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sábado, 4 de agosto de 2018

Retorno al Prado (20) - El Prado en el exilio (11) - "La lección de equitación" de Diego Velázquez

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"El Príncipe Baltasar Carlos en el picadero" de Diego Velázquez (Colección Wallace, Londres)

Retorno al Prado (20) - El Prado ene l exilio (11) - "La lección de equitación" de Diego Velázquez

¿Por qué me fascina tanto en este cuadro? ¿Qué me impulsa a hablar de él antes que de otros que sufren también el exilio del Museo del Prado y podrían juzgarse de forma razonable más relevantes, más significativos o más valiosos? Los motivos son múltiples. Comienzo a enumerarlos y los dedos de la mano enseguida se me hacen escasos. En primer lugar, aunque más que fascinación en este cao es rabia, me resulta sorprendente, al tiempo que doloroso, el periplo que siguió para llegar hasta su actual exilio, aunque es una historia compartida y ya la he contado, grosso modo, porque es muy parecida, cuando hablé de “El matrimonio Arnolfini” de Jan van Eyck. Una historia en la que se mezclan la avidez sin medida de los ejércitos invasores con la estupidez de un rey y que he de rememorar muy a mi pesar demasiado a menudo mientras me documento para escribir esta serie que he titulado “El Prado en el exilio”. Pero hay más motivos, menos cargados de ira. Por de pronto Velázquez. Siempre es una alegría retornar a su mundo. Es como hacerlo al hogar. Aunque suene rimbombante, soy de la opinión de que en “Las Meninas” se esconde una verdad trascendental, no solo sobre el Arte sino también sobre nosotros mismos, y cualquier nuevo aporte o retal de información que ayude a atisbarla en la superficie del cuadro es siempre bienvenido. Una verdad que seguramente sería evidente a cualquier mirada mínimamente entrenada y avisada, pero que elude a la nuestra porque hace tiempo que perdimos la capacidad de ver con claridad el universo pictórico. En los alrededores de la ciudad de Vitoria, en el campo embarrado donde encallaron los carromatos del equipaje del rey José, se perdieron muchas trazas de lo que podríamos denominar el contexto de “Las Meninas”: “El matrimonio Arnolfini”, ya mencionado; El retrato de “José Nieto”, el hombre que abre la puerta al fondo del cuadro; Este mismo cuadro del que ahora pretendo hablar, que viene a ser como el reverso de la obra cumbre de Velázquez. En algún lugar leí una vez, en la reseña de alguna exposición supongo, que el ala donde tiene lugar la lección de quitación y que retrata el pintor sevillano es justamente el exterior del cuarto del príncipe Baltasar Carlos. No sé si es otra broma más perpetrada por mi memoria -o desmemoria- y mi imaginación en entente cordial porque he sido incapaz de recuperar el texto donde lo leyera, pero tiene sentido. ¿Dónde mejor que al lado de sus aposentos podría realizarse la lección de equitación del heredero? Sabemos que a su muerte Velázquez heredó el dormitorio del príncipe para armar su taller. Es un dato contrastado. Sabemos asimismo que le unía un enorme afecto con el efigiado, al que retrató a lo largo de su vida numerosas veces. Este cuadro que pintara Velázquez unos 20 años antes que “Las Meninas” podría ser su reverso, o su anverso. El balcón al que se asoman los reyes para ver cómo se desenvuelve su hijo durante la lección, podría ser lo que hay al otro lado de las ventanas que iluminan la cara de la infanta Margarita. ¿No sería fascinante? A mí al menos así me lo parece. Una de las varias explicaciones ensayadas para “Las Meninas” es que podría tratarse de una confirmación implícita de la infanta Margarita como la nueva heredera de la corona. Luego nacería Felipe III y el cuadro perdería este significado en particular, si es que alguna vez lo tuvo. De igual modo, “La lección de equitación” podría ser una forma de explicarle a quien le estuviera permitido mirarla, que el príncipe Baltasar Carlos era el legítimo heredero al trono, no solo ya por su linaje sino también por atesorar las cualidades necesarias para el mando, que quedarían perfectamente reflejadas en su apostura y gallardía encima del caballo. De que el príncipe era un chico hermoso cargado de cualidades no nos cabe la menor duda si contemplamos la serie de retratos que le hizo Velázquez a lo largo de su vida, él que no era dado a la adulación, al menos cuando pintaba, que mostraba exactamente lo que veía su ojo, incluyendo la fealdad o las tinieblas que albergaran el alma de aquel a quien estuviera retratando, y aun y con eso, sin hacer ofensa alguna, desde el respeto absoluto, sin vulnerar su intimidad, su derecho a guardar dentro de sí el secreto. En este contexto “La lección de equitación” es otra muestra más de ese afecto que Velázquez sentía por el heredero. Nada quedó escrito acerca del posible amor que Velázquez sintió por sus propios hijos. Su obra pictórica es una prueba fehaciente y continuada del que sintió por el de Felipe IV y su familia. Pero hay una razón más. “La lección de equitación” no es un cuadro muy conocido dentro de la producción de su autor. No suele salir además de Inglaterra. Es carne de cañón de monografías, en todo caso, y rara vez acude a alguna exposición en el extranjero. El impacto que me ocasionó cuando supe de él fue enorme. El universo velazqueño, aunque intenso, no es muy extenso y cualquier nuevo astro en su firmamento llama poderosamente mi atención. Además, este brilla con luz propia, al tiempo que lo hace también con luz refleja, si se me permite la expresión, luz captada de “Las Meninas”. Por último, aunque no menos importante, quizá lo más vital para lo que nos importa: Se trata de la última obra de gran formato en manos privadas que existe de Velázquez. Un retorno del exilio sería remotamente posible. Todo lo anterior dicho de una tacada, sin cambiar de párrafo, casi conteniendo la respiración.

Aunque puede sonar cruel, tiene razón Car Justi (“Velázquez y su siglo”. Editorial Espasa Calpe, 1999) cuando afirma que el príncipe Baltasar es una de esas figuras históricas que sólo el arte ha salvado del olvido. Fruto del primer matrimonio de Felipe IV con Isabel de Borbón, murió en plena adolescencia, si bien tuvo el privilegio de ser retratado a lo largo de su corta vida en numerosas ocasiones por Velázquez. Nació cuando el pintor estaba aún en Roma, y la necesidad de ser retratado de forma oficial por el único artista que estaba habilitado para tal fin fue una de las razones esgrimidas para exigir su vuelta. Hasta el momento la reina solo había parido niñas, que además no habían sobrevivido. Por eso la alegría del rey era exultante, y por doble motivo: un heredero varón y en apariencia robusto y sano. Carl Justi refiere una anécdota, narrada por el embajador de la corte imperial austriaca en Madrid, Khavenhüller, sobre la felicidad de Felipe IV: “El rey, se ha mostrado tan contento y alegre que ha hecho abrir las puertas para que pudiera entrar todo el mundo, hasta los portadores de sillas de mano y los marmitones [pinches de cocina], en los aposentos más íntimos de Su Majestad, para que le diesen los parabién, y ha permitido que todos le besen la mano”. El propio Justi remata y apostilla la anécdota de su propia cosecha de una forma muy pintoresca: “Un cocinero se presentó con la cara grasienta y el cucharón debajo del brazo y gritó: «¡Alegría, Filipete!»”.

El príncipe Baltasar Carlos nació en 1629. Es cierto que su vida apenas trascendió a los libros de historia. No le dio tiempo a acumular méritos, ya que murió siendo apenas un mozalbete, con 16 años de edad. Velázquez no regresa a Madrid hasta el mes de enero 1631. Se presenta ante el rey Felipe IV para besarle la mano, agradecerle el que no se hubiera dejado retratar por ningún otro pintor y para hacerse cargo del encargo recibido. De pocas semanas después es quizá la ejecución del primer retrato conocido de Velázquez del príncipe Baltasar Carlos, hoy en el Museo de Bellas Artes de Boston, el impresionante “Don Baltasar Carlos y un enano”. Con un año y cuatro meses de edad, el heredero de corona es objeto de un homenaje en marzo de 1631 por parte de la nobleza, el clero y las corporaciones castellanas en la Iglesia de San Jerónimo del Prado de Madrid. Allí permaneció encerrado durante cuatro horas, nos informa Justi, sentado en una sillita, derecho y firme, sin perder nunca la compostura, sin llorar, sin dormirse, en definitiva, sin adoptar actitudes impropias de una ocasión tan solemne pero, por otra parte, que serían de esperar, al menos de forma esporádica, en un niño de apenas tres años.

El príncipe Baltasar Carlos con un enano” (Museum of Fine Arts, Boston)

A Justi el retrato le parece un capricho pueril de los padres, del que se hace cómplice el pintor. Así lo describe el erudito alemán:
Está en pie, un tanto retirado, vestido con un atuendo infantil largo, cónico, verde oscuro, bordado de oro. Una cabecita rubia con cabellos y aplastados, ligeramente rizados en las sienes; la cara está en plena luz; solo los ojos oscuros, que tenía de su madre, dan un poco de fuerza y vida a su delicada redondez, aunque no hay aun en ellos una verdadera mirada. Este embrión de rostro humano descansa en un cuello de puntillas y luego el comienzo de una armadura, y en el lugar del babero, un peto de acero. Descansa la siniestra en una espada infantil y tiene en la diestra un bastón de mando con gesto de heredero del trono, aunque, por el momento, le sirve más bien de sostén; su primera empresa real era tenerse en pie con bizarría.
Este muñeco rubio flota en un mar de magnífico rojo real. En lo alto cortina púrpura; detrás, al nota más oscura del tapete, tapiz escarlata con flores negras; hay, además, cojines rojos para el sombrero de terciopelo, con cintillo de tela de oro y blancas plumas de avestruz. No lleva sobre sí otra cosa roja fuera de la banda.
Dos pasos ante él marcha un enano vestido de verde oscuro con una especie de delantal blanco. Anima a su señor a que el siga con un cascabel de plata, que arbora como un caduceo, y con una manzana. Ha sido tomado en el instante en que volvía su cabezota hacia atrás, pues Su Alteza se ha detenido para escuchar; en todo caso. Mantiene su apática dignidad frente a la seducción de la música aquella. Este perro doméstico con faz humana tiene una cabeza de niño degenerado, con frente prominente, ojos saltones, nariz chata y labios abultados. Sombras oscuras le dan un fuerte relieve. Tal era el gusto de elegir compañeros de la misma edad. Cuando el matrimonio Olivares le llevaba a sus jardines, buscaba para divertirle chiquillos de la calle”.
Se trata, sin embargo, de un retrato de profundo significado. El príncipe, a pesar de ser apenas un retaco, muy guapo, eso sí, se presenta con todo el boato y la parafernalia propia de un heredero de la corona. Aparece vestido con peto de acero damasquinado y adornado con la banda púrpura características de los tercios españoles. Tiene la mano izquierda apoyada en el pomo de una espada diminuta, acorde a su tamaño, mientras en la derecha porta la bengala o bastón de mando. El sombrero que descansa sobre el cojín de terciopelo, con detalles de pasamanería en oro, situado en primer término y a la derecha, le identifica como general en jefe de los ejércitos. A la derecha y en un primer plano, ocupando un lugar destacado dentro de la composición, aparece un enano con rasgos infantiles, que en contraste con el hieratismo del príncipe, muestra una actitud más natural y transmite movimiento. El enano luce una golilla almidonada sobre la que es visible un collar de cuentas negras. En forma de bandolera, a imitación de la banda militar del príncipe, luce un cinto de piedras que cruza su pecho. Parece la caricatura de Baltasar Carlos, su contrapunto, convocado a la escena para resaltar por contraste las virtudes del heredero, tanto en lo físico como en lo moral.

