jueves, 25 de agosto de 2016

Mensajeros



Mensajeros

Stefan Zweig lo relata con primor, y si me dejara vencer por la pereza me limitaría a transcribir su prosa y me evitaría así la enojosa tarea de tener que contarlo yo. Primavera de 1453. Una vez las ingentes tropas Mehmet II hubieron cercado Constantinopla, también desde ambos mares, el Bósforo y el Mármara, pues el sultán ordenó acarrear sus barcos de guerra a través de las montañas, la soga pareció apretar por complero la garganta de Bizancio. La desproporción de fuerzas era evidente. Solo la ayuda exterior podía remediar lo que parecía un desastre inevitable. La ciudad se protegía tras unas murallas que tenían fama de inexpugnables desde hacía un milenio, pero cañones de un tamaño hasta entonces nunca visto llevaban días batiendo y cuarteando sus lienzos. El sultán había reclutado los mejores ingenieros militares disponibles. Urgía buscar socorro en el resto de la Europa cristiana. Pero, ¿cómo buscarlo?¿Quien se atrevería a burlar el bloqueo de la flota otomana que llenaba de velas ambas láminas de agua hasta donde alcanzaba la vista? Se decidió escoger a doce valientes. Los suficientes para poder gobernar un bergantín que pudiera burlar el cerco fingiendo pertenecer a la armada del sultán, pero no más de esa cifra para no debilitar las ya exiguas defensas de la ciudad. Doce hombres anónimos cuyos nombres Zweig se lamenta que no conozca la Historia. Doce hombres que bogaron durante horas al amparo de la noche para poder acceder a aguas abiertas, libres de infieles. Una gesta que el novelista austriaco celebra con su prosa a menudo empalagosa, llena de tañidos de bronce, homérica en el sentido más amanerado del término. Ni un solo puerto que quisera darles cobijo, mucho menos dar socorro a Bizancio, encontraron estos doce hombres durante su estéril singladura de veintitantos días. Al cabo de ese tiempo decidieron regresar a Constantinopla y volver a burlar el bloqueo de la flota otomana, para entonces ya avisada. Una vez descubiertos, los doce hombres hubieron de remar los últimos metros hasta puerto seguro entre lso vítores de la población asediada, con toda la flota otomana persiguiéndoles con rabia. Raro que nadie haya reivindicado esta hazaña como origen de las regatas de remo olímpicas, del mismo modo que siemrpe se alude a la gesta de Filípides para explicar la Maratón de atletismo.

Pero hay que saber que los mensajeros ni siempre quedan anónimos ni siempre es reconocido su esfuerzo. Media infancia la pasé traumatizado por la injusticia cometida sobre Glenn Ford en el western de Budd Boetticher "El desertor de El Álamo". Prisionero de facto, como el resto de sus compañeros, del ejército de Santana en la vieja misión española de El Álamo, ve en el ejército que se despliega al otro lado de los muros de la ermita no tanto un peligro para si mismo como para su familia, cuya casa no se encuentra demasiado lejos. Algunos granjeros del territorio allí reunidos a su pesar, deciden que alguien ha de dar aviso a sus familias de la llegada de los soldados mejicanos. Solo puede ser uno, por la misma razón que ya adujimos para los valientes de Constantinopla. Y ese uno, elegido en base a la suerte, adversa tal como el la recibe, resultará ser Glenn Ford. A pesar de que logra sortear el cerco de los sitiadores, su misión deviene en fracaso. No logra llegar a tiempo para salvar a nadie, si quiera a su propia familia. Peor aun, es horrorizado testigo de como quienes han asesinado a su esposa e hijos son tan yankees como los hérores del álamo. A partir de ahí la historia deviene en calvario personal del personaje, al que todos le reprochan ser el cobarde que se convirtió en el único superviviente de la mítica batalla. Pero tal vez haya exagerado antes. No viví martirizado media infancia por esta historia, todo lo más media película. Porque lo cierto es que al final del metraje Glenn Ford adquiere plena satisfacción a todas sus demandas: Logra limpiar su nombre, que se le reconozca su valía; Logra vengar la muerte de su familia dando matarile a sus verdugos; Y hasta consigue una esposa de recambio que le mira con los ojitos llenitos de orgullo. Y no una esposa cualquiera, sino nada menos que Julia Adams, una de las morenas más cautivadoras del cine de los cincuenta. Mujer que sabía destilar ternura y confianza de su belleza, sensación de equilibrio más que de peligro o felina agresividad, como lograban otras quizás más hermosas y más agrestes, feraces en sus encantos. Julia adams sabía encarnar en el cine el papel de esposa perfecta sobre la que poder edificar los cimientos de una relación. No era una amante con la que compensar durante la noche los sinsabores del día, sino más bien alguien con la que querer amanecer todos los días del resto de una vida.

