viernes, 24 de marzo de 2017

Decurtación



Decurtación

Mi amiga Eva colecciona palabras. El otro día me pidió que le regalara alguna para poder lucirla en sus mensajes de Twitter. Palabras sonoras, hermosas de cuerpo o concepto, con alcurnia, preferiblemente en desuso, desnudas de presente para poder vestirlas con definiciones ajustadas a una intención emocional o lírica en sus propósitos poéticos. Por alguna razón de la que aun no la he logrado disuadir, me cree una persona culta e informada. Me llama poeta cuando en mi expediente como tal apenas hay veintitantos sonetos de amor y alguna que otra coplilla desesperada. Ya he desistido de llevarle la contraria. Tampoco conviene. Es la única amiga que me queda y tampoco es que la trate especialmente bien. Hablamos muy poco, casi siempre por iniciativa suya, y los canales de comunicación son cada vez más intermitentes y angostos. Eva es lo único que me separa del silencio, y aunque me estoy acostumbrando a su timbre de voz, aun no he decidido dar ese último paso. Convengamos que tiene su aquel que mi amiga me pida precisamente palabras como regalo.

Pensé en el aserto de Confucio y traté de enseñarle a pescar. Le señalé además un gran caladero en alta mar: Los vocabularios técnicos. En especial los de las ciencias naturales con un alto componente en rutinas clasificadoras y con necesidades descriptivas. "La botánica es un auténtico filón repleto de vetas auríferas. La panacea para quien busque palabras hermosas y que parecen recién horneadas", le dije. Y le indiqué algunos ejemplos. Sin ir más lejos, yo adoro la palabra "inerme", y como es una de mis más apreciadas posesiones se la regalé envuelta en papel de regalo. Inerme es aquello que está indefenso, la cualidad, como se diría en los diccionarios, de carecer de armas de defensa. En botánica una hoja inerme es aquella que carece de medios para protegerse de los mordiscos de los defoliadores. Eva, que es gallega y está acostumbrada a lidiar con aulagas, tojos y rosas silvestres en sus paseos por prados y forestas, enseguida entendió el concepto. En Galicia es imposible adentrarse en el bosque sin recelar en cada paso. Las plantas espinosas se te enredan en los pies y parece que te agreden y que tratan de derribarte. A las rosas silvestres les gusta ahorcar a los paseantes de su jardín por los tobillos..