En el siglo XIX el cuadro adornaba Castle Howard, donde se considerada un retrato de un príncipe de Parma de mano de Correggio. Se ha querido identificar al enano con el vizcaíno Francisco Lezcano, el “Niño de Vallecas”, persona de placer muy ligada a Baltasar Carlos, pero las fechas no cuadran ya que se cree que no entró al servicio del príncipe hasta dos años después de la supuesta fecha del cuadro, es decir, hasta 1634. En todo caso, muestra rasgos infantiles y podría tratarse de un compañero de juegos habitual. Porta en una mano un sonajero, que imaginamos generará música al compás de su caminar, y en la otra una manzana, símbolo del orbe mundial, sobre el que reina en ese momento el rey Planeta, esto es, Felipe IV, y algún día lo hará su heredero, Baltasar Carlos. El enano parece querer tentar al príncipe para que le siga, para que se sume a su desfile de broma, pero éste se muestra impasible, hierático, como si fuera una estatua viviente. Parece la efigie de un sello. Ni siquiera le dedica una mirada a su compañero de fatigas, haciendo gala de un enorme dominio de sí, ya que lo lógico es que un niño quiera sumarse a la algarabía y persiga la música allá donde la escuche.

Francisco Lezcano, el niño de Vallecas” de Diego Velázquez (Museo del Prado, Madrid)


Existe un retrato muy parecido al del museo de Boston, actualmente en la colección Wallace de Londres, que muestra al príncipe en una postura muy similar, aunque sin acompañamiento y quizá con uno o dos años más de edad. Algunos creen que este es el retrato conmemorativo de la jura de fidelidad de las cortes castellanas al príncipe. Parece más formal, lo que cabría esperar para ilustrar una ocasión tan solemne. Pérez Sánchez cree que el retrato con enano “no se aviene demasiado con un retrato de corte oficial”, y propone el óleo como ejemplo de un cuadro dentro de un cuadro. Según esta apasionante teoría, el enano del primer término estaría siendo retratado por Velázquez delante del cuadro de su señor el príncipe Baltasar realizado en 1631. Un fascinante truco de magia, por otra parte muy propio del genio creativo de Velázquez. Esto permitiría retrasar la fecha de realización de la obra hasta 1634, momento en el que Francisco Lezcano entra al servicio del príncipe. Con razón el pequeño príncipe sería capaz de mantener la compostura ante las payasadas de su diminuto amigo.

El príncipe Baltasar Carlos” (Wallace Collection, Londres)


De aproximadamente las mismas fechas que el retrato de la colección Wallace es “La lección de equitación”, cuadro cuya asignación a Velázquez se puso en duda en el pasado, pero que hoy casi nadie cuestiona como del pintor sevillano. No me resisto a la tentación de acudir de nuevo a la prosa de Carl Justi para introducir esta obra: “Olivares y su mujer [presentes ambos en el lienzo], dispuestos a evitar que manos extrañas tomasen a su cuenta el modelado de tan blanda arcilla, se consagraron con gran celo a educarlo conforme a su condición. Por la tarde divertía al chico en aquel su gallinero del que salió el Buen Retiro. Imagínese la pesada figura, cargada de espaldas, con su cabeza inquietante, con su peluca rojiza, convertida en niñero. A los cinco años ya era capaz de recitar sin tropiezos, en las audiencias que daba los embajadores, las respuesta que le preparaba la gibosa dama”. Hay que recordar que el Conde-Duque de Olivares se convirtió en un heredero más del gobierno de Felipe III, y quizás el más agraciado en el reparto, incluso más que su majestad, gracias a haber sido el tutor de Felipe IV. Se pegó a él como una lapa cuando era un tierno infante y no se separó de él hasta recibir todas las prebendas del poder absoluto. Está claro que con Baltasar Carlos pretendía repetir la jugada para poder perpetuar la situación de privilegio para su familia durante otra generación más.

Nos cuenta Justi que el príncipe fue muy precoz en la ejecución de ejercicios caballerescos, y que a Felipe IV le deleitaba ver en su hijo una miniatura de sí mismo como adalid de la Cristiandad. Por cartas que se conservan, se sabe que trataba de hacer partícipe a su hermano Fernando, el futuro vencedor de la batalla de Nördlinguen, de los avances de su sobrino, y que éste enviaba al chico regalos para estimular su aprendizaje como gallardo guerrero. Uno de estos presentes bien podría ser el pony que monta el heredero en “La lección de equitación”, y que Justi aventura que podría haber sido expedido desde Lombardía en 1632, junto a una armadura y dos galgos enanos. En la carta adjunta a los presentes, Fernando describe al animal como “[…] un diablillo al que hay que tener por las riendas como Dios manda y antes de montarlo hay que darle una docena de fustazos para que tome miedo, pues sino, tiene malos abrazos; pero luego marcha como un perrillo”. Desconozco si es el caballo ideal para prender a montar. Nada sé de equitación. Aunque quizá sí, me dice la lógica, al tratarse de un animal al que hay que imponerse al inicio, aunque tampoco ello plantee excesivas dificultades, por lo que se le ha de suponer cierto nervio, pero que luego se muestra dócil durante la monta.

El Conde-Duque de Olivares era amigo personal del pintor Francisco Pacheco, maestro, mentor y, además, suegro de Velázquez, siendo asiduo a las tertulias que organizaba en su casa en Sevilla. Podemos decir que tanto suegro como yerno formaban parte del “partido político” de Olivares, habiendo sido además el segundo recomendado por el valido del rey a la hora de acceder al cargo de pintor oficial de la corona. Era mucho lo que tenía que agradecerle. Así que no es extraño que Olivares aparezca en la composición del cuadro, ya se trate, como afirman la mayoría de autores, de un encargo privado del político de cara a fortalecer su imagen y mostrar su enorme influencia en la corte, ya se trate, como apuntan otros, de un encargo del rey para conmemorar la primera lección de equitación de su primogénito y heredero.


En primer término y a la izquierda del lienzo aparece el príncipe Baltasar Carlos cabalgando sobre un pony, al que hace ejecutar una impecable pesade, una suerte de la doma clásica, impecable según la opinión de Carl Justi. Con el puño izquierdo apoyado en la cadera y el codo abierto, con la siniestra agarrando las riendas de su montura, y esa expresión de confianza y disfrute dibujada en el rostro, con una mirada triunfante dirigida hacia el espectador, cuesta creer que se trate de un niño de apenas cinco años en su primera toma de contacto con el picadero. Ni aunque fuera la segunda o la vigésima. No es de extrañar el orgullo paterno. El príncipe viste un coleto negro, porta en la cabeza un sombrero del mismo color, del que se desparrama un torrente blanco de plumas que sombrean su frente.

El resto de figuras del cuadro están pintadas con un grado decreciente de detalle a medida que se sitúan más cerca del fondo, hasta perder la corporeidad y parecer espectros los personajes asomados al balcón del palacio, en especial la niña, que hasta se transparenta. Esa economía en la pincelada de Velázquez, ese insinuar más que concretar, otorga al cuadro un ambiente como de ensoñación, como si lo que se representa no fuese real del todo, solo un espejismo en espera de volverse tangible por mor del arte.

Lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos” (Detalle) de Velázquez (Colección Duque Westminster, Londres)

En segundo término y a la derecha del príncipe, se sitúan el Conde-Duque de Olivares, que recibe de manos del ayuda de cámara de Baltasar Carlos, Alonso Martínez Espinar, una lanza para la justa, que parece translúcida si acercamos la mirada, como si hubiese sido fabricada con cristal de Murano en vez de madera. Junto a ellos, a su izquierda, se sitúa Juan Mateos, montero mayor del rey, con el sombrero en las manos en señal de respeto. Al otro lado del caballo, junto a la cola, aparece otro personaje, que se ha identificado con Francisco Lezcano, el niño de Vallecas, si bien a mí me parece un adulto, en todo caso un personaje notablemente avejentado respecto al enano que aparece en el retrato de Boston, que fue pintado solo un par de años antes. Aunque el nivel de detalle en este caso impide las certezas, solo hace posibles las conjeturas. Según Justi, el enano tiene en las manos un látigo. Quizá haya sido el encargado de propinar al inicio de la lección ese castigo preventivo al caballo que prescribe el Infante don Fernando en su carta. En 1619, Baltazar de Zúñiga y Velasco, un personaje de la nobleza con una larga trayectoria al servicio ya de dos reyes, se convierte en el preceptor del príncipe heredero. A la muerte de Felipe III el 31 de marzo de 1621, el heredero pasa a convertirse en Felipe IV y Baltasar de Zúñiga ve mejorado notablemente su estatus en la corte al convertirse en el valido del rey, algo así como un primer ministro y favorito del titular de la corona. Pero esta situación de privilegio dura poco, ya que Zúñiga muere poco después, al año siguiente, el 22 de octubre de 1622 para ser más exactos. Sin embargo, todo queda en familia al heredar su puesto de privilegio su sobrino carnal Gaspar de Guzmán y Pimentel, entonces Conde de Olivares, que venía desempeñando el cargo de ayuda de cámara del rey Felipe IV desde 1615, es decir, cuando aún era príncipe. El nuevo rey era una persona de notable inteligencia, muy superior en todo caso a la de su padre, pero carente de confianza en sí mismo. Eso le hizo adquirir una relación de amistad y dependencia desde el principio con Olivares. En 1625 le fue concedido por Felipe IV el título de Duque de Sanlúcar la Mayor, ducado creado ex professo para ennoblecer y agasajar aún más si cabe su persona, pasando a ser conocido desde entonces como Conde-Duque de Olivares.


Lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos” (Detalle) de Velázquez
(Colección Duque Westminster, Londres)


Con perilla y entrado también en kilos, Alonso Martínez Espinar se parece en su porte y aspecto al conde duque, al que no obstante hace un amago de reverencia como para dejar bien claro al espectador del cuadro cueles son los rangos respectivos. Se trata del ayuda de cámara del príncipe Baltasar Carlos, encargado del adiestramiento del heredero en las artes de la caza, y entre cuyos cometidos estaba portarle las armas al niño durante las monterías: arcabuces, ballestas, lanzas, y lo que hubiere menester, hasta que éste tuviese que hacer uso de ellas. Hombre tremendamente experto en cuestiones cinegéticas, redactó y publicó una obra titulada “Arte de la ballestería y montería” (Madrid, 1644. Con una segunda edición en 1739, en Nápoles), en la que se describe con minuciosidad las diferentes técnicas de caza, entre ellas la caza con tela, de la que el propio Velázquez dejó también testimonio gráfico. El pintor poseía en su biblioteca un ejemplar de este libro, dedicado al alumno del autor, al príncipe Baltasar Carlos, a quien van dirigidas las lecciones en el contenidas y en cuyo preámbulo se advierte que fue escrito “como método para excusar la fatiga que ocasiona la ignorancia”.

Existe un retrato de este mismo personaje en el Museo del Greco de Toledo, de autor desconocido, pero en el que se ha querido ver la huella del taller del pintor sevillano. Tal vez se trate de una copia de un original del propio Velázquez o de una obra atribuible a uno de sus discípulos o ayudantes. En todo caso, su ejecución descuidada descarta que se trate de una obra de mano del maestro. La identificación del retratado es posible porque su nombre aparece inscrito en una cartela adherida al marco de la obra. Con bigote y barba recortados, viste una camisa blanca de cuello abierto y cubre su cabeza con un sombrero redondeado. Su silueta se perfila sobre un fondo neutro oscuro muy velazqueño. Porta en su mano un objeto alargado de madera que apoya en su hombro. La lógica lleva a pensar que se trata de un arcabuz.

