe la tormenta de fuego y pólvora. Un silencio que se rompe por el sonido del mar. Es tiempo detenido desmentido por el rítmico batir de las olas en la playa y su reflujo, como el tictac de ese segundero cósmico que resultan ser los ritmos con cadencias breves de la naturaleza -el gotear de la lluvia, los relámpagos en la tormenta, el titilar de las estrellas-. Quietud en el suelo en los cadáveres amontonados y nervio en el cielo en las nubes amontonadas y arrastradas por el viento. Quienes esperan ser ajusticiados, llenos de dignidad y resignación, no son los primeros. Así lo atestiguan los cadáveres que se amontonan en primer término de la imagen. A las armas aun les queden cosas por decir, aunque tal vez sean cosas que oigamos solo tras el transcurrir de toda una eternidad.
"Los fusilamientos del 3 de mayo", de Francisco de Goya (Museo del Prado)
Pero el de la pintura es un reloj que no se detiene. La tradición es el recorrido de las manecillas. Circular, siempre el mismo, pero para medir momentos diferentes. Y en la obra de Gisbert creo que se sintetizan, se hibridan, dos tradiciones de la pintura española que hasta entonces habían discurrido en paralelo, y que en el gesto audaz, casi desafiante de Torrijos, hace que se vuelvan secantes, que se crucen aquí mismo, ante nuestros ojos, en este extremo del infinito. Dos tradiciones temáticas, y aun anímicas y emotivas. La primera inaugurada por "La rendición de Breda" y la segunda iniciada con "Los fusilamientos del 3 de mayo". Respecto a esta última, nuestra guía nos había advertido de los claros homenajes de Gisbert a la obra de Goya. Esos cadáveres en primer plano, que casi parecen caérsenos encima. Ese monje con tonsura, casi en la misma postura que en la obra del aragonés. El promontorio que cierra la imagen a la izquierda del cuadro, al otro lado de la bahía en la obra de Gisbert, y el edificio con reminiscencias religiosas en el lado contrario, parecen claros préstamos. Pero la obra del alicantino se presenta totalmente seca de la desesperación que empapa completamente la de Goya. Sus figuras callan donde las del modelo parecen querer gritar a voz en cuello para hacer oír su angustia y su ira. Solo dos de los que van a ser ajusticiados en la playa de Málaga han solicitado que les venden los ojos. Solo dos de los que van a serlo en la montaña de Príncipe Pío se tapan la cara con las manos para no ver lo que está por suceder en el instante siguiente, ese que no acaba de llegar nunca. El momento que retrata Goya sucede en plena noche, a la luz de un farol, que proyecta sombras ascendentes. El que retrata Gisbert parece suceder cerca del mediodía, con luz cenital y sombras que caen en picado desde los cuerpos, que se concentran en los pies de los personajes. Es otra forma de contar lo mismo, pero con otro tono en el discurso, desde otro punto de vista anímico. Y si Goya alumbró con su fanal una tradición, Gisbert pudo beber de ella para ofrecer su versión sobre el martirio de los patriotas enfrentados a la tiranía liberticida, como otros lo habían hecho antes que él, y también lo harían después.
¿Se pueden considerar inocentes aquellos que mueren fusilados en la montaña de Príncipe Pío? En la obra que hace pareja con el cuadro del que hablamos y que narra los sucesos precedentes, "La carga de los mamelucos", hay una total ausencia de inocentes. La misma locura homicida que hay en los ojos de los coraceros franceses y los soldados de caballería egipcios que se abren paso entre la multitud a sablazos es la que apaga el raciocinio en las pupilas de los paisanos que tratan de acuchillar tanto a bestias como jinetes. La locura de Saturno mientras devora a su hijo, como si aquel cuadro con anécdota narrativa mitológica fuese un boceto para ensayar expresiones en los personajes que vivieron la Guerra de Independencia. Dicen que estas las dos obras de género histórico, con las que Goya quería expiar su pasado como afrancesado en el nuevo orden fernandino y dejar clara su lealtad patriótica, no fueron del agrado de quienes debían perdonarle. La verdad acerca de lo que pensaba acabó aflorando a la superficie de la pintura. Tal como el los relata, en los sucesos de la noche del 3 de mayo solo hay verdugos en un bando, pero en los que acontecen de día, en la víspera, los hay a puñados en ambos. Más si acaso entre los civiles.