Sobrevivir a la gesta se convierte en una afrenta contra quienes ya no están vivos, para sus deudos. Dicen que tras sucumbir los espartanos ante los tebanos en la batalla de Leuctra, en el año 371 antes de Cristo, la primera gran derrota de la infantería lacedemonia, los familiares de aquella mitad que logró sobrevivir al choque se declararon en duelo, se retiraron a sus casas avergonzados de que aun vivieran sus parientes, mientras que los familiares de aquellos que cayeron celebraban con júbilo su recuerdo y mostraban en la calle su orgullo. Aquello supuso el fin de la hegemonia en la Hélade de Esparta y el principio del liderazgo de Tebas, cuyo batallón sagrado, fomado por 150 parejas de amantes, pasó a ser la infantería de referencia. Las fuentes clásicas nos advierten, entre ellas Herodoto, el compañero de viaje habitual de Ryszard Kapuściński, que aquellos que perdieron la vida en la batalla de las Termópilas no fueron 300 hoplitas espartanos sino 298.Un tal Pantites no pudo estar en las Termópilas la mañana del último choque por encontrarse en ese momento en misión diplomática en Tesalia. Con todo y con eso, a pesar de poder dar una excusa más convincente que Glenn Ford, acabó suicidándose al no lograr superar el rechazo de sus iguales y la vergüenza de haber sobrevivido a sus compañeros en la jornada que alcanzaron la gloria. Más vidrioso es el caso de Aristodemo, quien algunas fuentes aseguran que sufrió durante la batalla alguna infección ocular que le ocasionó ceguera temporal. Unos dicen que prefirió retirarse para poder pelear otro día contra los persas en mejores condiciones físicas. Otros, que simplemente desertó del ejército y huyó de la masacre. Sea como fuere, sobre él cayó el escarnió público, el rechazo total de sus conciudadanos, que hasta le retiraron la palabra. Ya sabemos que los espartanos eran gentes de pocas palabras -uno de los gentilicios de la región, Laconia, da nombre a la parquedad en palabras-, pero, quizás por eso mismo, caminar en el silencio entre iguales debía convertirse en algo insoportable. También Aristodemo acabó inmolándose, como Pantites, aunque de forma diferente. En la batalla de Platea, que puso punto y final a las guerras greco-persas, abandonó la falange en la que formaba antes de producirse el primer choque entre ejércitos para arrojarse en solitario contra el enemigo y sucumbir matando con furia asesina. Ni muerto alcanzó la calma de espíritu. Sus compañeros consideraron su gesto suicida como una deserción, como una afrenta a las normas, y está claro el apego de los espartanos a las leyes. Queda perfectamente reflejado en el poema que Simónides compusiera para conmemorar la gesta de Leónidas en "Puertas Calientes":

"Viajero que ante nosotros compareces, ve a la polis y di a los ciudadanos que por cumplir sus leyes aquí yacemos".
En la película "300" el personaje de Aristodemo, aunque con otro nombre y otra anécdota vital más honrosa, es interpretado por el actor David Wenham. En el film de Zack Snyder, el actor galés es Dilios, un hoplita espartano, tan diestro como sus compatriotas en el uso de la lamza, pero que sobresale con respecto a éstos por su don para la palabra. Tras sufrir una herida en uno de sus ojos durante la batalla, una vez ha probado de sobra ya su valía y arrojo, y ante el inmininte final trágico que le espera a los griegos allí reunidos, su comandante Leónidas decide encomendarle la misión más importante de todas: Servir de mensajero ante la posteridad de todo cuanto allí había ocurrido y lo que estaba por venir. Quiere el rey espartano que quede memoria de su gesta y que la fuente de esta sea de primera mano. Y hay que reconocer que Dilios cumple con eficacia su cometido. En la última escena de la película descubrimos que todo lo que se ha narrado hasta entonces durante todo el metraje de la película es en realidad la arenga que Dilios dirige a sus compañeros de armas para enardecer sus ánimos en los instantes previos a la batalla de Platea, discurso en cuyas parrafadas finales no tiene ningún empacho de plagiar al bardo Simónides, para una vez concluído encabezar como un poseso la carga de los hoplitas griegos contra las huestes de Jerjes. Este momento tiene un cierto eco de lo que nos cuenta la tradición literaria griega sobre la muerte de Aristodemo. Está claro que Frank Miller, el autor de la novela gráfica en la que se basa el film, y también guionista del mismo, peinó las fuentes clásicas disponibles, por más que se tomase numerosas licencias a la hora de moldear el relato. Entre ellas, quizá la más significativa para mí, el momento en que se relata el rito de iniciación en la edad adulta del héroe Leónidas. No, los espartanos no mandaban a sus imberbes cachorros a cazar lobos de dimensiones monstriosas con sus manos desnudas para inducirles a que se convirtieran en hombres. La verdad es menos gallarda. Los muchachos espartanos se ganaban su puesto en la falange asesinando indiscriminadamente a esclavos ilotas, de los muchos que servían en condiciones infrahumanas a los hombres libres. La de Esparta fue una sociedad guerrera básicamente por el miedo cerval que les infundía la posibilidad de que se rebelasen contra ellos los pueblos que tenían cruelmente sometidos.