Retrato del arcabucero de Felipe IV Alonso Martínez de Espinar” de autor anónimo
(Museo del Greco, Toledo)


Alonso Martínez de espinar entró al servicio de Felipe III como paje y, posteriormente, fue su Ballestero. Continuó como ballestero mayor al servicio de los reyes Felipe IV y Carlos II, hasta su muerte, el 14 de mayo de 1682. En el retrato del Museo del Greco, el montero mayor aun es joven y recuerda a algunos personajes secundarios que Velázquez incluyó en algunas de sus obras de la década de 1620, como, por ejemplo, en “El almuerzo”, del Ermitage. El Prado posee un segundo retrato del personaje, esta vez reflejándolo en su madurez, también de atribución problemática y que se ha encajado en el incierto y socorrido entorno de Velázquez (discípulos, seguidores, imitadores, ayudantes) para evitar quebraderos de cabeza y tener que hacer apuestas arriesgas proponiendo nombres concretos.

Retrato de Alonso Martínez Espinar” de autor anónimo (Museo del Prado, Madrid)


A la izquierda y algo por detrás de la pareja formada por el Conde-Duque y Martínez Espinar, se sitúa Juan Mateos, que completa el trío de servidores del príncipe, en actitud expectante, con las manos ante sí, apoyadas en su regazo. No alcanzamos a ver si agarrando su sombrero, pero podría ser al llevar la cabeza descubierta. Una apostura corporal que indica que asiste de forma pasiva, como mero espectador, a algo solemne que tiene lugar ante su mirada, que le trasciende y en lo que no puede verse involucrado sino como testigo: El traspaso de armas del montero mayor al Conde-Duque, para que éste último a su vez se las haga llegar al heredero.

Juan Mateos pertenecía a una ilustre dinastía extremeña de ballesteros que a lo largo del siglo XVII estuvo al servicio de los tres últimos reyes de la Casa de los Austrias (Felipe III, Felipe IV y Carlos II). Acostumbrado desde muy chico a portar armas al acompañar a su padre en las cacerías en las que servía a su señor, llegó a hacerse muy diestro en su manejo, sobre todo de la ballesta. Llegó a ser ballestero mayor tanto de la reina Margarita de Austria como de su esposo el rey Felipe III, pasando tras la muerte ambos al servicio de su hijo, Felipe IV. En 1634, precisamente el año de su muerte, Juan Mateos publicó en Madrid un libro capital en el género de la cinegética: “Origen y dignidad de la caza”, que el autor dedicó al Conde-Duque de Olivares, en el que recogió toda la experiencia que como cazador había atesorado a lo largo de su vida. Destaca en el texto la siguiente sentencia: «La caza es la mejor manera de enseñar la teoría y la práctica de las artes militares». Frase que viene muy al pelo porque el cuadro de Velázquez bien puede considerarse un retrato de la educación del príncipe. La equitación se consideraba un arte que enseñaba la práctica del buen gobierno en aquellos que estaban destinados a ejercerlo. Y la cinegética no deja de ser un simulacro de la guerra.

Lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos” (Detalle) de Velázquez
(Colección Duque Westminster, Londres)


Juan Mateos y Alonso Martínez Espinar llegaron a ser familia política al casarse un hermano del primero, también ballestero de Felipe IV, con la hija del segundo. Para dar cuenta de que el universo de los Austrias era endogámico hasta el paroxismo, no solo en el estamento regio, baste con decir que de esta unión nació un niño que también llegó a ser ballestero de Felipe IV, y luego de su hijo Carlos II. Es de suponer que todos ellos pertenecieron al séquito del Conde-Duque de Olivares. Detalle este último importante como luego veremos, porque una de los objetivos que se atribuyen al cuadro es la exaltación de la figura del Conde-Duque de Olivares, el tratar de alertar sobre su papel protagónico dentro de la corte madrileña. No hay que olvidar que el propio Velázquez pertenecía a ese sequito, que su pertenencia a él le permitió llegar a Madrid y asentarse en palacio y luego ascender rápida e ininterrumpidamente de categoría dentro su esqueleto burocrático.

Lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos” (Detalle) de Velázquez
(Colección Duque Westminster, Londres)


En cuanto al grupo que contempla desde el balcón el desempeño de Baltasar Carlos como alumno ecuestre, éste lo conforman sus padres, los reyes Felipe IV e Isabel de Borbón, entre los que se cuela la figura de la condesa de Olivares, camarera mayor de la reina y aya del príncipe heredero, lo que hoy entenderíamos como babysitter, aunque no nos al imaginamos cambiando pañales, quedando a la derecha la pequeña figura de una niña, que algunos autores creen que es la infanta María Antonia Dominica Jacinta de Habsburgo, nacida en 1635 y muerta apenas un año después. La identificación de este último personaje es sumamente importante, porque esta solución permitiría datar el cuadro con bastante exactitud. Sin embargo, surgen los problemas. El primero lo planteo yo, atreviéndome a corregir a gente con infinitamente más ojo y conocimiento que un servidor, y que nos sería otro que el parecerme una niña algo crecidita ya como para tratarse de un bebe de tan solo un año o poco más. El segundo es que en 1635 el príncipe Baltasar Carlos tenía 5 años, por otra parte, curiosamente la edad de la Infanta Margarita en “Las Meninas”, y la edad del jinete, como ocurre con la de aquella que probablemente sea su hermana, parece también algo superior a la que le correspondería según la fecha de datación que se propone. Buscar alternativas en el “libro de familia” del matrimonio real, aparte de un esfuerzo infructuoso, es un verdadero dolor. Cuatro hermanas mayores tuvo la pequeña María Antonia, pero no llegó a conocer a ninguna, ya que todas habían muerto hacía mucho cuando ella llegó a este mundo. En cuanto a sus dos hermanos mayores, uno es el protagonista del cuadro y el otro murió el mismo día de su alumbramiento, acaecido un año antes que el suyo. Los propios nombres de los hermanos parecen a veces un ejercicio de humor macabro. Así, por ejemplo, la primogénita se llamó María Margarita, muerta nada más nacer, mientras que a la segunda, muerta al mes, la llamaron Margarita María, trocando simplemente el orden de los elementos, como si hubiese miedo de malgastar nombres en vista de las escasas perspectivas de supervivencia de los bebés. De las tres hermanas que tuvo la pequeña María Antonia -una de ellas solo por la vía paterna- que compartieron el nombre de Teresa, por otra parte ninguna de ellas coetánea suya, solo una llegó a la edad adulta, la que llegaría a ser la esposa de Luis XIV de Francia. Por cosas como estas uno entiende el carácter taciturno de Felipe IV al final de su vida.

Dos personajes más al menos completan el grupo del balcón, pero apenas se vislumbran. Se transparentan como si se tratase de personajes de una ensoñación o habitantes de un mundo meramente espiritual y las almas fuesen de material cristalino, como la lanza que le tiende Alonso Martínez Espinar al Conde-duque.

Tras el trío de servidores del príncipe y del enano situado al otro lado del caballo hay una estructura, que se intuye efímera, desmontable, cuyo función debe ser la de la práctica de la equitación. Es una especie de ruedo que permite la práctica de la monta en círculo. Quizá demasiado pequeño para entrenar la justa, que es lo que sugiere la ceremonia de la entrega de la lanza. Aunque Baltasar Carlos es el eje de giro de la historia que narra del cuadro y también el centro geográfico de la imagen, tal como la infanta margarita lo es en “Las Meninas”, las sospechas acerca de quien recibe el homenaje recaen en el Conde-Duque de Olivares. Los expertos coinciden en que la “Lección de quitación” es una conmemoración de la asignación del valido del rey como mentor del príncipe. Es una ocasión importante: Su ascendente sobre la familia real amenazaba con prolongarse a una generación más. Muy probablemente fuese él mismo quien hiciera el encargo de la pintura a Velázquez. Sospecha que viene a medio confirmarse por la pertenencia de la obra a su familia solo una década después de ser pintada. Está entre las pertenencias de la mujer de don Luis de Haro, su sobrino y también sucesor en el cargo de valido tras su caída en desgracia al serle retirado el favor de Felipe IV, cuando muere y se hace relación de su legado testamentario. Esta es la primera referencia escrita de la obra. El beneficiario de este primer cambio de propietario del que se tiene registro será el propio marido de la difunta. Y seguirá estando en el patrimonio familiar durante algunas generaciones más. La hereda primero el Marques del Carpio y Heliche, hijo de Luis de Haro y uno de los coleccionistas de arte más famosos del siglo de oro. El propio hermano del marqués la adquiere más tarde en su almoneda.

Existe una variante de la obra en la Wallace Collection de la Apsley House londinense, la residencia del primer Lord Wellington. Este museo se nutre con varios cuadros de Velázquez procedentes del equipaje del Rey José que Fernando VII no quiso repatriar. En esta variante no aparecen ninguno de los servidores del príncipe, probablemente porque fue pintada cuando el Conde-Duque ya había caído en desgracia, lo cual sucedió en 1643. Tampoco son reconocibles los reyes en el balcón. La muerte de la reina tuvo lugar un año después del destierro de Olivares y es posible que se suprimiese de esta nueva versión por ese motivo. Lo que está claro es que debió pintarse antes de la muerte del príncipe, ocurrida en 1646, pues en otro caso la obra no tendría sentido. Así que lo más probable es que se ejecutase en 1645. La historiadora del arte Enriqueta Harris apunta a la posibilidad de que el príncipe aparezca en esta segunda versión con el pelo más largo que en la primera para parecer algo mayor y hacer su aspecto un poco más acorde al que debía tener en ese momento. En esta variante hay dos enanos. Uno de ellos, el situado a la derecha, recuerda vagamente a Nicolasito Pertusato, el enano que hostiga al mastín en “Las Meninas”. Como él, también tiene el pelo muy largo. También se ve una estructura de madera que recuerda a las de las justas medievales y lo que parece un trono al fondo.

La autoría de ambas obras es tema de debate desde hace dos siglos. Existe cierto consenso en torno a que la versión de la Colección del Duque de Westminster es obra de Velázquez y en que la de la Wallace Collectión es obra de su yerno y discípulo Juan Bautista Martínez del Mazo, quien, además, en 1645, la fecha más probable para su ejecución, era pintor de cámara del príncipe, existiendo una relación muy estrecha entre ambos. El príncipe fue el padrino de uno de los hijos del pintor, el nacido precisamente en 1645, que además también se llamaría Baltasar. Lo que parece fuera de toda duda es que alguno de los dos cuadros sea un boceto de un original desaparecido de Velázquez, o una copia posterior de algún otro pintor, tesis a las que se dio crédito durante algún tiempo y tuvieron cierto recorrido. A Camón Aznar, uno de los historiadores del arte más prestigiosos que ha habido en España, le parecía sorprendente que hubiera quien se atreviera a poner en duda la autoría de Velázquez de cualquiera de las dos versiones. Por cierto, a la versión de Apsley House se la conoce más bien como “El príncipe Balatsar Carlos en el picadero”, y tiene sentido. Al no haber profesor alguno no parece que pueda tratarse de una lección, sino la práctica ecuestre de un jinete ya consumado, lo que concordaría con el paso de los años transcurridos entre ambas versiones. Ya no es que sobrara concretamente Olivares en la imagen por el hecho de haber caído en desgracia, es que estaba de más cualquier profesor ya que a esas alturas se le debía suponer al heredero de la corona alguna pericia, si no toda, en el arte de la equitación.

El príncipe Baltasar Carlos en el picadero” de Juan Bautista Martínez del Mazo
(Wallace Collection, Londres)


La versión de la Colección Duque Westminster permaneció en España hasta el año 1739, primero como propiedad de la familia de Olivares, perteneciendo a diversos integrantes de la dinastía, después como propiedad del décimo Duque de Alba, quien heredó todos los títulos de la casa de Olivares al casarse con la viuda del último brote del árbol genealógico. El año de la muerte del décimo Duque de Alba, 1739, coincide en el tiempo con el año del retorno a Italia del cardenal Silvio Valenti Gonzaga, nuncio papal en España durante el trienio 1736-1739. En esos pocos años le dio tiempo a reunir una pequeña pero muy sólida colección de cuadros de pintores españoles, entre ellos varios de Velázquez, incluyendo en ese selecto núcleo la “Lección de equitación”, muy probablemente regalada por el Duque de Alba al prelado, aunque también pudo adquirirla en su almoneda, si es que la hubo.