Quien haya tenido un pajarillo cogido dentro de su puño, quizá un canario o un jilguero, sabrá lo que significa inerme también. Sentir su calor en la palma de la mano y verlo tan indefenso e inocente, a merced de tu clemencia. Recuerdo aquella guardia que hice en el Museo Naval durante la mili. Algo golpeó mi gorra de plato e instintivamente, tras descubrirme la cabeza para buscar algún posible chichón bajo el cuero cabelludo rapado al uno, miré hacia arriba, a las ventanas del edificio de la comandancia de Marina, en la fachada que da al Paseo del Prado, cerca de la fuente de Apolo. Alguien se asomó en ese momento y no recuerdo si le increpé. Supongo que no porque al teniente lo tenía a muy escasos metros, a tiro de oreja. Pensé que alguien me había arrojado algo desde segundo o tercer piso. La mili era ciertamente aburrida y mortificar al soldado en el punto era uno de los pasatiempos más celebrados. Miré con odio a quien se asomó y acto seguido miré la acera para buscar el proyectil balístico. Era una bala de carne y hueso: Un gorrión, que parecía dormitar a mis pies, inerme, sobre las frías losetas de la acera. Enseguida todo cobró sentido: El frío glacial de enero en aquel año, las acacias plantadas en el bulevar de la avenida, al otro lado de la calzada lateral, el pajarillo que se había precipitado al suelo desde algún alfeizar, una rama o puede que hasta en pleno vuelo, incapaz de procurarse siquiera una llamita de calor para su cuerpo por el escaso alimento. Recogí el gorrión con la mano enguantada y me desplacé a donde parecía haber, ya que no algún rayo de sol, al menos menor corriente de aire. Aquel cielo lechoso parecía congelado. No eran nubes, era un firmamento petrificado por el frío. El pajarillo tenía los ojos cerrados, el cuerpo flácido. Estaba inerte, que es lo que suele desembocar aquello que es inerme y se enfrenta a los peligros de la vida. La cabeza se le vencía hacia atrás o hacia adelante por la falta de tensión en el cuello cuando movía sin querer mi mano. Parecía muerto. Llevaba casi una hora de guardia en la que había estado rumiando mi enfado contra todo y contra todos. Venía de una riña en el cuerpo de guardia y de ahí mi mal humor absoluto. Llevaba dos o tres turnos sin hablar con nadie, aguantando novatadas y abusos, permitidos todos ellos por el cabo comandante, que seguía la máxima establecida de que los a los nuevos les toca apechugar con todo. Máxima que, por mi parte, no había querido seguir ni dejar que se pusiera en práctica en los destacamentos que yo mismo había comandado durante meses, lo que había propiciado a la larga mi petición de traslado ante la imposibilidad de erradicar tan extendidas aficiones entre los soldados veteranos. A mis nuevos compañeros no les impresionaba en lo más mínimo que yo fuera un "bisa", esto es, un bisabuelo, un recluta perteneciente al siguiente reemplazo en licenciarse. Llevaba unos pocos días en mi nuevo destino y me tocaba aguantar lo mismo que los pelusos, los soldados procedentes del campamento de instrucción, con el rapado al cero aun reciente. Que estúpido y fatuo parecía en aquel momento el arrebato ético que había experimentado unas semanas atrás, cuando me había hartado del ambiente sórdido de los destacamentos de guardia en las bases de telecomunicaciones de la Marina dispersas por los alrededores de Madrid. San Torcaz, La Bermeja y San Sebastián de los Reyes habían sido todo mi universo durante los diez meses precedentes. Había pensado que en la ciudad la atmósfera sería otra, menos cainita, menos agresiva, más compasiva con quien en realidad comparte tu suerte. Si algo me enseñó la mili es que cuando las condiciones de vida se deterioran y lo esencial escasea -las horas de sueño, el alimento y la amabilidad con el prójimo en lo que al ambiente cuartelario se refiere-, el ser humano en vez de compartir lo que le resta prefiere asilvestrarse y guerrear con el que tiene al lado para tratar de acaparar lo máximo posible, incluso lo que no necesita. Soplé dentro del cofrecillo que había formado con mis dedos para calentar el aire dentro de la burbuja de verano que había creado para mi nuevo amigo. El plumón del gorrión se esponjó con la minúscula corriente caldeada que surgía de mis labios amoratados. Insistí. No tenía otra cosa mejor que hacer durante la próxima hora. Bien sabe quien le ha tocado hacer alguna guardia que quien está en el punto no tiene otra misión durante el turno de guardia que asesinar los minutos uno a uno en un frenesí homicida que transcurre a cámara lenta como en las escena clímax de las películas de Brian de Palma. Sentí un latido contra la palma de mi mano bajo aquel plumón que se alborotaba y el gorrión abrió los ojos. Solo una ranura, pero suficiente para demostrarme que aun estaba vivo.
 

Pero me estoy dispersando. A mí también me gustan las palabras, más bien frases, exóticas, sugestivas y completas. Hubo un tiempo que me dediqué a coleccionar denominaciones de enfermedades singulares, tanto de seres animados como inanimados. Las dos primeras piezas de mi colección fueron:

1.- "El corazón rojo del haya". una forma hermosa y poética de nombrar una enfermedad mortal que deja un rastro deslumbrante tras de sí. El corazón rojo del haya nombra en realidad el principal síntoma de una enfermedad o, si se prefiere, de un delito, que no al culpable. Se trata de una pudrición causada por hongos que mata la parte viva del árbol, la que está en su centro, su médula, su columna vertebral, y que tiñe la madera hasta entonces viva de color púrpura. Si se efectúa la autopsia del individuo, en el corte transversal del tronco puede apreciarse una coloración intensa en la zona central, que a algún patólogo forestal del pasado con espíritu poético le inspiró el nombre común de la enfermedad.