Algunos mensajeros, como Simónides o los anónimos doce de Constantinopla, se incrustan en la eternidad de igual forma que las contelaciones en el firmamento nocturno. Durante años, en una de esas ingenuidades mías que me caracterizan, estuve totalmente persuadido de que cierta constelación del cielo de invierno, por demás inventada por mí, me traía avisos sobre posibles cambios en mi futuro inmediato. Siempre que la veía aparecer en el cielo nocturno la advertía como una señal de al llegada de tiempos de mudanza. Aunque he sido siempre un gran aficionado a la Astrofísica y la Cosmología, lo que sé de Astronomía es menos que nada. Jamás le dediqué tiempo a mirar a las estrellas con un telescopio con un afán científico. Creo que esto da muchas pistas sobre mi auténtica manera de ser y el modo en que encaro la vida. Encerrado en complejos mundos teóricos que pueden abarcarse con la imaginación, por más reales que sean -el funcionamiento del núcleo de un estrella, cuya explicación es uno de los principales logros de la Astrofísica, es más que dudoso que jamás pueda ser observado por los ojos de un ser humano-, he de reconocer que tiendo a desdeñar la contemplación directa de lo que me rodea. Leer antes que vivir, reflexionar antes que hacer, podría ser el equivocado lema que resumiese mi vida. Pero es que aquella constelación parecía tan real... Tenía la forma de un barco vikingo, con cinco estrellas dibujando un casco con forma de trapecio alargado -el que todos dibujaríamos sobre un papel con boli- y sobre él, otras tres más dispuestas en alineación ligeramente oblicua a la cubierta, como si se tratase del travesaño del único mástil. Miraba navegar la noche al barco vikingo desde el arboreto de la escuela de ingenieros de montes, donde cursé estudios hace mucho tiempo, especialmente desde el templete que corona la colina que hay frente a la faculotad de ciencias biológicas. Un lugar que, para mi estupor, no era frecuentado nunca por nadie a pesar de su evidente encanto. En el interior de un círculo de cipreses que servían de cortina vegetal para aislar el lugar, otro círculo concéntrico de rústicos asientos de piedra y losa cerámica orientados hacia el exterior daban al conjunto un inequívoco aire de lugar de encuentro para hipotéticos amantes. Ni que decir tiene que era el sitio donde iba a pensar sobre Susana y a fantasear sobre románticas citas con ella que nunca se produjeron. Para mi vergüenza diré que me cabe el dudoso honor de haber sido el causante de la destrucción de aquel extraño paraje, cuando advertí a mis compañeros de clase, el año que nos tocó crear un insectario, que allí había ejemplares del orden embióptera, un insecto muy escaso en España y con un aspecto muy parecido al de las hormigas, pero con el artejo distal, el más alejado del cuerpo, de sus patas anteriores y posteriores, engrosado más que el resto, como si de los antebrazos de un Popeye artrópodo se tratara. En mi defensa diré que yo solo le dí el soplo a mis más allegados, pero radio macuto hizo el resto. En pocos días el templete se llenó de una turbamulta de entomólogos en ciernes levantando losas de piedra para descubrir los nidos de estos simpáticos bichos.