Valenti Gonzaga era un ávido coleccionista de arte y el orgulloso poseedor de una vasta pinacoteca, junto a la que quiso posar para la posterioridad. Para ello encargó al artista Giovanni Paolo Panini que le retratase en su galería privada. Panini era un pintor, arquitecto y escenógrafo, que se especializó en el retrato de ruinas clásicas y de galerías de pinturas, en las que los cuadros reflejados eran reales. En “Interior de la galería de pinturas del cardenal Cardinal Silvio Valenti Gonzaga”, obra que actualmente se expone en el Wadsworth Atheneum de Connecticut, Panini sitúa la “Lección de equitación” en el panel frontal situado a la derecha del arco de entrada a la estancia posterior de la galería, concretamente en el extremo derecho de la segunda hilera horizontal de pinturas comenzando por arriba. El ufano propietario de tal despliegue pictórico es el personaje vestido de púrpura situado al pie de la columna derecha. Si en la mayoría de los casos sabemos de la pertenencia de una obra a un determinado propietario en un determinado momento a través de inventarios de las existencias en el hogar del personaje, generalmente listas de las pertenencias heredables elaboradas a la hora de redactar su testamento, la obra de Panini nos ofrece una excepción ciertamente singular a esta norma redactada con la costumbre, una relación gráfica de posesiones elaborada mientras el propietario aún disfrutaba de ellas a plena satisfacción. No hay más que verle ahí plantado. Su ego parece colmar por completo el espacio que no ocupan los cuadros en las dos inmensas estancias.

Interior de la galería de pinturas del cardenal Cardinal Silvio Valenti Gonzaga
de Giovanni Paolo Panini (Wadsworth Atheneum, Connecticut)

Interior de la galería de pinturas del cardenal Cardinal Silvio Valenti Gonzaga” (Detalle)
de Giovanni Paolo Panini (Wadsworth Atheneum, Connecticut)


La “Lección de equitación” no duró mucho en Italia. A la muerte de Gonzaga Valenti, en 1756, su colección es heredada por su sobrino, que inmediatamente comienza a disgregarla a través de continuas ventas. No se sabe muy bien cómo ni en qué momento concreto la obra cruza medio continente y el Canal de la Mancha para ir desde Roma hasta Londres, pero aparece mencionada en la capital inglesa en 1806 dentro del catálogo de subasta de la colección de cierto caballero inglés, Welbore Ellis Agar, siendo adquirida por Lord Grosvenor, futuro Marqués de Wesrminster.

Más dramático, más difícil de asumir, es el periplo seguido por la otra versión de la obra, “El príncipe Baltasar Carlos en el picadero”. La historia ya la he contado alguna vez y no me apetece tener que repetirla porque se me llevan los demonios cuando lo hago, pero haré un resumen somero: El rey José Bonaparte arrambla con ella, como con otras muchas obras de arte y enseres valiosos de los reales lugares de la corona española cuando tiene que huir de España, esta vez de forma definitiva. En los alrededores de Vitoria un convoy interminable de carromatos cargados de tesoros se atasca en el barro ocasionado por unas lluvias acaecidas días atrás. Después de una persecución que ya dura semanas, los ejércitos francés e inglés percuten por fin el uno contra el otro y parte de los efectivos de ambos contingentes terminan luchando entorno al desguarnecido botín como aves de rapiña. Se trata más de avaricia que de deseos de decantar la suerte del día hacia sus respectivos bandos. Tras la batalla, el Duque de Wellington, comandante del contingente británico, logra recuperar parte del tesoro desperdigado entre la tropa conminando a su devolución a los soldados bajo su mando y confiscando lo que está en posesión de los prisioneros franceses. Varias veces intenta devolverlo todo a su legítimo dueño, Fernando VII. Éste, para quitarse de encima a un pesado que no hace más que atosigarle con un asunto que no le interesa, decide legárselo todo como pago a los servicios prestados. Un salario muy elevado, ya que Wellington lo que ha hecho básicamente durante aquellos 4 años es dedicarse a arrasar media España, sobre todo Galicia y la mitad norte, practicando la táctica de la tierra quemada mientras huía de Napoleón, de aquí para allá, como una gallina asustada, dejando tras de sí un reguero de destrucción y a la población autóctona desguarnecida y a merced de los invasores.

Las afinidades entre la “Lección de equitación” y “Las Meninas” son en su mayoría evidentes, y algunas muy notables y sorprendentes. Es como si la primera obra hubiera sido en buena medida un experimento, o un primer ensayo, que hubiera permitido concebir la segunda dos décadas más tarde. Dichas afinidades son las que se indican a continuación:

1.- En ambas obras el centro geométrico del cuadro es el heredero al trono en el momento de ser pintadas, aunque con el tiempo no llegarán a ser coronados. En la “Lección de equitación” es el príncipe Baltasar Carlos, que morirá 10 años después de la fecha de ejecución. En “Las Meninas” es la infanta Margarita, que dejará de ser la heredera al nacer su hermano, el futuro Carlos II.

2.- En ambas obras se escenifica y se expone esa condición como herederos de los protagonistas. En la “Lección de equitación” una de los elementos fuertes en la narración es la exaltación de las capacidades del príncipe como gobernante, probadas al mostrarnos su pericia a la hora de controlar su montura mientras la obliga a adquirir la posición en corveta. Respecto a “Las Meninas”, algunos autores han sugerido que se trata de la exposición de cara a la corte de la condición de la infanta Margarita como heredera de la corona.

3.- En ambas el protagonista mira directamente al espectador, como si pudiera advertirle, dándole la sensación de estar integrado dentro de la escena reflejada en el cuadro. En “La lección de equitación” es apenas un guiño, solo nos mira el príncipe. Pero en “Las Meninas” el efecto está mucho más logrado. Ya que no solo nos mira con fijeza la infanta, sino que también lo hace la mitad de los personajes, y con sus gestos, posturas y ademanes dan la sensación de habernos advertido justo en el preciso instante que Velázquez plasma con su cámara, ya que es como si se tratase de una instantánea tomada con una Kodak Instamatic. El resto de personajes no se han dado cuenta aún de que estamos. Lo harán seguramente en muy pocos instantes. Así que, más que de una fotografía se trataría del fotograma de una película.

4.- La edad de heredero, por sorprendente que pueda parecer, ronda en ambos casos los 5 ó 6 años. Una edad que parece impropia para sostener las riendas de un caballo rampante, no digamos ya un país. En el caso de la infanta se ha sugerido que padecía una rara enfermedad que adelantó su menstruación hasta esa temprana edad, que el búcaro que le ofrece la menina no contiene agua para saciar su sed, o chocolate, sino que es el barro del que está hecho, de origen mejicano y con propiedades curativas, la medicina que le habría sido recetada para combatir su extraña dolencia y que debía ingerir para que surtiese efecto.

5.- El dramatis personae se nutre en especial con los respectivos séquitos de los herederos. En la “Lección de equitación”, aunque muchos de ellos son reconocibles, aparecen ciertamente también muchos secundarios que parecen no tener identidad. En “Las Meninas”, todos, salvo José Nieto Velázquez, el aposentador de la reina, situado al fondo del cuadro, todos son personajes reales pertenecientes a la casa de la infanta. Nuevamente es como si hubiera perfeccionado, “sacado filo”, en este aspecto también, lo logrado en la obra precedente.

6.- En ambas obras están incluidos los reyes al fondo de la imagen: Felipe IV y su primera esposa, Isabel de Borbón, en “La lección de equitación”. Con Mariana de Austria, su segunda mujer, en “Las Meninas”. Pero más que mostrados parecen sugeridos, como si no estuviese claro si están o no están, cual pareja de gatos dentro de la caja de Schrödinger. En la primera obra se sitúan en el balcón, pero parecen transparentarse, como si fueran seres incorpóreos, al igual que aquellos que los rodean: la niña, la condesa de Olivares y los dos personajes anónimos. Es como si la realidad se disolviese o mutase más allá del umbral de la puerta que comunica el balcón con el interior del edificio, como si fuese una zona de tránsito entre dos mundos. Una vez más, en “Las Meninas” el efecto es mucho más nítido, se perfecciona. En esa ubicación inconcreta solo están los monarcas, sin más acompañantes. El portal de tránsito es en este caso el reflejo de un espejo, que ha de mostrar exactamente lo que hay en el punto donde se sitúa el espectador. Pero no somos nosotros quienes aparecemos reflejados en él.

Sala XII del Museo del Prado


Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, la afinidad más sorprendente entre ambas obras es la ubicación geográfica del hecho que narran. Quizás no sea yo el único que se ha preguntado alguna vez mientras contemplaba “Las Meninas” qué hay más a la derecha del ventanal que ilumina la estancia que sirve de escenario, qué es lo que vería Nicolasito si dejara de incordiar al mastín, se diera media vuelta y se asomara a la ventana. La pregunta no es tan absurda como pueda parecer. Sabemos que lo que hay más acá del primer plano del cuadro es de vital importancia. Ahí, justamente donde nos encontramos nosotros como espectadores del lienzo se sitúan los dos personajes que se ven reflejados en el espejo colgado en la pared del fondo. También sabemos que lo que ocurre en el lienzo que pinta Velázquez en su recreación, algo que también está fuera del pequeño cacho que “Las Meninas” puede mostrarnos del universo dentro del que se enmarca, ha suscitado mucho debate. ¿Qué está pintando Velázquez en “Las Meninas”? ¿Por qué nos lo oculta? ¿Aportaría alguna clave para entender mejor la obra? ¿Se ampliaría su significado? Al fondo de la obra, José Nieto Velázquez, el aposentador de la reina, abre una puerta a nuevos ámbitos, añadiendo magia e intriga a la narración. Parece una invitación a seguirle, a que exploremos lugares secretos o vedados. Si esto es así, ¿Por qué no entonces no intentar indagar más allá del ventanal también? ¿Qué es lo que podría verse a través de él? La respuesta es sorprende: Lo que se vería es la escena de “La lección de equitación”. Esta obra es el reverso de “Las Meninas”.

Tras la muerte del príncipe, Felipe IV autorizó a Velázquez a ocupar la estancia vacante para convertirla en su taller. La habitación que el sevillano retrata en “Las Meninas”, denominada como el cuarto del príncipe, era la asignada a Baltasar Carlos en el Palacio del Buen Retiro mientras vivía. La infanta Margarita va a visitar al maestro para verlo trabajar, para comprobar los avances en la obra que se trae entre manos, quizá su propio retrato o el de sus padres, apuntan algunos, quizá las propias Meninas, aventuran aquellos a los que les gusta rizar el rizo -¿y a quien no?-, y para hacerlo ha de acudir al cuarto del príncipe, dónde tiene organizado su obrador.

De forma paralela, el sitio donde tiene lugar “La lección de equitación” es el denominado como Jardín de la Reina, posteriormente del caballo, porque fue donde se emplazó originalmente la estatua ecuestre de Felipe IV que hoy día ocupa la Plaza de Oriente. Es decir, que si Nicolasito se diese la vuelta y se asomase al balcón vería la impresionante estatua de bronce esculpida por Pietro Tacca en Florencia, diseñada por Diego Velázquez en Madrid y calculada por Galileo Galilei en Pisa. No es mala vista. El edificio que hay al fondo del cuadro contiene sus propias estancias. Y tiene sentido. Las cabellerizas del palacio estaban muy distantes de sus aposentos, por lo que es coherente que se improvisaran en el jardín justo al lado un picadero para que aprendiese a montar, sin las demoras y pérdidas de tiempo que suponía ir de aquí para allá en un palacio, seguramente laberíntico.

