"La infanta margarita de Saboya" de Sononisba Anguissola
(Colección particular del Marqués de Griñón)
Años atrás, cuando aun escribía en Twitter sobre temas de arte, pura desfachatez ya que estoy muy lejos de ser un experto, pero con algo por pasar el rato, se me ocurrió una temática común para algunas series de tuits. A dicha temática la denominé "El Prado en el exilio". Se trataba de redacciones troceadas -ya se sabe, en cachos de 140 caracteres- sobre obras maestras distribuidas por el mundo en museos o colecciones privadas que con un desarrollo de los acontecimientos de la historia menos traumático, o simplemente más lógico, hoy en día formarían parte de las colecciones del Museo del Prado. La propuesta parte de una simple premisa: Aunque el Prado fue fundado en 1819 a instancias de María Isabel de Braganza, la segunda mujer de Fernando VII, siendo quizá el único hecho feliz de su reinado, el museo, sus colecciones en realidad, tienen un origen muy anterior. El esqueleto de las colecciones del Prado lo conforman las colecciones reales, las que formaron los sucesivos monarcas de acuerdo a sus gustos personales y sus necesidades de propaganda. A partir de estas colecciones reales la reina consorte de Fernando VII decide crear una galería de pintura con lo mejor de lo mejor, con la nata que sellaba por arriba el nutritivo cacito de leche. A este primer aporte de obras pertenecientes a la corona vinieron a sumarse otros y, más adelante, obras con otros orígenes muy distintos: pintura religiosa procedente de las desamortizaciones del patrimonio de la Iglesia; pintura de historia procedente de las colecciones del Estado adquiridas en las exposiciones internacionales; donaciones de particulares; adquisiciones hechas por los responsables del museo para tratar de tapar las lagunas existentes. Así, si se acepta que las colecciones reales suponen el núcleo duro del museo, entonces el acto fundacional virtual fue la decisión del emperador Carlos V de donar su patrimonio personal, el que estaba ligado a la corona, a su hijo Felipe II. Se trataba de un hecho sin precedentes, no sólo en España, en toda Europa. El patrimonio de los soberanos era considerado como patrimonio personal, así que era habitual que a la muerte de estos fuera repartido entre sus deudos o subastado para poder hacer frente a las demandas de los acreedores.
Desde Carlos V las colecciones de arte de la corona española no hicieron más que crecer en los sucesivos reinados, con algunas pérdidas producto de las guerras, regalos, siniestros, robos y otras incidencias. Son estas pérdidas precisamente las que conformarían el que denomino como Prado en el exilio, obras que ahora están fuera del ámbito de las Colecciones del Prado, casi todas ellas en el extranjero -de ahí lo de "exilio"-, y que pertenecieron en su momento a las colecciones reales, a veces durante siglos, ocupando a menudo un lugar destacado en las preferencias de los monarcas, siendo algunas muy significativas para la historia de España o para la propia colección del museo. Ya se entenderá esto último con el tiempo, espero que incluso tras la lectura de este primer escrito de la serie, pero pongo un ejemplo para tratar de explicarlo. Carlos V llevó a su retiro en Yuste unas pocas posesiones artísticas, además de su fastuosa colección de relojes, que cuidaba el ingeniero Turriano. Entre los cuadros que tenía en su celda del monasterio se contaban dos Dolorosas de Tiziano, una con las manos de la Virgen juntas y la otra con las manos separadas, ante las que dice el tópico que rezaba todas las mañanas a la hora de maitines. Ambas obras pueden verse actualmente en el Prado y emociona pensar en su uso devocional por parte del emperador, su adscripción a un momento tan concreto y tan trascendental de nuestro pasado y su pertenencia a la historia de España y a nuestro legado común durante casi medio milenio. Además de su enorme valor artístico son dos obras cargadas de historia y de simbolismo, no solo religioso. Si por algún avatar de la historia ahora perteneciesen a algún otro museo del extranjero los consideraría perfectas candidatas para formar parte del Prado en el exilio. Esta serie hablará sobre lo que nos ha hurtado el paso del tiempo de forma irreparable y sobre la relación de esas obras robadas con la evolución de nuestro país y con el devenir y la formación del propio museo.