Pero me desvío del tema. Como trataba de decir, siempre que veía aquella constelación náutica en el cielo nocturno sentía una inquietante opresión en el plexo solar, una inquietud difícil de describir y de origen incierto. Pura emoción si se quiere. Yo sabía... Mejor dicho, yo creía saber que la llegada del barco, verlo arribar a puerto en la noche estrellada, presagiaba acontecimientos trascendentes en el plano emocional. ¡Aquella nave vikinga construida con tablones de estrellas era mi mensajero personal! Pero toda aquella inquietud que yo sentía crecer cuando la nave partía de puerto acababa derivando indefectiblemente en melancolía cuando el invierno se adueñaba de todo. Y he aquí una pista para desenredar el misterio. Las tres estrellas alineadas que yo veía dibujar el travesaño de un mástil eran en realidad el cinturón de Orón, una de las más conocidas constelaciones de invierno. Pero eso lo descubrí muchos años después mientras ojeaba un libro de Astronomía. La explicación era sencilla: Cada curso, con la infalible tozudez de un animal irracional, mi corazón se prendaba de alguna compañera de estudios. Siempre una distinta. Anhelo que siempre acababa en desengaño. Y al crecer poco a poco durante el periodo lectivo la congoja en mi interior frecuentaba cada vez más los paseos nocturnos libando en mi propia tristeza para convertirla en poemas.

Navegan la noche estrellas de cera,
barcas venidas de mares lejanos,
velas henchidas de vientos arcanos,
siempre al soslayo del alba primera.
También hay mensajeros impersonales. Son las señales y los augurios. En la película de Eric Rohmer "El rayo verde", su protagonista, Delphine, encuentra tirados en el suelo a su paso, como si alguien los hubiera dejado a propósito para que ella los descubra, naipes de la baraja francesa que le ayudan a tomar decisiones y a decantarse por una opción cuando se encuentra en una encrucijada vital que la estresa y agobia. Delphine es una mujer indecisa, frágil, con una clara vocación de ser feliz pero pocas armas para lograrlo. El rayo verde al que alude el título del film es el último de los destellos del sol en el crepúsculo, que al llegar al observador tras cruzar de forma oblicua la atmósfera terrestre es visto por éste con una tonalidad verde. Es luz que ha de recorrer más camino para poder llegar a nuestros ojos, luz fatigada por el esfuerzo. Cuando Delphine escucha de forma accidental a alguien la explicación de la existencia del rayo verde convierte en la razón de ser de su vida lograr captarlo en una fotografía. Recuerdo que el programa de mano de los cines Alphaville, dónde vi la película, se explicaba que Rohmer había enviado a la costa francesa una segunda unidad con el encargo específico de filmar una puesta de sol con un rayo verde, y que tras intentarlo en diversas localizaciones logró hacerlo cuando ya había expirado el plazo estipulado para la tarea y estaban por tirar definitivamente la toalla. Los títulos de crédito finales están ilustrados con esa esforzada filmación y son como un mensaje final de esperanza para una narración que navega en todo momento por lugares poco iluminados y anímicamente descoloridos.