Hay que llamar la atención sobre el hecho de que el balcón al que se asoman Felipe IV e Isabel de Borbón para ver montar a su hijo no es el que queda detrás de Nicolasito y Maribárbola, sino el situado al fondo, medio cerrado y que apenas aporta un tenue chorro de luz a la iluminación de la escena a través de una rendija. Evidentemente, hay correlación espacial entre escenas, pero no ajuste temporal. Mi peregrina idea de que Nicolasito fuese el personaje diminuto y melenudo de “El príncipe Baltasar Carlos en el picadero” no resistió ni 5 minutos de comprobación. El enano no entró al servicio de la corona hasta 1650, unos 5 años después de que Martínez del Mazo pintara el cuadro. Esta extraña ubicuidad del menudo personaje, sumado al misterio que envuelve a las personas que se asoman al balcón me hizo pensar en el balcón como un portal de conexión entre dos realidades contiguas en el espacio pero distantes en el tiempo. De igual modo, siempre se ha dicho, y con razón, que “Las Meninas” es un portal que conecta dos realidades distantes en el tiempo y el espacio: el cuarto del príncipe en 1656 y cualquiera que sea el momento y el lugar en el que un espectador contemple el cuadro. Ahora me intriga saber a dónde nos conduce Nieto Velázquez. Quizás algún día me lleve una nueva sorpresa y encuentre ese lugar en otra obra de Velázquez, espero que esta vez no exiliada del Prado.

sábado, 22 de agosto de 2015

Retorno al Prado (13) - El Prado en el exilio (4) - "El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck


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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)

Retorno al Prado (13) - El Prado en el exilio (4) - "El matrimonio Arnolfini" de van Eyck

Tenía dudas de abordar este escrito. A veces me pregunto si tiene sentido explicar lo que tanta otra gente ya ha explicado antes que yo, seguramente de forma más clara, completa y entretenida de lo que yo pueda ser capaz. No hace mucho la revista Jot Down publicó en su edición digital un artículo sobre el misterio de este cuadro, una de las joyas del Renacimiento Nórdico. De las comparaciones es difícil que me pueda salvar si la gente se empeña. Pero varias imágenes poderosamente sugestivas me atraían hacia el tema como la polilla a la llama -frase hecha que resulta muy pertinente en este caso, como en seguida se verá-. La primera de estas imágenes es la del Castillo de Binche, cerca de Malinas en la actual Bélgica, la residencia oficial de María de Hungría, hermana del emperador Carlos V y gobernadora de Flandes. En este palacio la tía de Felipe II reunió una de las primeras grandes colecciones de pintura de la historia del arte, que luego legó a su sobrino -su hermano desestimó reiteradamente el ofrecimiento, el muy botarate-. Entre los magníficos cuadros que logró reunir, algunas indiscutibles obras maestras de la pintura universal, como "El descendimiento" de Rogier van der Weyden, estaba el retrato que Jan van Eyck pintó de los esposos Arnolfini, un matrimonio de procedencia italiana pero que residía en Brujas. Los historiadores nos dicen que la visita al castillo de su tía impresionó vivamente al entonces príncipe Felipe, que visitaba los reinos de su padre para darse a conocer a sus futuros súbditos, estando como estaba tan próxima la abdicación del emperador. Fue un viaje de juventud que despertó todos sus sentidos y en esta etapa en concreto, la de Binche, se sembró la semilla por su pasión por la pintura. Por la relativamente modesta colección de su padre, que nunca fue un apasionado de la pintura y la veía más como una herramienta propagandística, conocía el arte italiano, en especial el veneciano. En Binche tuvo acceso al arte flamenco, que ya para siempre fue su preferido.

La segunda imagen es la del Alcázar de Madrid en llamas. En la Noche Buena de 1734 ardió la principal residencia de los reyes en Madrid. Dicen las malas lenguas que por culpa de los ayudantes de Jean Ranc -siempre son franceses los culpables de nuestras mayores desgracias-, uno de los pintores que se trajo Felipe V a España desde su tierra natal porque los que aquí había no le gustaban un pijo. Una fogata para paliar el frío de la madrugada en una estancia en la que estaban trabajando quedó olvidada, propagándose el fuego a todo el palacio. Parte de la inconmensurable colección de pinturas que atesoraba el viejo castillo quedó reducido a cenizas, salvándose otra parte por la rápida actuación del ejército de servidores. Entre los que se vieron indultados por el fuego estuvo "El matrimonio Arnolfini", que parece ser que perdió en el siniestro las dos tablas laterales -se trataba de un tríptico- y el marco, hecho que tiene su trascendencia, como ya se verá.

La tercera imagen es la de el campo de Waterloo el 18 de junio de 1815. El cuadro estuvo en la batalla que allí se libró aquel día, sobreviviendo a tan accidentado trance de milagro, porque quien lo portaba, un húsar del ejército británico, cayó gravemente herido. Esta anécdota me recuerda a aquella otra de "El Guardián entre el centeno", cuyo manuscrito, aun por terminar, portaba en su mochila J. D. Salinger cuando desembarcó en la primera oleada de ataque de la Playa de Utah, en Normandía, el día D, el 6 de junio de 1944. Algunas obras maestras del arte llegan hasta el presente de forma tortuosa y, a veces, casi milagrosa, haciendo frente a peligros innecesarios, lo que no supone un valor añadido en lo meramente artístico, pero si tal vez acreciente su valor como fetiches. Una novela es exclusivamente la historia que nos narra, da igual el soporte en que esté escrito. Todos las copias valen lo mismo que el primer ejemplar, salvo que este sea un manuscrito, y hasta esa posibilidad hemos perdido en la era de los PC portátiles, cuando ya prácticamente nadie escribe a mano. En el caso de los cuadros es justamente al revés, solo la primera versión tiene valor.

Siendo muy poderosas todas las anteriores, es la cuarta y última imagen la que más me atrapa, la que más incendia mi imaginación: Diego Velázquez contemplando el cuadro en una de las penumbrosas salas del Alcázar de Madrid. Como aposentador del rey era el encargado de la decoración del palacio. Era quien decidía donde y como habían de lucir cada una de las pinturas y elementos del mobiliario. Su trabajo le permitió disfrutar y estudiar, como si de su propia colección particular se tratase, la extensa pinacoteca de su señor Felipe IV. Y de la detenida contemplación del cuadro de van Eyck en concreto extrajo una de las principales ideas para sus Meninas.

¿Qué es verdad y que es mentira? No es por ponerse filosóficos pero esta es una de las cuestiones que uno acaba haciéndose inevitablemente tras documentarse en profundidad sobre este cuadro. Sobre él se han desenmascarado rápidamente mentiras descaradas, auténticas trolas de fullero, como la proferida por su penúltimo propietario para poder justificar el tenerla en su poder. Pero también se han puesto en cuestión lo que parecían verdades evidentes. "El matrimonio Arnolfini" es un buen ejemplo de que la reflexión excesiva siempre engendra la duda. Existen pocas verdades incontrovertibles, por no decir ninguna, lo que el diccionario denomina certezas, la teología dogmas y la ciencia axiomas. Pongo un ejemplo para que entienda mejor lo que quiero decir: ¿Está embarazada la mujer del cuadro? Quienes se ha pensado siempre que eran los que más sabían sobre esta obra, empezando por Erwin Panofsky, un peso pesado de la historiografía del arte, el erudito que arrojó luz por primera vez sobre esta enigmática obra de Jan van Eyck, siempre han sido de la opinión de que no. Hasta eso, que parece de cajón, se ha puesto en solfa durante siglos. Alguien que mire por primera vez el cuadro, por ejemplo, una mujer, que se supone que sabrá sobre embarazos más que nosotros los varones, con los ojos y la mente limpia de prejuicios, esto es, sin ninguna información previa, dirá de forma intuitiva enseguida que sí, que la mujer de verde está preñada ya de varios meses. Y, tal vez, si ha visitado la National Gallery acompañado del clásico marisabidillo que trae la lección aprendida de casa para lucirse ante su compañera, más aun si estamos ante un juego de seducción intelectual, la contradecirá en el acto, seguro de tener la doctrina comúnmente aceptada de su parte.
 
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 "Retrato de Giovanni Arnolfini" de Jan van Eyck (Gemäldegalerie de Berlín)

Pero vayamos de una vez al meollo, basta ya de preliminares. Redactar a veces es como relamerse antes de dar el bocado. Cuesta dar el primer mordisco porque apetece demorar los placeres para luego. Fue Erwin Panofsky, como hemos dicho antes, quien pareció descubrir los misterios que envolvían esta obra, de la que la National Gallery era incapaz de aportar un solo dato fiable sobre su significado cuando la expuso por primera vez. Para el erudito alemán estaba clara la identidad de los retratados: Eran, sin asomo de dudas para él, Giovanni di Arrigo Arnolfini y su esposa Jeanne Cenami. Contaba con una prueba aparentemente irrefutable para corroborarlo: Un retrato de Giovanni mano de van Eyck de la Gemaldegalerie de Berlín. Parece la misma persona. El parecido es rotundo. Y si el retratado era el señor Arnolfini, un rico comerciante de Brujas, la mujer había de ser sin duda su esposa Cenami, nacida en París aunque de ascendencia italiana, como su esposo, y de un linaje tan ilustre como el suyo en el ámbito  del comercio y las finanzas. En Flandes al inicio del Renacimiento los burgueses, ya no solo al nobleza o el clero, estaban empezando a ser destinatarios también de las obras de arte que se producían en los mejores talleres de pintura. Y ya no eran solo los asuntos religiosos los que motivaban los encargos. Afortunadamente sabemos muchas cosas sobre Giovanni di Arrigo Arnolfini por ser un personaje relevante en la corte de Felipe III el bueno, Duque de Borgoña, del que era pintor de cámara Jan van Eyck. Entre otras cosas sabemos con certeza, si es posible usar esa expresión en relación a algo que tenga que ver con esta historia, que nunca tuvo hijos, que su matrimonio con Jeanne no tuvo descendencia. Luego la mujer del cuadro no puede estar embarazada. Eso es lo que se ha venido diciendo desde que el cuadro cuelga en la National Gallery de Londres, que es una ilusión óptica, que el gesto de la mano en el vientre, tan propio de las embarazadas, solo es un gesto casual que acrecienta el engaño. Pero, ¿trataba de burlarnos van Eyck, o cometió un error? Cualquiera lo diría en un tipo tan minucioso y dotado para el detalle, como evidencia, sin ir más lejos, esta misma obra. ¿Tiene sentido que el matrimonio Arnolfini contemplara su retrato todos los días en su propia casa con semejante y cruel burla? Se ha dicho que la moda de la época inducía frecuentemente a esos errores. Que quieren que les diga, a mí, una vez he formado mi opinión al respeto, hasta la postura de la mujer vestida de verde, con los hombros cargados por el peso y la espalda arqueada, me parece la de una embarazada.