"Dolorosa con las manos cerradas" de Tiziano (Museo del Prado)
Sofonisba Anguisola fue una pintora italiana, nacida en Cremona, de noble linaje. Hace medio siglo era prácticamente una desconocida, relegada al más estricto de los olvidos. Pero en su tiempo fue una reconocida pintora. En las últimas décadas se le ha rescatado del anonimato de los libros de historia del arte, de no tener siquiera un catálogo de obras atribuidas ha pasado a ser para los expertos la autora más probable de un buen puñado de obras notables, y siempre a costa de que merme la lista de atribuciones de grandes maestros, como Alonso Sánchez Coello, Antonio Moro o el mismísimo Greco. De tanto en tanto un nuevo retrato engrosa su lista de atribuciones, que cada vez es más extensa e impresionante. ¿A qué se ha podido deber este fenómeno? Si se achacará al machismo, unsospechoso habitual en estos casos, habría que decir que lo sufrió más en una época cercana a la nuestro, aun ahora, que en su propio tiempo, ya que fue admirada e imitada por sus coetáneos. A mi no me extrañaría nada que Anguissola acabara siendo algún día munición para las feministas, y no sin motivo.
Anguissola era retratista en la corte de Felipe II. Para entendernos, un equivalente a lo que fue Diego Velázquez en la corte de Felipe IV. Aunque en realidad su función primordial en palacio era otra. Era dama de compañía de al reina. Llegó a Madrid integrando el séquito de Isabel de Valois, la tercera esposa de Felipe II, de la que llegó a ser íntima amiga y confidente. Después lo sería de sus hijas. La niña del retrato que nos ocupa es una de las nietas de los reyes, Margarita de Saboya, hija de infanta Catalina Micaela. Perteneciente a una colección privada, la niña del retrato fue identificada por el enorme parecido con su madre, muy evidente si se observa el retrato de la madre de mano de Alonso Sánchez Coello que hay de ella en el Museo del Prado. Por cierto, la atribución de esta última obra a Sánchez Coello cada vez se pone más en duda, a favor de -sí, eso es- Sofonisba Anguissola.
El caso es que el retrato me parece bellísimo. Hace bien poco que se de su existencia. Supe de él por primera vez recabando información para el escrito "El Joyel de los Austrias". Y tanto me cautivo que tarde un tiempo en caer en la cuenta de lo más impactante del cuadro. A veces es difícil darse cuenta de lo importante cuando la mirada disfruta contemplando lo accesorio. Soy muy aficionado a los retratos de personajes regios acompañados por enanos. Puede parecer un gusto cruel pero creo que se desprende en ellos mucha ternura. Los enanos y bufones, denominados en aquellos tiempos con la equívoca denominación de "personas de placer", eran seres muy queridos por sus dueños, algo así como las actuales mascotas. La comparación puede parecer forzada pero a lo que me refiero es que al dueño de un pastor alemán que vive en un pequeño piso de una ciudad, en un espacio muy reducido, por muy incómoda que pueda ser la vida del animal, se le supone siempre el cariño y la devoción por su mascota cargados de buenas intenciones.
Es de destacar la ternura con la que están retratados ambos personajes. La niña lleva flores en el pelo en alusión a su nombre. También en el traje alternándose con las joyas. Su expresión es serena, mayestática, como es menester en un retrato que, aunque íntimo, para disfrute de la gente del estricto círculo familiar -pensemos que pudiera estar destinando para ser contemplado pos su abuelo Felipe II-, también requiere que atienda al protocolo. El enano tiene una doble función, por un procurar una atmósfera más familiar, por otro hacer que resalte la belleza y perfección del personaje principal por mero contraste. Sin embargo, Sofonisba trata a su criatura con suma delicadeza. Advertimos que se trata de un enano por su cabeza de frente prominente que, no obstante, es hasta cierto punto armoniosa en sus proporciones, con un rostro no exento de belleza, y también por ese pie que gira de una manera antinatural haciendo sospechar la existencia de una pierna arqueada bajo la ropa. La saya que viste le oculta el resto del cuerpo.
"Catalina Micaela de Austria, Duquesa de Saboya" de Alonso Sánchez Coello (Museo del Prado)
El primer precedente de este tipo de retrato que conozco, al menos en lo que al Museo del Prado se refiere, es el retrato de "Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruíz" de Alonso Sánchez Coello. Atribución que todavía se mantiene, aunque ya veremos en el futuro por la forma en que Anguisola está fagocitando poco a poco su currículo. Isabel Clara Eugenia era la hermana mayor de Catalina Micaela, por tanto la tía de Margarita de Saboya. Magdalena Ruíz era una enana muy querida en Palacio, por la que Felipe II y sus hijas sentían un inmenso cariño. Habiendo acompañado al rey en su campaña militar para la conquista de Portugal y habiendo caído enferma Magdalena durante el avance de las tropas, era cuidada en persona por el monarca en sus propios aposentos, no separándose de ella en ningún momento mientras estuvo postrada en cama. Su recuperación era uno de los temas principales de conversación en la comunicación epistolar que mantenían el rey y sus hijas.