"La carga de los mamelucos", de Francisco de Goya (Museo del Prado)
"Saturno devorando a su hijo", de Francisco de Goya (Museo del Prado)
"Matanza en Corea", de Pablo Ruiz Picasso (Museo Picasso, París)
"Ofrenda a Venus", de Tiziano (Museo del Prado)
"Ofrenda a Venus", de Tiziano (Museo del Prado)
"Fusilamiento de Maximiliano", de Édouard Manet (National Gallery, Londres)
"La romería de san Isidro", de Francisco de Goya (Museo del Prado)
Manet pinta el humo de la pólvora tras la descarga de los fusiles -es el instante justo después del tronar de los disparos-, y la última voluta, o la primera, porque es la que ha ascendido más en el aire y se supone producto del primer fogonazo, dibuja con su blanco trazo contra el fondo gris del muro el símbolo del infinito. No hay humo de pólvora en el cuadro de Goya, pero si en el de Gisbert. Aunque no el entorno humano sino en el cielo. Esas nubes que ascienden en una trayectoria oblicua hacen que parezca que ardan las montañas situadas al otro lado de la bahía, como arden las colinas en torno a Breda en el cuadro de Velázquez. Son los estragos de la guerra. Nueve meses duró el asedio de la ciudad. Nueve meses de terribles penalidades, tanto para defensores como para sitiadores. La columna de humo más cercana a nosotros, la que asciende a la izquierda del caballo que asoma la cabeza entre la infantería holandesa, es gris y parece que porta cenizas, y hasta se adivina en su base la llaga rojiza de las llamas. Pero las que se ven en la lejanía, en el fondo del valle, son de un blanco céreo y al ascender y disgregarse se convierten en nimbos para confundirse con las nubes. Como el penacho de humo que dibuja Manet, que se diría un jirón de niebla que tratará de tacharnos la visión del horrible suceso.
Dos son los elementos que nos importan ahora de "La rendición de Breda", que resultan pertinentes para lo que estamos hablando. Uno es el gesto de Ambrosio Spinola -el personaje situado a la derecha del cuadro, liderando a los españoles, que agarra con la siniestra el bastón de mando de mariscal de campo- al recibir las llaves de la ciudad conquistada de manos de su oponente, Mauricio de Nassau. Su mano en el hombro del otro parece querer tratar de entorpecer la reverencia que éste ha iniciado. La expresión de su rostro es gentil, como la que se dedica a un invitado cuya presencia se agradece y no a un enemigo al que se acaba de derrotar tras una sangrienta disputa. Es fácil ser magnánimo en la victoria. Sí la derrota hace aflorar la rabia, que puede convertirse en odio si el enemigo victorioso se muestra mezquino, como los franceses el 2 de mayo de 1808 en Madrid, el triunfo puede hacer que surja lo mejor de nosotros mismos, si es que existe nobleza. Y los soldados de los tercios, para bien o para mal, aunque haya a quien le avergüence, representan lo más noble que ha habido entre los españoles.
"La rendición de Breda", de Diego Velázquez (Museo del Prado)
El otro elemento es el bosque de picas que le ha valido el apodo a la obra. No son lanzas. Se trata de un arma defensiva y no arrojadiza. Con más de 5 metros de longitud solo podía ser manejada con ambas manos. Arrojarla lejos y con fuerza era sencillamente un imposible. Pero el cuadro que formaba el tercio, con los piqueros en primera línea, se convertía en un erizo armado con púas mortales para la caballería cuando embestía. La caballería, que hasta la llegada de la infantería española a los campos de batalla había sido la dueña y señora de la situación, la que dictaba la suerte de las batallas con su embestida irresistible, cedió la supremacía al soldado de pie, en especial al provisto con un arma de fuego. Ese rodal de picas, inhiestas, perfectamente rectas y ordenadas, es un grito de orgullo de Velázquez por la disciplina de los tercios, sin igual antes o después en la historia militar. Ni las falanges griegas ni las legiones romanas ni los jenízaros turcos fueron soldados tan aguerridos, tan disciplinados y fieros, tan sufridos y capaces de agarrarse al terreno para no tener que ceder ni un solo palmo al enemigo. Bien que podía mostrarse magnánimo y gentil Spinola con su oponente teniendo a sus espaldas tal fiero contingente de soldados para respaldarle.