Pero, centrémonos en las certezas, que algunas hay. Es Panofsky quien explicó por primera vez el significado del doble retrato. Muestra una ceremonia de casamiento. Una muy peculiar vista con los ojos de alguien de hoy en día, porque tiene lugar en la intimidad de un hogar, suponemos que el de los contrayentes, y sin presencia de testigos -aparentemente- y, lo que es más significativo, sin que medie la intervención de un sacerdote. Panofsky nos da las claves al respecto en su obra "Los primitivos flamencos", uno de los libros más queridos por mí de mi biblioteca particular, y que consulto ahora mismo para tratar de explicar lo mejor posible este auténtico embrollo. El dato me ha sorprendido mucho: Hasta el Concilio de Trento la Iglesia no consideró como no válidos los matrimonios clandestinos. Según el dogma católico el del matrimonio es el único sacramento que no requiere ser dispensado por un sacerdote, sino que es otorgado por los propios contrayentes, que hasta el concilio podían ejercer como oficiantes sin necesidad de que mediara entre ellos un representante de la Iglesia. Dos personas podían concluir un matrimonio perfectamente válido desde el punto de vista del derecho canónigo en la más completa soledad. Evidentemente, era algo que podía ocasionar problemas ya que bastaba con desdecirse en público para que la boda perdiera su validez práctica. Se podía alegar amnesia interesada para que el matrimonio se disolviera a los ojos de todos: "¿Pero qué dice esta loca, que estamos casados? Anda ya. Ese bombo se lo ha hecho otro. Menuda golfa". Por eso desde el Concilio de Trento se impuso como requisito que el matrimonio se efectuase en presencia de un cura y dos testigos, y áquel en calidad de testigo cualificado, no como dispensador del sacramento, aunque las miles de bodas que hemos visto en la vida real, la televisión o el cine nos hayan inducido a creer otra cosa.
 
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 "El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle con la firma del autor

Para formalizar un matrimonio siguiendo el derecho canónigo, nos informa Panofsky, basta con tomar un juramento (fides), lo que comporta dos acciones: que los contrayentes junten la manos (fides manualis), y que el esposo levante la mano en actitud solemne (fides levata). Ambos gestos, que se realizaban en realidad en momentos distintos de el ceremonia, suceden en el cuadro de van Eyck en el mismo instante para que la imagen pueda recoger la totalidad de la ceremonia. El interés por convertir la obra en un acta completa explica la extraña firma del pintor. No pone su nombre o sus iniciales sino que dibuja su rúbrica, como si el lienzo fuese el papel en el que está redactado el contrato de boda, añadiendo un texto muy atípico: "Johannes de eyck fuit hic. 1434". "Johannes de Eyck estuvo allí", en vez de los habituales "fulanito de tal lo hizo" o "menganito de cual lo pintó", en referencia al cuadro, la fórmula usual en estos casos. Pero, ¿dónde se supone que estuvo Jan van Eyck? Pues en la escena que retrata, claro está. Y si estuvo allí, ¿por qué no lo vemos? En realidad sí que lo hacemos: En el reflejo del espejo cóncavo que hay colgado en la pared del fondo de la estancia. Este pícaro Jan... El truco del espejo nos permite ver aquello que se sitúa fuera del ámbito representado en el cuadro, lo que hay en el espacio ocupado hipotéticamente por un espectador cualquiera. Dos personajes se suman a la escena, y podemos verlos por encima de los hombros de los esposos, que vemos de espaldas -por cierto, el cuerpo encorvado de ella acrecienta mi convencimiento de que se trata de una embarazada-. Uno de esos personajes es el propio pintor, vestido de azul, con sus mejores galas. Como cualquier testigo en una boda, hace acto de presencia ataviado con su mejor traje -aun no se había inventado el chaqué- y luego firma el acta matrimonial. El otro es un desconocido, que algunos han querido ver como un cura, seguramente para evitar el supuesto desaire que supone que la ceremonia tenga lugar fuera de un templo y sin la presencia de un representante de la Iglesia.

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle del espejo cóncavo en al pared del fondo

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la fides manualis

Por si hay entre quien me lee algún fan del 11-M o algún nostálgico de la Segunda República, o del casi tan nefasto maremoto que supuso el gobierno de Zapatero, deberé aclarar que no estamos ante un matrimonio civil. Jan van Eyck dota de la máxima sacralidad al acto que representa en su cuadro, que rezuma religiosidad por todos sus poros. Aparte de una infinidad de detalles menores, más o menos discutibles, dos elementos en la composición corroboran esta afirmación. El primero es la única vela que hay encendida en el candelabro que pende del techo. ¿Por qué una sola? Panosfky tiene respuesta a esta pregunta: La única vela prendida simboliza a Jesucristo Onnividente, que se convierte así en un testigo más, no solo necesario sino ineludible, en toda ceremonia nupcial. Además, la vela era un elemento presente en toda ceremonia de juramento, en general. Más aun, la vela matrimonial fue el elemento que sustituyó en las bodas cristianas a la taeda clásica -rama de pino que se usaba como antorcha nupcial-. La llama simboliza a las dos personas que mediante la boda se convierten en una sola. La vela matrimonial era portada hasta el templo antes de que llegaran los novios o era entregada por uno de ellos. También se hacía prender en el hogar de los recién desposados para significar su unión. Hay quien ha argumentado que el que haya solo una vela encendida es solo una cuestión de economía domestica. Las velas en aquellos tiempos, aun las más baratas de sebo, no digamos ya las de cera, eran una artículo de lujo. Pero si de ahorrar se trata, ¿por qué encender una luz con el gasto que ello comportaba en pleno día? La luz que baña completamente el dormitorio de los Arnolfini no procede de la lámpara del techo sino del enorme ventanal situado al fondo a la izquierda, y de un segundo tal vez situado en primer término, fuera del campo visual representado en el cuadro, que se intuye por la sombra que arroja el cuerpo de Jeanne sobre la cama.

El segundo elemento son los zuecos de Giovanni y de Jeanne, que Jan van Eyck nos muestra en dos lugares distintos de la habitación. Los de él en primer término, a la izquierda. Los de ella al pie del mueble situado tras del matrimonio, en la pared del fondo, a la derecha de la cama. Es decir, ambos están descalzos. Descalzarse en un lugar sagrado es una tradición que proviene de un conocido pasaje de la Biblia, concretamente el capítulo 3, versículo 2 del Éxodo. Estando Moises conduciendo a su rebaño de ovejas por el desierto del Sinaí las llevó a pastar a las faldas del monte Horeb, también llamado monte de Dios, en busca de algo de hierba que pudiera crecer de resultas de la humedad arrancada al cielo por la sombra de la montaña. Se sentó a descansar, miró hacia lo alto de la ladera y vió lo que parecía una zarza ardiendo. Se llenó de asombro porque la zarza ardía indefinidamente, a pesar de que la estuvo contemplando un buen rato. "Esto es increíble", se dijo "voy a acercarme a ver por qué la zarza no se consume". Cuando Dios le vio acercarse le dijo:
"No te acerques más. Quítate las sandalias, porque estás pisando tierra santa"
En la pintura flamenca hay muchos ejemplos de natividades en las que aquellos que traspasen el umbral del portal de Belén para dorar al niño, reyes magos incluidos, lo hacen con los pies descalzos en señal de respeto por lo trascendente. Giovanni y Jeanne acceden a la alcoba nupcial porque en ese momento es lugar sacro. Están en presencia de Cristo, como atestigua la vela.

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la vela nupcial en la lámpara del techo

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de los zuecos de la esposa al pie del mueble situado junto a la cama

Si miramos el cuadro a través de los ojos de Erwin Panofsky lo que a primera vista parece sólo una escena costumbrista adquiere un hondo significado religioso, se impregna de mística, se convierte en una representación dónde todos los elementos tienen un significado oculto y trascendente, que resuena en la conciencia. Citemos algunos ejemplos: El espejo -que, por otro lado, es un objeto con un carácter religioso explícito, como evidencian las escenas de la pasión de Cristo que adornan su marco-simboliza la pureza, es el espejo inmaculado (speculum sine macula); Las naranjas situadas en el alfeizar de la ventana representan el estado de inocencia anterior a la caída del hombres -el asunto de Eva y la manzana se narraba a veces usando cítricos en vez de manzanas-; El perrillo faldero situado entre sus dos amos es el emblema de la fidelidad marital. Todo tiene un doble sentido en esta forma de ver "El matrimonio Arnolfini", como toda la pintura flamenca del primer Renacimiento. Hay quien recela de tal posibilidad y alega que está obsesión por los dobles significados es producto de la resaca padecida durante buena parte del siglo XX por el advenimiento de las teorías de Freud, que las naranjas son solo un alarde, como el de encender una vela en pleno día. Que se trataba de una fruta semi exótica en Flandes, carísima de adquirir en el mercado. Que el espejo es tan solo un síntoma de vanidad burguesa, como el aparecer ataviados con las mejores galas. Que el can no es más que un capricho habitual entre las señoras de bien en aquella época. Las objeciones son pertinentes, hasta cierto punto convincentes y son escuchadas con la debida atención, aunque ya aclaro que para mí lo que diga Panofsky va a misa. Cualquiera que haya estudiado un poco a los primitivos flamencos que se exhiben en el Prado, aunque de forma somera, como es mi caso, que se haya documentado sobre "El descendimiento" de van der Weyden, por ejemplo, sabe lo recargado en significados que es la pintura nórdica, casi más barroca que el propio Barroco.

Durante los primeros siglos del Renacimiento la pintura experimentó una doble revolución, producto de dos innovaciones aportadas por italianos y flamencos. Los primeros dieron por primera vez un tratamiento matemático de la perspectiva, que dejó de ser algo que se resolvía de forma intuitiva. Se llegó a la perfección en el trazado de la misma, siendo un buen ejemplo de esto "El lavatorio" del pintor veneciano Tintoretto, un verdadero atracón de líneas trazadas hacia su punto de fuga correcto, situado en el arco que vemos al fondo de la imagen, más allá de la lámina de agua surcada por pequeñas barcas de pesca. Los flamencos, por su parte, inventaron la pintura al óleo. Vasari llegó incluso a atribuir esta innovación a Jan van Eyck, aunque parece ser que, con la ayuda de su hermano Hubert, tan sólo perfeccionó la técnica. La mezcla de los pigmentos con aceites vegetales favorecía la mezcla de colores. El secado más lento de la pintura hacía posibles los retoques, trabajar más despacio, con mayor cuidado, rectificar colorido y dibujo. Era una técnica ideal para la pintura detallista. Buen ejemplo de ello es mismamente la obra que analizamos que, con seguridad, se ejecutó con la utilización de lupas y con pinceles de brochas diminutas. Con el tiempos unos aprendieron de los otros porque los pintores de las distintas escuelas estaban abiertos a las influencias foráneas, aunque abunden las novelas históricas cuyo macguffin es precisamente la técnica inventada por los flamencos, cuyo secreto guardan celosamente en la narración y que alguien quiere desvelar, con el correspondiente crimen cuyo esclarecimiento es lo que hace avanzar la trama. Anda que no habré visto resúmenes en contraportadas que ivan de ese tenor cuando escarbar en los anaqueles de las librerías era mi pasatiempo preferido. "El matrimonio Arnolfini" es un diez en el aprovechamiento de los recursos que proporciona la técnica de la pintura al óleo. Qué digo un diez, una matrícula cum laudae. Y un cinco raspado, por no ponerle un cate a uno de los grandes de la historia de la pintura universal, en la aplicación de la perspectiva, como puede comprobarse en el esquema que se adjunta.

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"El lavatorio" de Tintoretto (Museo del Prado)


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Hay que reconocer que la interpretación de Panofsky tiene algunas zonas de sombra, algunos cabos sueltos pendientes de ser resueltos. Pasemos por alto el embarazo de Jeanne. Ya sé que es mucho pedir, pero hagamos el esfuerzo. Aceptemos por un momento la teoría del efecto óptico causado por la moda de entonces. Centrémonos en otros aspectos de la escena. ¿Por qué la boda tiene lugar en el domicilio de la pareja? No era un requisito que se celebrasen en un templo, pero tampoco estaba prohibido. De hecho era lo habitual, lo más razonable. Más aun: ¿por qué tan pocos testigos?. No hay ninguno durante la celebración de la ceremonia. Los dos únicos que hay en la casa acceden a la alcoba tras completarse. ¿Se trataba de ocultar el enlace a los ojos de la sociedad de Brujas? Algunos intentos de explicación sobre este particular han fallado. Se ha hablado de posible adulterio, de que tan vez la mujer del cuadro no sea Jeanne Cenami, sino una segunda esposa ocultada a todos. No tenemos ningún otro retrato de la mujer con el que poder cotejar, como sí sucede con Giovanni  Arnolfini. En ese caso el embarazo no sería ningún problema. Me refiero desde el punto de vista de la interpretación de la obra, que ya sé que un hijo extramatrimonial es cosa seria, incluso en estos tiempos. No digamos ya recién salidos de la Edad Media.