En este tipo de retratos de duetos el juego de miradas es muy importante. La infanta mira al espectador, con autoridad, con seguridad plena en sí misma. Se trata de un retrato de representación de un personaje de la realeza, que siempre ocupara un lugar más elevado que el del potencial espectador o, al menos, equiparable al suyo si se trata de un miembro de otra corte. Isabel Clara Eugenia está situada cobre un estrado y ante un tapiz de brocado que subrayan esta magnificencia. El penacho de plumas que lleva en el pelo está adornado por una vieja conocida nuestra, la Perla Peregrina, que Isabel acaba de heredar de su madrastra, María de Austria, la cuarta y última esposa de Felipe II. A la muerte de ésta el monarca ya solo tendrá una pareja estable hasta sus últimos días, al propia infanta, que se convierte de facto en su consorte, en su quinta y definitiva esposa. La perla está engarzada a un rubí y a un diamante oscuro que no sabemos si se trata del Estanque, aunque por el escaso tamaño con el que lo dibuja Sánchez Coello es poco probable.
La mano izquierda de Isabel descansa sobre la cabeza de Magdalena en un gesto que aúna la ternura con la voluntad de protección y, aun, con la compasión. Nos dice a quienes miramos que la enana es su pertenencia y a la vez persona de su afecto, que quien quisiera enfrentársela se las tendría que ver con ella primero. Magdalena no le devuelve la mirada, que es lo habitual en los retratos con enanos, sino que contempla como hipnotizada la joya que la infanta sostiene en la diestra, entre los dedos pulgar e índice. Se trata de un camafeo de ónice con la efigie dibujada de Felipe II, que así se hace presente en el cuadro, creando además una reacción en uno de los personajes. Magdalena sostiene en sus enormes manos dos monos pequeños, mascotas de la infanta. Esas manos tan grandes han hecho dudar a algunos de que en realidad se tratase de una enana, que pudiera estar en realidad de rodillas en la escena para resaltar la diferencia de calidad entre ambos personajes. Podría tratarse de una bufona. Se sabe que no andaba del todo en sus cabales, que su comportamiento alocado e impredecible era lo que se valoraba en ella, recibiendo el apodo de sabandija, un apelativo cariñoso que solía darse a las personas revoltosas pero, al mismo tiempo, queridas. En una de sus cartas desde Lisboa, una vez tomada la ciudad por sus tropas, Felipe II informa a sus hijas de las andanzas de Magdalena por la noche lisboeta, de sus borracheras y travesuras nocturnas, con un deje de ternura en sus palabras. El retrato permanecerá en la colección privada del rey para su disfrute personal. En versiones más oficiales no destinadas a uso privado sino con destino a otras cortes, copias realizadas por el propio Alonso Sánchez Coello y otros retratistas de la corte, como la que se envía al emperador Rodolfo II con quien se quería desposara la infanta, desaparece Magdalena Ruiz de la escena.
"Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz" de Alonso Sánchez Coello (Museo del Prado)
Un segundo retrato regio con enano es el Felipe IV, cuando aun es príncipe, con el enano Miguelito "Soplillo", realizado por Rodrigo de Villandrando. El futuro monarca viste de blanco con bordados de oro, a la moda portuguesa. El cuadro está realizado durante las fiestas de conmemoración de la subida de su padre Felipe III al tono de Portugal y forma pareja con otro de su esposa Isabel de Borbón. Aunque son apenas dos adolescentes ya han sido desposados y ya están siendo intensamente preparados para poder asumir en un futuro sus responsabilidades como monarcas. La mano izquierda de Felipe descansa sobre el pomo de su espada, indicando sus deberes militares. Hay un sombrero sobre una mesa, junto a él. Imagino que ello simboliza su derecho a poder descubrirse ante el rey, que suponemos presente en la escena, en persona o en espíritu. Esta posibilidad de poder mostrar la testa desnuda ante el rey estaba reservada a lo más selecto. Durante su propio reinado solo lo podrá hacer el Conde Duque de Olivares, simbolizando esta merced que le concede su señor el momento en que el valido alcanza la cima de su poder.