2.- "El pandeo del alma". El núcleo de una viga de metal sometida a un esfuerzo progresivo en la dirección de su eje longitudinal acaba colapsando sin previo aviso. Un instante antes parece aguantar el peso de aquello que se le ha encomendado sostener y al siguiente colapsa estrepitosamente ante el siguiente incremento infinitesimal de la fuerza de compresión a la que se ve sometida. Por esta razón las vigas de sujeción, por ejemplo, las de los puentes, se fabrican de hormigón y nunca de metal. Esta extraña y poética debilidad del acero me la enseñó el que muy probablemente fuera el menos lírico de mis profesores en la universidad, el señor Ramón Argüelles, eminencia del cálculo de estructuras.


Contraviniendo mis prácticas habituales, pues soy de natural conformista con mi suerte, sea del signo que sea, fuí en una ocasión a su despacho a protestar -así se denominaba el lance, no es que hubiera beligerancia en la discusión-, la nota que me había concedido en un examen final de febrero de su asignatura. Muy pocas décimas, no recuerdo si dos o tres, me separaban del aprobado, y había varías preguntas donde buscarlas. Hasta el admitía que cabía la discusión en la validez de mis respuestas en dos de las preguntas. Pero en ninguna de la dos quiso mostrarse siquiera mínimamente generoso. Discutí con él muy largo rato y no logré arañar un mínimo gesto de simpatía, siquiera de fair play. Nuestra discusión entró en bucle. Recuerdo aun con enorme desagrado su gesto cuando aburrido con mi machacona insistencia me dijo “No soy sordo. No es necesario que se repita tanto”, al tiempo que agitaba su mano junto al oído como si tratase de agitar su oreja, como quien zarandea un cacharro que no funciona bien por tener un mal contacto. Emití un sonoro suspiro, le di las gracias, di media vuelta y salí de su despacho. Según traspasaba el umbral de la puerta note que la fiebre se asomaba a mis sienes. Al día siguiente tenía la faringe inflamada. Don Ramón tenía el corazón de hormigón armado y se mantuve firme, sin ceder un ápice en su postura ante la tensión de mis súplicas. Aquel año me había matriculado en nueve asignaturas, algo así como en un curso y medio completo, y de haber aprobado en esa convocatoria de febrero la asignatura de don Ramón, me habría matriculado de alguna otra asignatura más, para tratar de recuperar alguno de los muchos años perdidos repitiendo los dos primeros cursos de la carrera. En mi descargo diré que no aprendí de mi error y al año siguiente me matriculé de trece asignaturas para reincidir él. Debí encontrar más metal que cemento en las discusiones correspondientes a los exámenes de aquel año porque llegado septiembre había aprobado once de ellas.

3.- “El golpe de ariete” es una sobrepresión en la columna de fluido que se produce cuando se corta el caudal en una tubería al accionar una válvula de cierre de forma abrupta, incremento que puede ocasionar la rotura del conducto. Más que de un mal orgánico estaríamos hablando en este caso de un traumatismo. El agua que se detiene sin previo aviso es como las hordas de Aníbal percutiendo contra las puertas de Roma. La moraleja es que conviene cerrar los grifos poco a poco, sin prisa, pero tampoco sin pausa para no malgastar recursos naturales. La Hidráulica es otro filón de palabras peculiares, no necesariamente todas ellas males de seres animados e inanimados, si bien la famosa mariposa que es capaz de provocar un cataclismo en el otro extremo del globo con su batir de alas, lo es, capaz quiero decir, por mor de las leyes de la hidráulica que se aplican a los fluidos atmosféricos. La Hidráulica tiene sus misterios y sus arcanos. Entre ellos sus palabras de argot.