También se ha dicho que el doble retrato es un conjuro para precipitar el embarazo de Jeanne. En esta interpretación tan audaz y, digámoslo todo, tan ridícula, lo que haría Giovanni al tomar la mano de Jeanne sería intentar leérsela para anticipar en las líneas de la palma un futuro retoño. Lo que es cierto es que el cuadro está cargado de símbolos que aluden la fertilidad, empezando por la pequeña talla de Santa Margarita, patrona de las parturientas, que remata la columna del cabecero de la cama -¿qué mejor lugar que ese?-. Es un detalle que no escapó al ojo clínico de Panofsky, aunque en su libro no explique cómo logró identificarla. Desde su vasta cultura le debió resultar fácil, algo inmediato. A mi me ha hecho falta consultar alguna enciclopedia que otra para ratificar la iconografía de la santa.

Santa Margarita de Antioquía para la Iglesia Católica o Santa Marina de Antioquía para la Iglesia Ortodoxa, es una mártir cristiana oriunda de Asia Menor. Hija de un sacerdote pagano, su madre murió al darla a luz, por lo que su progenitor la puso al cuidado de una nodriza, que no solo le dio su leche sino que la educó secretamente en la fe cristiana, entonces un credo proscrito. Eran los tiempos del emperador Diocleciano, uno de los varios que llenaron nuestras sesiones infantiles de cine con películas de cristianos martirizados en circos romanos. Ya hecha una mocita Margarita, con quince años, su padre descubrió con espanto que era seguidora de la secta del pez y la echó de su casa. Fue a vivir con su nodriza, que se gana el sustento sacando a pastar un rebaño de ovejas de otro dueño. Un día que la niña guiaba las reses por un campo cercano a la ciudad fué vista por el prefecto romano Olibrio, que en el acto quedó prensado de su belleza y su inocencia. Quiso saber si era libre o esclava. Cuando le aclaró que lo primero, y ante la imposibilidad de comprarla, le ofreció ser su concubina. Ella lo rechazó, por lo que enseguida asumió que era cristiana -un trato tan ventajoso solo podía ser rechazado mediando una moral estricta- y la mandó prender. Ya en cautiverio el prefecto intentó forzar su resistencia con amenazas y con lisonjas, con promesas y con quebrantos. Todo fue en vano. Ella se mantuvo firme a pesar de los maltratos a los que la sometieron sus carceleros, que fueron horrendos. El caso es que estando sola en su celda restañándose las muchas heridas, dice la leyenda que se le apareció el Diablo para atacarla. En la versión occidental del cuento el demonio tenía forma de dragón y la engulló de un bocado, pero dentro de sus tripas ella hizo la señal de la cruz con su mano derecha y fue vomitada, quedando como vencedora del duelo contra el mal. Por esta curiosa historia fue considerada patrona de las parturientas y se la representaba con un dragón, generalmente encadenado o postrado a sus pies, como es el caso en el cuadro de Jan van Eyck. Tiziano, por ejemplo, en una obra del Museo del Prado, la representa saliendo del vientre del Dragón tras sajar su panza desde dentro con un crucifijo. Es otra forma de narrar la historia.

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la imagen de Santa Margarita de antioquia en el cabecero de la cama

"Santa Margarita de Antioquía" de Tiziano (Museo del Prado)


Hay más alusiones a la fertilidad dispersas por el cuadro: Las sábanas rojas del lecho, que aluden a la pasión; Las naranjas del alfeizar, que aluden a la fertilidad del verano -en la tercera interpretación distinta de su presencia en lo que llevamos de escrito-; Al igual que las cerezas en la rama del árbol que apenas si se entrevé a través de la ventana abierta. Hay que tener vista de lince y mucha paciencia para percatarse del detalle, pero la obra bien merece todo el tiempo de contemplación que le dediquemos. Que los personajes lleven ropa de abrigo induce a pensar que hay una intención simbólica en estos dos últimos elementos frutales mencionados.


Detalle de las cerezas tras la ventana.
"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la rama de crezo en fruto que se ve a través de la ventana

Una tercera explicación a la aparente ausencia de testigos que se ha ensayado, tan peregrina como la anteriores, es la posibilidad de que se tratase de una boda morganática, es decir, entre personas de estratos sociales distintos, que pudiera haber remilgos en el señor Arnolfini a la hora de mostrar a su esposa en sociedad. Tal extremo que se ha descartado por completo. Uno y otro pertenecían a linajes burgueses del máximo pedigree. En todo caso, puestos  comparar, es posible que la posición social de los Cenami fuese superior a la de la familia del novio. En todo caso, la ceremonia se sabe que se celebró con el beneplácito de ambas familias. Siguiendo el hilo de este asunto se introduce un segundo punto de fricción en la interpretación de Panofsky. Está claro que el cuadro es algo más que un encargo hecho a un pintor por uno de sus clientes. El hecho de figurar como testigo, el tipo de firma, inducen a pensar en un regalo producto de la amistad -o, al menos, en el que se ha derrochado complicidad-, en la existencia de una relación cercana entre el artista y los retratados. Y no se tiene noticia de tal cosa. Es más, Giovanni Arnolfini, un tipo tan bien posicionado en la corte del Duque de Borgoña, parece demasiado hueso para un perro tan chico, como lo era un pintor, por más que su clientela estuviese formada por lo más granado de la ciudad de Brujas, incluyendo al propio Felipe el Bueno. Un pintor era bien poco en el quien es quien de cualquier sociedad de aquellos tiempos.

Por si no se venían acumulando suficientes dudas desde que fue formulada, en 1990, Jacques Paviot, un historiador francés, hizo saltar por los aires la hipótesis de mi admirado Panofsky. Descubrió en los archivos históricos del ducado de Borgoña el acta oficial de matrimonio de Giovanni di Arrigo Arnolfini y Jeanne Cenami. Resumiendo: Las fechas no cuadraban. La boda se había celebrado 13 años después de pintarse el cuadro -eso era un jaque- y 8 años después de morir Jan van Eyck -eso un mate-. Fue como volver a la casilla de salida después de caer en la casilla de la muerte en el juego de la oca. Hubo quien se agarró a un clavo ardiendo: ¿Y si se trataba de la pedida de mano? Habría sido un noviazgo ciertamente largo y los novios demasiado jóvenes en el momento de comprometerse, aunque todo era posible. En todo caso, la ceremonia de la petición de mano no era una ceremonia frecuente en aquella sociedad. Urgía buscar otros protagonistas. Se peinó todo el árbol genealógico de la familia Arnolfini. Se buscaron mancebos de la misma generación que Giovanni di Arrigo, toda vez que se contaba con un retrato en Berlín de un tal Arnolfini que coincidía en rasgos con el del esposo en el retrato de van Eyck. Se investigó a todos los primos residentes en Italia y en Bélgica.

El primer candidato convincente fue el hermano mayor de Giovanni, Michele, que se había casado con Elizabeth, una chica flamenca de origen humilde. Eso explicaría la boda "en secreto" y las facciones poco meridionales de la mujer retratada. Sin embargo, esa boda se habría celebrado según algunas fuentes en 1450. La segunda opción barajada fue Giovanni di Nicolao, primo de Michelle y el otro Giovanni. Algo mayor que ellos, se había casado en 1426 con Constanza Trenta, una muchacha toscana de apenas 13 años. Tenía 21 cuando se pintó el cuadro. Hasta ahí todo bien. Ahora vienen las objeciones: Constanza era sobrina de Lorenzo de Medicis, así que casarse con ella era algo que pregonar y no que ocultar a los convecinos; Tampoco este matrimonio tuvo descendencia; y, lo que parece descartar definitivamente esta opción, la madre de Constanza, Bartolomea, había escrito a su cuñado Lorenzo de Médicis una carta en la que le informaba de la muerte de su hija, un año antes de finalizarse el cuadro. A pesar de los evidentes inconvenientes, a esta tesis se apunta el experto en arte de la National Gallery Lorne Campbell, con un par, para quien el cuadro no representa una ceremonia nupcial sino simplemente una escena de carácter doméstico sin más trascendencia.

Tampoco había tenido descendencia esta pareja. Ahora bien, hay una idea que me ronda la cabeza. Sabemos que el cuadro pasó a manos de don Diego de Guevara, el embajador español en Flandes, al comprárselo a los herederos directos de los retratados apenas una o dos generaciones después. ¿Quién vendería el retrato de sus padres, o de sus abuelos, por muy bien que le pagasen? Además un retrato que enseguida adquirió fama. En el mismo Museo del Prado hay una prueba de ello, que ya abordaremos más adelante. Pienso que don Diego le debió resultar más fácil la adquisición si el propietario era un pariente lejano antes que un hijo o un nieto, en cuyo caso la falta de descendencia se convierte más en un dato a favor que en contra.

Diego de Guevara, que había sido consejero de Felipe I el Hermoso, rey de Castilla, murió en Flandes, donde vivió la mayor parte de su vida, legando a su hijo Felipe una exigua pero selecta colección de pintura de autores flamencos, parte de la cual, incluyendo "El matrimonio Arnolfini", fue a parar primero a manos de Margarita de Austria, la tía de Carlos V, y después a la heredera de ésta, Margarita de Austria, hermana del emperador. Fue en el famoso castillo de Binche, residencia de la regente de Flandes, donde Felipe II viera el cuadro de van Eyck, junto a otras maravillas, como el "El descendimiento" de van der Weyden, o la serie de las Furias de Tiziano, y despertó su pasión pro el arte, convirtiéndose a partir de entonces en ávido coleccionista y, de facto, en el fundador y precursor de la colección que hoy atesora el Prado.

Cuando María abandonó su cargo de regente de Flandes para reunirse con sus hermanos Carlos y Leonor, que estaban en España, donó su colección de pintura a su sobrino, pasando "El matrimonio Arnolfini" a formar parte de las colecciones reales. Es exhibido desde entonces en el Alcázar de Madrid, donde un diplomático alemán de paso por la corte española dijo haber visto la obra, con una extraña inscripción en latín en su marco:
"Mira lo que prometes: ¿qué sacrificio hay en tus promesas?
En promesas cualquiera puede ser rico"
Se trata de unos versos del "Ars amandi" de Ovidio. Este detalle es importante porque agrega un nuevo elemento de misterio al cuadro. Para entendernos, el libro de Ovidio era algo así como un manual de seducción para varones, consejos prácticos para llevarse al huerto a jovencitas incautas, un poemario pícaro e irónico, a ratos cínico, cuyo carácter en principio casa mal con la solemnidad de la escena que retrata van Eyck. Los dos versos del marco hacen referencia a los milagros que procuran las promesas. Prometer es fácil, nos dice Ovidio, todos somos ricos en promesas o, dicho de otro modo, prometer no cuesta nada, y su efecto en las féminas es sorprendentemente efectivo y rápido.