Al igual que Isabel Clara Eugenia, el Príncipe de Asturias -por cierto, se cree que este es su último retrato antes de acceder al trono- reposa su mano sobre la cabeza de Soplillo, un gesto que Villandrando pinta en su retratado y que es posible tomara prestado de su maestro Sánchez Coello. Curiosamente, hay una coincidencia que refuerza la conexión entre ambos retratos de parejas. Miguelito procedía de Flandes y era un regalo para el príncipe de su tía Isabel Clara Eugenia, en aquellos momentos regente de los Países Bajos. Al contrario que Magdalena Ruíz, Miguelito si que nos mira a nosotros, y hay en la expresión de su cara un aire de satisfacción plena, la de alguien que se siente totalmente protegido y confortado. La mano que le cobija no es moco de pavo, es la de un tipo al que en breve se le apodará como rey planeta. Casi se atisba una incipiente sonrisa al enano. ¿Sazonada tal vez con un poquito de ironía, como si nos dijese: "Tengo lo que vosotros querríais tener, el cariño y la protección de alguien muy principal"? Un dato que recabo por ahí, que cazo al vuelo en una de mis muchas lecturas para documentar el artículo, me hace pensar por un momento si no habrá también algo de socarronería, de malicia, en la media sonrisa del enano: Me entero de que formó parte del improvisado elenco de actores que representaron en el Jardín de la Isla de Aranjuez "La Gloria de Niquea", la obra escrita por el Conde de Villamediana para el lucimiento de su novia la reina Isabel de Borbón (ver "Amores reales"). ¿Pudo ser testigo del beso robado por Juan de Tassis a su amada? ¿Podría ser eso loq ue hace que asome una sonrisa burlona a sus labios? Imposible, eso ocurrió un lustro después de ser pintado este retrato. Si brillara la picardía en los ojos de Soplillo sería por los deslices de su amo no por los de la reina aun virgen y siempre fiel a su marido, que sepamos. En cuestiones de sexo Felipe IV fue un explosivo sprinter, también un infatigable corredor de fondo y un debutante muy prematuro. Y, ahora que caigo, también Miguelito va con la cabeza descubierta, con el sombrero en la mano. ¿Un gesto de camaradería por parte de su señor al permitírselo en un retrato de protocolo, o quizá es que no hay dignidad en un enano y por tanto es una norma que no procede en su caso? Todo los que rodeaban al soberano acababan siendo sus compañeros de correrías sexuales. Quizá también hubiera mujeres del tamaño adecuado para Miguelito.
"El príncipe Felipe y el enano Miguel Soplillo" de Rodrigo de Villandrando (Museo del Prado)
El tercer ejemplo de retrato de un personaje regio con enano es el el príncipe Baltasar Carlos siendo aun niño y que hoy día cuelga en el Museo de Bellas Artes de Boston. Baltasar Carlos fue la gran esperanza de España durante el reinado de Felipe IV. El rey tuvo ocho vástagos con Isabel de Borbón, los cuatro primeros niñas, que no llegaron a cumplir ninguna el primer año de edad. El quinto fue Baltasar Carlos, al que le siguieron un hermano y una hermana que también murieron siendo apenas bebés, para completar la saga con la benjamina, María Teresa, que acabó siendo la esposa de Luis XIV de Francia. Baltasar Carlos era hermoso, inteligente, despierto, vivaz y, lo que era más importante, tenía una salud razonable, algo muy raro en los hijos de los Austrias. Murió con 17 años llevándose esa esperanza de un futuro mejor para una España en franca decadencia, cuya claudicación como primera potencia europea se aceptó de facto con la entrega de la mano de la única hija superviviente del matrimonio al heredero del trono de Francia. Para entonces la segunda esposa de Felipe IV ya le había dado herederos. Al final se llevó el gato al agua el terriblemente decepcionante Carlos II, al antítesis en cuanto a virtudes del príncipe Baltasar Carlos.