No sabría decir si directamente inspirado por Delphine, pero hubo un tiempo en que yo también buscaba señales en el suelo a mi paso. En cuanto al firmamento, siempre he sido más devoto de la Luna que del Sol, y a ella ni siquiera he tenido nunca que ir a buscarla, tratar de captar su perfil más sorprendente. Ha venido a mí enseguida, y en todo su esplendor, siempre que la he necesitado. En mi caso el tipo de presa que buscaba era más prosaico: monedas. Empecé cuando la peseta era aun la moneda de curso legal y dejé de hacerlo poco después de que el euro destrozase nuestros patrones personales de contabilidad. La unidad monetaria dejó de ser un concepto inteligible durante un tiempo. Buscar monedas por la calle, además de un pasatiempo con el que distraer mi soledad crónica, era una excusa para caminar siempre unos metros más allá de donde el tedio empezaba a exigírme el retorno a casa. Encontrar monedas en la acera no es fácil. Hay lugares donde es más probable: entorno a las cabinas telefónicas, en los kioskos de prensa, bajo los automóviles aparcados. Pero hay que inspeccionar literalmente cientos de este tipo de lugares para dar con alguna. La frecuencia en los hallazgos parecía ser un buen indicador de las energías intangibles que moldean nuestro destino. Esos días felicísimos en que me encontraba una moneda de cien pesedas, una de esas parecidas a las monedas de chocolate que mi padre nos traía cuando éramos niños, parecían señalados en el calendario por alguna razón que se me habría de desvelar antes del ocaso. En mis paseos me hacía a veces preguntas que consideraba trascendentes. Por ejemplo: ¿podría ser cierto que ella realmente me quisiera?  Y encontrar casi acto seguido un puñado de monedas inadvertido para el resto de transeuntes parecía ser una respuesta claramente afirmativa. Era como un sucedáneo de ese clásico que es heshojar una margarita ¿Qué probabilidades hay de que una casualidad así suceda? Yo creo que una cantidad tan ínfima que a todos los efectos puede considerarse idénticamente nula. A veces tenía la inequívoca sensación de estar estableciendo algún tipo de diálogo, aun con aquel lenguaje tan tortuoso y parco en vocablos, con algún interlocutor inaccesible de otro modo. Como no me imaginaba a Dios hablando en el dialecto de los dineros, por más que la máxima afirme que "pecunia non olet", me persuadí de que quien respondía a mis preguntas y resolvía mis dudas era el espíritu de mi padre, muerto algunos años atrás durante un verano. Mi ángel guardián que solo podía mandarme guasaps durante mis paseos. Lo cierto es que ya no recuerdo el grado de acierto de aquel rocambiolesco oráculo. Tampoco las cuestiones que entonces le planteaba tienen ya especial interés para mí. No es que la vida no de respuestas, a lo mejor lo hace con demasiada profusión, es que con el tiempo las preguntas dejan de importarte y hasta olvidas en qué términos exactos las formulastes.

Los oráculos no siempre nos son favoables. Cuenta Herodoto en su tomo séptimo de su obra "Historia" que los adivinos del Oráculo de Delfos, consagrado al Dios Apolo, vaticinaron que para que los griegos pudieran salir victoriosos en la guerra contra el rey Jerjes debía ser sacrificado uno de los dos reyes de Esparta. Esa, y no otra, sería la razón por la que Leonidas decidió inmolarse junto a su guardia personal en el desfiladero de Puertas Calientes. Escogió entre lo más selecto de la infanteria espartana, siempre hombres con hijos varones para que su linaje no se extinguiese con ellos, toda vez que estaba claro que no iba a haber retorno en aquella expedición militar, y se sacrificó por el bien común, no ya en este caso el de la polis sino el de toda la Hélade. Por otro lado, el alarde de Las Termóplilas suponía también un intento de limpiar el baldón que suponía para Esparta el no haber participado en la Batalla de Maratón diez años atrás. Cuenta el anecdotario olímpico, en concreto el de la carrera de la maratón, que la distancia exacta recorrida en esta prueba, 42 kilómetros y 145 metros, conmemora al gesta del soldado Filípides, al que se le encargó transmitir la buena nueva de la victoria a los ciudadanos de Atenas, y que tras recorrer la distancia que separaba la playa donde tuvo lugar la batalla de la polis en un tiempo record verbalizar el mensaje que le habían encomendado ante sus conciudadanos, cayó exhausto al suelo, para morir a continuación de resultas de la enorme fatiga. lejos de mi intención parecer un marisabidillo, pero siempre me extrañó esta anécdota. ¿Tenían menos aguante los atletas de entonces que los de ahora? Es raro que nadie muera intentando correr una maratón hoy día, incluso los atletas no profesionales. ¿Qué sentido tiene forzar los límites cuando el mensaje que has de transmitir es positivo y no acarrea tanta urgencia hacérselo llegar a su destinatario como podría ser un mensaje de advertencia? Una petición de socorro podría ser más creíble. Y ese es el caso. En realidad el encargo de Filípides no era para Atenas sino para Esparta. La asamblea ateniense decidió enviar un mensaje de socorro a la otra gran polis griega ante el inminente desembarco del ejército persa cerca de sus murallas. La distancia entre ambas ciudades, 150 kilómetros, fue recorrida en 48 horas, un record que solo ha podido ser batido en una fecha relativamente reciente. Pero a Esparta la petición le "pilló" a trasmano. Inmersa en una de sus innumerables fiestas religiosas, creo recordar que una dedicada al dios Apolo, le resultaba del todo inconveniente hacer oídos a la súplica ateniense, aunque prometieron hacer lo posible por sus aliados en cuanto se vieran libres de compromisos. Si es verdad que el mensajero murió al llegar a su destino, y en este caso tiene más sentido por la enorme distancia, imagino que la respuesta la daría otro corredor, o tal vez Filípides fuera el soldado espartano encargado de transmitirla. Porque no queda claro consultando las diversas fuentes disponibles que ciudad representaba el punto de salida en aquella carrera y cual la meta, ni a cual de ellas pertenecía Filípides. El caso es que para cuando los lacedemonios se personaron en la playa de Maratón sus servicios ya no eran requeridos. Los hoplitas atenienses habían hecho literalmente cachitos el ejército de Dario I. La vergüenza es uno de los mensajeros más fiables que existen. Rara es la vez que no logra transmitir su mensaje al futuro y que no obtiene oportuna respuesta.