Federico Madrazo también dibuja un bosque de picas en su interpretación de la batalla de Ceriñola, ocurrida siglo y pico antes que el sitio de Breda. Entonces aun no existían los tercios propiamente dichos, aunque el contingente entrenado por el Gran Capitán en su campaña en Nápoles se considere su antecedente directo, su origen. Tras Gonzalo Fernández de Córdoba, a caballo, forma la infantería con las picas inhiestas, como en el cuadro de Velázquez. Incluso ha copiado el detalle de situar un par de picas en disposición oblicua al resto, aunque paralelas entre sí, como si también hubiera un orden interno en lo que se desordena y escapa a la uniformidad del grupo. Luis de Armangac, conde de Guisa, duque de Nemours y virrey de Nápoles, yace muerto en el suelo y es incorporado por dos de sus servidores al ver acercarse el líder de los españoles tras acabar la batalla. La relación espacial entre vencedor y vencido, su relación anímica, el juego de jerarquías entre generales, está mucho más cerca incluso del que se establece entre "Jesús y el centurión", obra de Veronés que se cree que Velázquez pudo utilizar como inspiración para componer el abrazo central de "Las Lanzas". La preeminencia del Gran Capitán sobre su homólogo francés es clara, mientras que sería difícil determinar al primer vistazo, sin información previa, cual es el general victorioso en "La rendición de Breda". No hay que olvidar que cuando Velázquez pinta su obra los ejércitos llevaban casi siglo y medio invictos, mientras que en los tiempos en que Madrazo pinta su cuadro España ha atravesado un periodo de casi dos siglos con mucho menor brillo, incluso con algunos fuertes descalabros en los campos de batalla. La obra del sevillano es solo una crónica, más o menos edulcorada, de un hecho ocurrido relativamente reciente. La obra del pintor dieciochesco es un intento de reafirmación del orgullo patrio algo maltrecho en el pasado reciente acudiendo a un instante remoto, al que precisamente inicia la leyenda de los ejércitos españoles.
"El Gran Capitán recorriendo el campo de batalla de Ceriñola", de Federico Madrazo
(Museo del Prado)
"Jesús y el centurión", de Paolo Veronés (Museo del Prado)
"La rendición de Bailén", de José Casado del Alisal y "La rendición de Granada", de Francisco Pradilla, son variaciones del mismo esquema inventado por Velázuez, dos tropas en formación dispuestas una una frente a la otra tras la batalla, con sus líderes al frente ocupando el espacio central escenificando con sus gestos el deseo de concordia. No parece haber rencor, solo gentileza. Mayor en la obra del sevillano, que perteneció a una época en que los triunfos en la guerra eran casi la norma, que en aquellos que siguieron el sendero por el iniciado. Hay extrema gentileza en Castaños al recibir a Dupont. Cordialidad si acaso en González de Córdoba al ir a interesarse por la salud del Conde de Guisa. Solo educación y protocolo en los Reyes Católicos al departir con Boabdil el Chico. Educación frente a la barbarie que muestran con los vencidos los soldados napoleónicos en Madrid o los de la ONU en Corea. Y si la respuesta es airada en los ajusticiados en Príncipe Pío, ya se adivina templanza en Maximiliano y quienes le acompañan ante el pelotón de fusilamiento. "Es un bello día para morir", dicen que exclamó el emperador derrocado de Méjico en su último tramo de vida, y que agarró con la suyas las manos de los generales Miramón y Mejía para tratar de trasmitirles su calma. Actitud muy similar a la de Torrijos en las playas de Málaga, que repite el gesto de entrelazar manos con aquellos que le flanquean en la línea de ajusticiados. Hay una magnanimidad en el general liberal que le emparenta Spínola. El cuadro de Gisbert es ese punto en que se cruzan las dos tradiciones que parecía que iban a discurrir para siempre en paralelo. Hasta el infinito que dibujara Manet con unos pocos hilos de niebla.
"La rendición de Bailén", de José Casado del Alisal (Museo del Prado)
"La rendición de Granada", de Francisco Pradilla (Palacio del Senado de España)