Hacia finales de la década de 1620 Diego Velázquez es nombrado pintor de cámara del rey Felipe IV. Poco después parte a Italia para completar su formación, de dónde es requerido al cabo de un tiempo, al cabo de un par de años, porque se requieren sus servicios en Madrid. Según consignan sus biógrafos, el primer encargo que recibe de su señor tras su vuelta a la corte en 1631 es el de retratar a Baltasar Carlos con motivo del juramento de fidelidad del príncipe de Asturias a las cortes castellanas, cuando este apenas cuenta dos años de edad. Durante mucho tiempo se pensó que este encargo podría corresponderse con el retrato de Boston, pero surgen las dudas. Pacheco, el suegro de Velázquez, y Antonio Palomino, los referidos biógrafos del pintor, no aluden a la existencia en el retrato de un enano cuando lo describen. Por otra parte, parece poco serio incluir un personaje de este tipo en un cuadro con fines tan solemnes. Ya hemos dicho que solían suprimirse en las versiones más de protocolo. Además, no solo hay preponderancia en el protagonismo del enano sobre el del príncipe, sino que el primero tapa en parte al segundo y no parece concederle la sumisión en señal de respeto que hemos visto en los anteriores casos. Se ha apuntado, lo hace el exdirector del Museo del Prado Pérez Sánchez, y parece una solución lógica y realmente sugestiva, que el retrato pudiera tratarse en realidad de un cuadro dentro de otro cuadro. Así, lo que en realidad estaríamos viendo es al enano deambulando ante el retrato al que aluden Pacheco y Palomino en sus crónicas. Esto permitiría retrasar un tanto la fecha de ejecución de la obra y poder identificar al enano como Francisco Lezcano, que entró a servir en palacio en 1634.
Si la hipótesis que acabamos de explicar es correcta estaríamos ante una veta de humor en al obra de Velázquez, algo realmente insospechado. El pintor pondría en contraste en su retrato de pareja no solo lo feo ante lo bello, sino también lo serio y solemne ante lo cómico y ligero, lo estático ante lo dinámico. El príncipe, al que dan verdaderas ganas cuando se le mira de pellizcarle sus regordetes mofletes por más que adopte una postura hierática, descansa su mano izquierda cobre el pomo de una espada -es un pequeño coronel, al modo que lo era Shirley Temple en aquella antigua película- y porta en la diestra una bengala o bastón de mando. Luce una coraza negra adamasquinada sobre un traje verde oscuro ribeteado de oro. Junto a él, en un cojín, descansa un sombrero con pluma, símbolo del generalato, y al pecho lleva una banda militar con el color rojo característico de los tercios españoles. Por su parte, el enano también ase con sus manos objetos que simbolizan el futuro poder del joven príncipe, aunque con un toque burlón. Así la manzana simbolizaría el orbe, del que un día será soberano el niño, y un sonajero como trasunto de un cetro real.
"El príncipe Baltasar Carlos con un enano" de Diego Velázquez
(Museo de Bellas Artes de Boston)
Pero volvamos al cuadro de Sofonisba Anguissola, que es el verdadero protagonista de este escrito. En este retrato de pareja el enano si que está mirando al personaje regio, y lo hace con arrobo, con un afecto que parece rayar en la adoración. ¿Puede lo feo amar a lo hermoso? Tal vez cuando aun hay inocencia es posible, luego la vida te malea y reseca por dentro y acabas sintiendo resentimiento hacia aquel que tiene aquello que tu jamás podrás poseer. El enano que acompaña a Margarita de Saboya también parece un niño, como el que acompaña a Baltasar Carlos, aunque se hace difícil de precisarlo. Pero, pensemos un poco. Sofonisba conoció a la abuela de la niña, fue su amiga íntima hasta su muerte. Ese cariño lo heredaron sus hijas, una de ellas la madre de la retratada, a la que tanto se parece, a la que trató desde que era un bebé, a la que vio nacer y luego crecer hasta convertirse a su vez también en madre. Son tres generaciones, el cariño elevado al cubo ¿Tiene algo de extraño que a los sentimientos que florecen en ella al ver simplemente una niña adorable se unan los gratos recuerdos de toda vida al servicio de las mujeres de los Austrias? Me seduce y convence la idea de que el enano es simplemente un traductor, un portavoz de lo que ella siente. Esa adoración que siente la pintora mientras la dibuja en su lienzo es la que expresan los ojos del enano cuando miran hacia lo alto para contemplar a su pequeña ama, como quien mira un astro resplandeciente colgado en lo más alto de la bóveda del firmamento, que es a lo que se asemeja el luminoso rostro de la niña, a un claro de Luna llena en mitad de la negrura del fondo el cuadro. Es un perfecto juego de miradas en forma de bucle: La niña mira al espectador y, por tanto, a Sofonisba mientras la retrata, y ella le devuelve la mirada a través del enano.