En mi último curso de la carrera aprendí el nombre de otra “enfermedad” singular que es la que le propuse a mi amiga Eva como regalo ante su peculiar petición. “Decurtación”. Estamos en pleno territorio de la foresta, en el universo del arbolado. Decurtación es la cualidad de algunas especies arbóreas para deshacerse de las ramas incipientes, antes de que éstas adquieran excesivo grosor y su eliminación suponga un trauma excesivo en el punto de escisión. La decurtación es la poda natural, la amputación natural si se prefiere, que permite a algunas especies de arbolado que viven en espesura desarrollar fustes limpios de ramaje, capaces de apuntan al cielo de forma certera y rápida. Si la vida en comunidad para un integrante de un bosque es la lucha con sus coetáneos por los nutrientes del suelo y la luz del cielo, una copa recatada circunscrita al ápice del tronco puede ser una gran ventaja. No tiene sentido malgastar energías haciendo que prolifere ramaje en zonas sujetas a la sombra de la fronda. Por eso, deshacerse de forma temprana de las ramas que van quedando por debajo de la línea de flotación de la luz solar es una buena táctica. Nuestros profesores de la asignatura de ordenación forestal nos mostraban en los montes de Cercedilla una de las especies dotadas con la cualidad de la decurtación: el pino silvestre. La masa vegetal verdiroja del pinar de silvestre es característica de la Sierra de Guadarrama. Con su fuste delgado con corteza color salmón y una copas mínima de intenso esmeralda, al pino silvestre, a pesar de vivir rodeado de congéneres o, quizás, por eso mismo, no le gusta tener que tocarse con sus vecinos. Antes prefiere amputarse de forma voluntaria las manos que tener que vivir en sometido al imperio del tacto. Donde el espacio personal es mínimo supongo que se añora la soledad perfecta que permite el silencio de los sentidos. “Si tus ojos te escandalizan, arráncatelos”. Recuerdo que este pasaje bíblico, recitado de forma machacona por un coro formado por los integrantes de una secta, le inspiraba a Ray Millan, el protagonista de la película de Roger Corman “El hombre con rayos X en los ojos”, la solución para poder desembarazarse de un don que no había pedido y que había llegado a asquearle. Donde la intimidad de los demás no es posible y nos vemos avocados al espectáculo de la podredumbre humana que nos rodea, la ceguera puede convertirse en un alivio. Del mismo modo amputarse las manos puede ser una forma de evitar el contacto allí donde la proximidad con el otro puede llegar a ser extrema. Vivir en comunidad a veces se convierte en una imposición insoportable si se tiene la certeza de que la convivencia jamás dará frutos.

Recuerdo la tensión en la palma de mi mano causada por el cuerpo del gorrión una vez se desembarazó de su letargo. ¿Pugnaba por escaparse a mi control o aquella ubicación le era grata? Tal vez supiera que el mundo era gélido y despiadado más allá de mi puño. Tal vez amara su prisión en aquellos instantes. Pero yo sabía que los gorriones no pueden vivir enjaulados, que la libertad es su principal sustento. Con la perspectiva que solo dan los años, puedo asegurar que abrir mi mano para dejarlo libre ha sido una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida. Cuando echó a volar me maldije a mi mismo por no tener vocación de carcelero. Aun me quedaba una hora en el punto. Entonces aun era joven y ansiaba vivir en espesura. Ansiaba el tacto de los otros, sentir su presencia justo al otro lado de mis límites. Luego volví al cuerpo de guardia a seguir aguantando las judiadas de mis compañeros. En aquellos días no habría entendido el concepto de decurtación por más que su significado me estuviera deletreando mis circunstancias personales. El lento gotear de los años y su aprendizaje deja su poso calcáreo que acaba formar estalactitas en la caverna de nuestros recuerdos.