Con los años llegué a juntar más de veinte mil pesetas en monedita suelta, que fue cambiando a billetes con al paciencia del santo Job. Cómo era caudal escaso para mi primera idea de inversión, a saber: un anillo de compromiso -tampoco llegó a haber nunca un dedo femenino que pudiera lucirlo-, lo acabé empleando en los sueños de otro. Un préstamo que me solicitaron y que nunca me devolvieron. En todo caso el dinero, en sentido estricto, nunca fue mío. Ese es el mensaje que me transmitió la experiencia. Debí invertirlo en libros. Su mensaje es el único realmente imperecedero.

domingo, 14 de agosto de 2016

Coriolis



Coriolis

Nos lo tomábamos a broma. De repente, literalmente de la noche a la mañana, a mi padre le dio por aprender a preparar migas. No en balde se trata de un plato a degustar también en el desayuno. O con huevos fritos en la comida o con café en la primera ingesta matinal, esa es la versatilidad y el poderío de las migas. Y la rechifla que nos provocaba su nueva distracción culinaria no era porque dudáramos del interés de mi padre por el nuevo asunto que se traía entre manos, se había hecho asiduo a los programas de Arguiñano y ya dominaba la teórica sobre la colocación del perejil en el emplatado. No, no era eso. Era que la cocina, me refiero ahora a la cocina como ubicación geográfica, no como tarea o como modo de expresión artístico, siempre había sido para él territorio ignoto, un lugar agreste y peligroso, cuajado de trampas y recovecos en los que poder perderse, como la selva feraz del Darién lo fue para Vasco Núñez de Balboa. Tierra virgen, la purta de acceso a un océano austral. Tal vez pensara después de todo que había un mar en calma al otro lado de esa cordillera. El caso es que si querías verle zozobrar en mar gruesa solo tenías que mandarle a eso de las dos menos cuarto que pusiera la mesa. Hasta para acertar con la ubicación del cajón de los cubiertos necesitaba de un chivatazo. Pero perseveró en el nuevo empeño con voluntad de hierro. Con obstinación y con método. Tras probar diversos tipos de panes en las panaderías de la zona dio con el que más se acercaba a sus exigencias. Aprendió a miguear los chorizos, encargados ex-profeso en la carnicería del super, manejando la espumareda con un toque de muñeca, a saltearlos en la sartén con la intensidad de llama en los quemadores adecuada, a macerar durante horas la miga pulcramente troceada la víspera en la grasa que resbalaba y a voltear con paciencia de chef francés la oleosa y harinosa mezcla. Se convirtió en un auténtico artesano de ese plato inventado por pastores. Siguió habiendo risas, desde luego, pero los desayunos no volvieron a ser los mismos, mejoraron y se volvieron más coloridos. Le animamos a que prendiera a cocinar también ossobuco, "ahora que has cogido carrerilla y sabes donde está la aceitera y los pucheros", le decíamos, "prueba con algo más sofisticado". Pero no hubo manera. Aguantó estoicamente las puyas y siguió ejercitando su toque de muñeca. Era el significado de las migas en sí lo que le arrastraba hacia los quemadores, no un pasatiempo de fin de semana. Dos años después de aquel fervor gastronómico moría mi padre de un derrame inguinal catasfrófico tras una madrugada dantesca de ambulancias y hospitales. Después de aquello, cuando hubo distancia para mirar las cosas con calma, siempre he pensado que aquel arrebato, aquella necesidad de rememorar recuerdos del paladar, fue el tirón de su tierra extremeña en el último tramo de su vida. Lo he visto en otras personas. La tierra de lso ancestros de repente tira de forma irresistible cuando se acerca el desenlace. Los primeros recuerdos son los últimos en desvanecerse. Arden incluso más vivos en la hoguera de la memoria cuando todo lo demás ya es solo ceniza. Lo veo ahora en mi madre que tiene más fresco lo que ocurrió en su niñez hace ochenta años que lo que acaba de pasar hace quince minutos. La vida es meramente cerrar un círculo a mano alzada con una tiza sobre la suñperficie oscura de una pizarra. Es un trazo de arco cuyo punto distal se aproxima tanto más a su punto de arranque cuanto más firme es el pulso de la memoria. La simetría del tiempo es más un ardid geométrico que psicológico.