En 1734, justo cuando la obra cumplió 300 años, el Alcázar se incendió, y aunque el cuadro de van Eyck se salvó perdió las tablas laterales y el marco. Años después, pasó a formar parte del mobiliario del Palacio Real que mandó construir Felipe V, donde permaneció hasta que desapareció durante la Guerra de Independencia. Finalizada la pesadilla de las Guerras Napoleónicas "El matrimonio Arnolfini" volvió a dar señales de vida. Su nuevo propietario era un oficial del ejército británico, el escocés James Hay, coronel de una de las brigadas se caballería ligera del ejército del Duque de Wellington. Para justificar el tener en su poder semejante joya artística aseguró habérsela comprado al propietario de la casa en la que estuvo convaleciente tras Waterloo, batalla que tuvo lugar en una pequeña localidad cercana a Bruselas, es decir, en territorio belga. Herido en la batalla, afirmó que en una de las pardes de la habitación donde se había recuperado de sus heridas colgaba el cuadro, y tanto le había gustado que insistió en comprárselo a su anfitrión cuando fue dado de alta. Ahora el ardid nos hace sonreir, pero parece ser que nadie lo puso en duda antes de que fuese demasiado tarde. El quid de la cuestión está en que Hay también estuvo presente en la batalla de Vitoria. Allí debió saquear el cuadro de uno de los vagones del equipaje del Rey José Bonaparte. Juan Antonio Gaya Nuño se apuntó a otra opción menos verosímil pero, por la misma razón, mucho más novelesca y sugerente: Que fué robado del Palacio Real de Madrid por algún general bonapartista -él sugiere Belliard-, aprovechando su pequeño tamaño, que lo hacía más fácil de ocultar, y que en Waterloo cambió de dueño. Aunque quien robase a un ladrón tuviera cien años de perdón, dicho periodo de absolución ya habría expirado hace mucho tiempo.

Llevado tal vez por los remordimientos, aunque me cuesta creerlo, o quizá con la intención de darle una patina de respetabilidad a su botín de guerra, Hay decidió cedérselo al príncipe regente Jorge IV, quien tuvo expuesto el cuadro en Carlton House durante dos años. Transcurridos éstos, el botín fue devuelto al coronel escocés, quien a esas alturas parecía tenerle ya poco apreció. Se lo cedió en depósito a un amigo, desentendiéndose definitivamente de él. En 1842, recién creada la National Gallery, el cuadro salió al mercado, siendo adquirido por el museo londinense por 730 míseras libras. Fin de la historia. El paso de Napoleón por España fue una verdadera hecatombe para nuestro patrimonio cultural. Con lo robado en el solar patrio en aquellos tiempos por el ejército francés el Louvre y, sobre todo, la National Gallery de Londres consiguieron armar sendos discursos expositivos que no desentonan del todo si se comparan con el del Prado. Me pregunto cuál sería el nivel del museo madrileño si nosotros hubiéramos sido tan ladrones como los ingleses y los franceses cuando tuvimos un imperio. Excelso, supongo. Bueno, eso ya lo es aun con los restos del naufragio que ha supuesto el paso de los siglos.

Hace apenas una década, ayer como quien dice con los plazos de tiempo que manejamos, Margareth L. Koster, una historiadora del arte y escritora anglo-americana, proponía en su artículo "The Arnolfini Double Portrait: A Simple Solution" una nueva forma de interpretar el cuadro, no solo sencilla, como indica en el título, sino también elegante y bastante convincente. Koster se apunta a la trocha abierta en la jungla intransitable por Campbell y por ahí traza la trayectoria de su propuesta: Los retratados serían Giovanni di Nicolao Arnolfini y Constanza Trenta y lo representado no sería una boda sino un acto de exaltación conyugal. Constanza estaría en estado de buena esperanza y para ratificarlo aporta algunos signos más a los ya descubiertos por Panofsky (la imagen de Santa Margarita). Así, advierte de la presencia de un dosel rematando la cama y de una alfombra turca a los pies de la misma, elementos habituales en los dormitorios de las parturientas para que pudieran recibir visitas. Hace notar asimismo que el tocado y el peinado de Constanza se corresponden con los de una mujer casada, no con los de una virgen en sus esponsales. Además, se fija en la diferencia de colorido entre los dos esposos. Ella va de verde y azul, su ropa está llena de alegría. Él viste con tonos apagados. Podemos suponer que normalmente vistiera más jovial si nos fijamos en el retrato de Berlín.

Para Margaret Koster estamos ante lo que en un principio iba a ser una exaltación de la fidelidad marital, un regalo de Jan van Eyck a su amigo para mostrarle las bondades de la vida conyugal. Sin embargo, la muerte de Constanza dejó en el limbo la obra durante un tiempo, siendo retomada después de muerta ésta y adquiriendo otro sentido. La reflectometría de la obra realizada por los servicios de conservación de la National Gallery aportó varios indicios que indicaron que Koster iba por el buen camino. Hay dos arrepentimientos (pentimentos) muy significativos en el cuadro. Uno se refiere al espejo, que no estaba en una primera versión e incluso fue modificado a último hora. El otro se concreta en el gesto de la mano derecha de Giovanni di Nicolao, que en un principio era más frontal, con la palma dirigida hacia el espectador, como en una actitud de estar prestando juramento (fides levata), y en la versión final está girada, como si estuviera bendiciendo a su esposa.


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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle del gesto de la mano de Giovanni y reflectometría

En medio de la imagen idílica hay signos premonitorios de lo que va a suceder, como si fueran elementos pesadillescos que se colaran en un sueño placentero. El demonio tallado en el mueble que hay detrás de la pareja, que vemos justo donde enlazan sus manos. De las escenas de la pasión de Cristo representadas en el marco del espejo, las que quedan tras Giovanni son escenas de vida, mientras que las que quedan tras Constanza aluden a la muerte y la resurrección. La resurrección que llegará tal vez al final de los tiempos y tras la que podrían volver a reunirse.

¿Y si el cuadro, que en un principio solo trataba de mostrar la perfección en la unión de los dos personajes por el vínculo del matrimonio, de pronto careció de sentido tras morir Constanza de resultas del parto? ¿Y si van Eyck, por propia iniciativa o a instancias de su cliente, cambió su sentido y lo convirtió en un homenaje a la mujer muerta? Visto desde esta perspectiva, cierta calidez que subyace en el cuadro a pesar de su aparente frialdad, brota de pronto como un manantial. Ese gesto de sumisión de Constanza que muchos han querido ver en su forma de inclinar levemente la frente, su mano apoyada en el vientre hinchado, sus hombros ligeramente encorvados, su mano yerma sobre la de su esposo, a mi me sugieren dulzura, fragilidad que reclama ternura. El gesto de él no puede ser más que serio, como el color de sus ropajes. Nos muestra a su esposa y nos dice: "Hubo un tiempo en que tuve la felicidad a mi alcance. La vida promete muchas cosas, porque prometer es fácil". ¡Hasta la inscripción de Ovidio adquiere sentido! Y de ese estado perfecto de las cosas fue testigo van Eyck. Lo fue y lo ratifica con su firma: "Yo estuve allí". Y lo está en sentido metafórico dentro del cuadro a través del gadget del espejo.

Archivo:Las Meninas, by Diego Velázquez, from Prado in Google Earth.jpg
"Las Meninas" de Diego Velázquez (Museo del Prado)

Y es aquí cuando me imagino a Velázquez contemplando el cuadro durante largos ratos, meditando sobre lo que ve. Hay un eco claro en sus Meninas de "El matrimonio Arnolfini". El mismo truco del espejo, que refleja a unos personajes que irrumpen en la escena. Aunque no son advertidos por el espectador del cuadro si lo son por algunos de los personajes retratados en el mismo. Lo mismo ocurre en "El Matrimonio Arnolfini": La pareja, demasiado absorta en ella misma, ni se inmuta, pero el perro avanza unos pasos y se pone en posición de alerta. Está a punto de ladrar. Alguien ha invadido la habitación y tan solo defiende su territorio, aunque sin alejarse demasiado del amparo de sus amos. La reacción de los personajes del cuadro en la obra de Velázquez es más evidente. Pudo meditar tranquilamente la forma de intensificar el efecto. Podemos colarnos en el obrador de Velázquez, viajar en el tiempo hasta el instante que refleja el cuadro, del mismo modo que podemos emerger en la alcoba de Constanza, a través del espejo del fondo. Pero mientras en "Las Meninas" el reflejo no somos nosotros sino los reyes y nuestro guía ya ha realizado el viaje, se nos ha adelantado, en "El matrimonio Arnolfini", el guía nos lleva de la mano. Podemos ser perfectamente el personaje de identidad desconocida que traspasa el umbral del dormitorio tras Jan van Eyck, podemos acceder a la habitación para poder dar fe también nosotros de que estuvos allí, como el pintor de Brujas. Ambos cuadros son lo que en otro escrito del blog denomino hipercubos.

¿Ubicó Velázquez en su cuadro un mastín español hierático, impertérrito y paciente como respuesta al grifón belga expresivo, nervioso y asustadizo que había colocado van Eyck en el suyo? ¿Ubicó dos personajes estáticos en el reflejo de su espejo como respuesta a los personajes en movimiento que e ven en el espejo de van Eyck? Quizá el diálogo entre ambas pinturas sea más profundo de lo que suponemos. Es un lugar común afirmar que Velázquez tomó como préstamo para su obra maestra el espejo de "El matrimonio Arnolfini". Ambas obras están interconectadas y eso hace aun más doloroso el exilio en Londres de la obra del pintor flamenco.

Hay otro cuadro en el Prado que incluye el truco del espejo. Cuatro años después de ser concluido, firmado y datado el cuadro londinense, Robert Campin incluyo un espejo en su tríptico de Werl, llamado así por ser su donante, el franciscano y catedrático de Teología de la Universidad de Colonia Enrique de Werl. La tabla central se extravió hace mucho, pero el Prado conserva las tablas laterales. La de la derecha es una imagen de Santa Bárbara que por su actitud -se nos aparece absorta leyendo un libro religioso-, durante mucho tiempo se creyó que era una Anunciación, con la imagen de María justo antes de aparecérsele el Arcángel San Gabriel. El ala izquierda es un retrato del donante, que reza mirando hacia la escena de la tabla central, tal vez una Virgen con el niño Jesús, y que está custodiado mientras ora por su patrón San Juan Bautista.


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Alas laterales del "Típtico de Werl" o "Santa Bárbara" y "San Juan Bautista con Enrique de Werl", de Robert Campin (Museo del Prado)

En el panel que cierra lo que parece la celda de un convento hay colgado un espejo, cóncavo, como el que pintara Jan van Eyck, y que refleja el ámbito del espectador, como el de "Las Meninas" y el de "El matrimonio Arnolfini". En el reflejo podemos ver en primer término a San Juan Bautista y tras él a dos franciscanos, uno de ellos de pie y el otro arrodillado -también dos personajes, anónimos y que por ello pueden suplantarnos-, como maravillados por la aparición, a la que es ajeno Enrique de Werl.

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"San Juan Bautista con Enrique de Werl", de Robert Campin (Museo del Prado)
Detalle del reflejo en el espejo

En algunos libros puede leerse que tal vez Velázquez robase la idea a Robert Campin y no a van Eyck, o tal vez a los dos. Es una posibilidad sugerente, pero dl todo imposible ya que los dos paneles del tríptico de Werl fueron adquiridos para la colección real por Carlos IV, es decir, siglo y medio después de morir el pintor sevillano. El óleo de campin es más bien indicio de que "El matrimonio Arnolfini" debió adquirir sobrada fama como para que una obra residente en Brujas, además de ámbito privado, tuviese eco en la ciudad de Tournai. Robert Campin fue maestro de van der Weyden, pero estuvo abierto a las influencias de su discípulo, que le hizo crecer como artista. También a las de van Eyck. La lástima es que en al misma sala donde cuelgan las obras maestras de los dos pintores de Tournai, mi sala preferida del Prado, la 58, es donde muy probablemente colgaría el mayor tesoro de la National Gallery, si un mangante inglés, James Hay, no hubiese robado a un amante de lo ajeno francés, ya fuese Belliard o Pepe Botella.