"Las Meninas (La familia de Felipe IV)", de Diego Velázquez (Museo del Prado)
Pero no es solo eso lo que enamora del cuadro. Hay algo más, sumamente importante. Un detalle que advirtió hace mucho María Kusche, la gran experta en la retratística de los Austrias, tanto de la rama española como de la austriaca. Un detalle que yo no advertí cuando vi el cuadro por primera vez en una ilustración pero que ahora me parece evidente. Casi me da pena desvelar el acertijo y que se acabe el juego. Una primera pista: La edad de la niña. Tiene cinco años cuando Sofonisba acude a la corte de Saboya a visitar a su amiga y antigua señora, Catalina Micaela, y retrata a su hija. ¿Aun no? Una segunda pista en forma de pregunta: ¿En qué otro cuadro, este de fama mundial, se retrata una escena íntima de un personaje de la familia real en el que aparecen enanos? Exacto, en "Las Meninas", cuyo nombre auténtico, por el que era conocido en todos los inventarios de palacio, antes de ser rebautizado en el siglo XIX, es "La familia de Felipe IV". En "Las Meninas" están Nicolasillo Perstusato, el enano milanés, y Mari Bárbola -María Asquith-, la enana alemana. La segunda tiene un papel más ceremonioso -se cree que en una primera versión de la obra la enana sostenía tal vez un anillo, símbolo de al condición de la retratada principal como heredera del trono de España- pero el primero hace lo que se supone que debe hacer una sabandija de palacio: divertir, distraer a la niña mientras realiza la tediosa tarea en la que está ocupada, que en este caso es servir como modelo a Velázquez, algo que la obliga a estarse quieta. ¿Quién puede pretender que una niña de cinco años se mantenga quieta y serena durante mucho tiempo? Ni siquiera el flemático Velázquez que al dibujar a Nicolasillo mortificando al mastín para darle una distracción visual a la infanta Margarita -sí, también hay coincidencia en el nombre de ambas niñas- parece estar ironizando, haciendo un chiste privado, sobre su situación y las dificultades en el desempeño de su tarea como retratista de la corte cuando le toca retratar a niños.
Tercera y última pista: ¿Qué es lo que hace el enano en el retrato de Margarita de Saboya? Ofrecer un búcaro a la niña que descansa sobre una pequeña bandeja? Exactamente lo mismo que hace María Sarmiento, la menina de la izquierda en la obra de Velázquez. Sentada casi sobre su rodillas, en un gesto de reverencia hacia su ama, la mira casi a su misma altura con una expresión solícita en la cara que emparenta su actitud con la del enano de la obra de Anguissola. ¿Estamos ante una casualidad o un préstamo? María Kusche cree que lo segundo. Velázquez pudo perfectamente inspirarse en el cuadro de la pintora italiana a la hora de resolver el detalle central de "Las Meninas", ya que al menos durante las últimas décadas del siglo XVI el retrato de Margarita de Saboya perteneció a las colecciones reales a las que llegó probablemente para disfrute personal del abuelo de la criatura, Felipe II. Al morir éste el cuadro pasó a manos privadas, aunque en algún palacio asequible a Velázquez dónde pudiera admirar la obra. Se habla de la casa en Madrid de Íñigo de Mendoza, Quinto Duque del Infantado.
Detalle de "Las Meninas" de Diego Velázquez (Museo del Prado)
Pero yo iría más lejos. Hay algo que me ronda la cabeza: El juego de miradas en ambos cuadros. Veamos, en el retrato de Margarita de Saboya la niña nos mira, mira también a la pintora mientras ejecuta la obra, mira al espectador, la propia Sofonisba una vez completado el cuadro, y ésta le devuelve la mirada a través de la mirada del enano. Pienso que tal vez Velázquez pudo inspirarse en este alambicado juego para establecer el que se produce en "Las Meninas", barroquizándolo, convirtiéndolo en algo mucho más complejo, un nudo que no puede desatarse, que casi se convierte en una paradoja. La infanta Margarita también mira al espectador, es lo habitual en este tipo de retratos, todos los niños miran al frente con una compostura impropia de la infancia. Margarita también mira al pintor mientras ejecuta la obra. Pero este también está contenido en al escena del cuadro, nadie le suplanta como hace el enano a Sofonisba. ¿Y a quien mira don Diego en "Las Meninas"? Hacia el cuadro que está ejecutando, que muy probablemente sea un retrato de la infanta, ya que se supone que está posando para él. Más aun, el espectador también está presente en la escena a través del reflejo en el espejo del fondo de la estancia, multiplicándose de esta hasta el infinito las posibles relaciones en el juego de miradas. Llevo días emocionado con todo esto. Cada loco con su tema.
"Margarita de Saboya, Duquesa de Mantua" de Frans Pourbus
(Museo Hermitage, San Petersburgo)