En Física se conoce como fuerzas ficticias aquellas fuerzas virtuales, esto es, aquellas fuerzas cuya existencia se pacta de forma teórica, aunque no sean reales, para tratar de explicar efectos imprevistos en la dinámica de los cuerpos. Darle nombre a aquello que no se comprende es una forma que tenemos de enfrentarnos a lo que nos rebasa o se nos escurre, como si nominar algo fuese una promesa de poder agarrarlo y domarlo. La fuerza ficticia más conocida de todas es la fuerza centrípeta, ese obtinación que tienen los cuerpos a posicionarse en la periferia de las cosas cuando el mundo rota sobre si mismo. En general, es cuando los cuerpos abandonan las trayectorias rectas y comienzan a trazar curvas es cuando sobrevienen los fenómenos anómalos que hay que neutralizar bautizándolos con nombres extraños. El matemático Gaspard Coriolis le puso nombre a uno de los efectos más extraños causados por la rotación terrestre. Cuando te explican este fenómeno en la universidad te cuentan la anécdota de que la aceleración de coriolis es la causante de que el agua de la bañera al vaciarse rote en el sentido de las agujas de reloj en el remolino que se forma en el agujero del desagüe. Es una propiedad de este hemisferio. En Chile y en el resto del hemisferio austral el agua se retuerce al quitar el tapón del lavabo en sentido contrario, como si quisiera desatornillar una tuerca o retrasar las manecillas del reloj que avanza demasiado presuroso. Pero la aceleración de coriolis no es solo un divertimento de salón, un chascarrillo que exhibir en el aula docente. La atmófera al verse sometida a su impulso genera los vientos terrales que explican todos los desiertos del planeta, desde el Sáhara hasta el de Mongolia, pasando por el de Atacama y el del Kalahari. También los vientos alisios que hicieron posible el descubrimiento de América primero y luego su conquista con naos impulsadas con velas en vez de remos, que era la forma habitual de impulsarse en el mar Mediterráneo. La aceleración de coriolis es una consecuencia del movimiento en espiral que la Tierra traza en torno al sol cada año.

Los desiertos no son un escenario habitual de las historias que nos narra el cine pero, aun así, hay prodigiosas excepciones. Lawrence de Arabia sopla para apagar la cerilla que ha encendido en su oficina de El Cairo y el fogonazo rojo de la llama que se extingue se convierte en la pantalla en un amanecer en algún lugar indeterminado de la Península Arábiga. Tal vez se trate del encadenado más inspirado de la historia del cine. Era una de las especialidades del Director David Lean, que convirtió el desierto cálido de Arabia en una metáfora visual del tormento de su protagonista, al igual que lo hiciera años después con el desierto helado de Siberia para el Doctor Zhivago. Lawrence de Arabia y Yury Zhivago son personajes que en sus respectivas peripecias vitales trazan espirales, rotan constantemente sobre si mismos creando fuerzas ficticias capaces de generar desiertos climáticos y vientos alisios que impulsan la singladura de quienes les rodean. Son al mismo tiempo motor del relato y elementos desertizantes.

"Paris, Texas", de Win Wenders. Opening Scene

Otro director que ha utilizado desiertos fríos y cálidos para sus metáforas es el alemán Wim Wenders. Pero sus personajes podrían considerarse la antétesis de los de David Lean. Si los de este último desbordan actividad, energía psíquica, fuerza vital, los de áquel rezuman pasividad, extravío, desmayo existencial. Los ojos negros de Zhivago, es decir, los de Omar Shariff, refulgen como el carbón de hulla en una caldera. En los de Lawrence incluso se asoma un atisbo de locura. El arranque de "París, Texas" es un prodigio de muda verbosidad. Sobre un paisaje desértico que se asemeja mucho a los exteriores preferidos de John Ford, esto es, a Monument Valley, vemos avanzar a un gombre, una figura diminuta, como fabricada a a una escala inadecuada para tan enorme escenario. Los encuadres de la cámara ni siquiera se mueven y ante la ausencia de vegetación en el suelo o de nubes en el cielo que pueda remover el viento se diría por momentos que lo que vemos es un foto fija. Solo el caminar del hombre, que progresa hacia un horizonte que le empequeñece procura movimiento en la escena, una pauta con la que poder medir el tiempo. La sensación de falta de progreso está subrayada por la insistente música de Ry Cooder, con unos latimeros tañidos de guitarra que repiten una y otra vez en los mismos acordes. Un primer plano delata los rasgos de Harry Dean Stanton en el papel de su vida, el de Travis. Luego le veríamos en situaciones menos airosas como, por ejemplo, ejerciendo de padre de la chica de rosa (Molly Rongwald). La mirada y el perfil del rostro de Travis son idéntivos a los de un halcón que se ha posado en un penacho rocoso cerca de él, como si Wenders quisiera hacer entender que Travis se ha mimetizado con aquel entorno en el que le acabamos de conocer. Apura el último traho de un bidón de agua que lleva como único equipaje y, tras deshacerse de él, sigue su camino, hasta una bar en el borde mismo del desierto, donde tras entrar, guarecerse en su penumbra y masticar hielo para saciar la sed, se desploma desmayado. Durante años me intrigó este arranque cinematográfico por un montón de preguntas legítimas que la escena suscita y que el posterior metraje de la película en absoluto aclara. Sabremos después que Travis desapareció hace cuatro años tras vivir un hecho traumático, que su retorno a la civilización viene acompañado de una amnesia total. ¿Cómo se posible que un hombre que ignora hasta su nombre, que lleva escrito en la cara el extravío emocional, la vacuidad absoluta, que tiene la mirada huera, haya sobrevivido a cuatro años de olvido de sí mismo en mitad de un desierto? Una vez más continente y contenido se identifican. Los años me acabaron por otorgar una explicación plausible. Ha sido tras decidir asumir su pasado que ha sobrevenido el choque emocional, la negación de todo, el quererse extraviar en la misma nada en la que camina por dentro. El desierto es la frontera entre el ayer y el presente, un lugar donde fuerzas fictícias generan vientos terrales que asolan el territorio del ánimo. Treavis ha de atravesar el desierto tejano para dejar atrás el pasado que le atormenta y acceder a un posible futuro partiendo de cero.

Un ya septuagenario Win Wenders acaba de rodar otra pequeña joya, "Todo saldrá bien", que parece una variante del mismo tema abordado en "París, Texas", hace ahora casi cuarenta años. La conexión entre ambos films es evidente. No dejan de ser puntos de vista diferentes de una misma anécdota desencadenante de una trama. En este caso sí somos testigos del hecho traumático que quiebra por dentro al protagonista, narrado además con una sutileza magistral, casi pudorosa. Paul Eldan, un escritor de relativo éxito, lleva una vida ensimismada. Su forma de ser parece hacerle difícil la conexión con la gente que tiene más próxima. Ni en la relación con su mujer ni con su padre parece haber hueco para la ternura, para la complicidad, para la felicidad en definitiva. Un día que vuelve a casa conduciendo en mitad de una tormenta de nieve - Toca ahora que estames en un desierto frío- por un camino vecinal en que la conducción es ciertamente problemática, sufre un percance. Un niño se arroja con su trineo desde una pequeña loma nevada junto a la carretera y aterriza bajo el chasis del todoterreno de Paul. Hemos sentido el golpe, justo en el momento en que el vehículo ha frenado. Aterrado por las previsibles consecuencias de lo que acaba de ocurrir, Paul echa pie a tierra para descubrir a un niño en aparente estado catatónico sentado sobre su trineo, junto a una de las enormes ruedas del coche. Aliviado al ver que el niño apreec compleatmente sano, intenta hablar con él, saber su nombre, donde vive, dónde están sus padres. Pero el niño se ha encerrado en un mutismo total, que quizás nos incomoda porque pone obstaculos en la narración, pero que entendemos. Dócilmente es conducido por Paul hasta una vivienda cercana, que éste supone su casa. Win Wenders se recrea en esta pequeña caminata que narra con una premiosidad y detalle que en ese moemnto no entendemos. Tras llegar a la edificación y llamar al timbre, una mujer le abre la puerta. Allí mismo, en el umbral de la puerta, le trata de eplicar lo sucedido, que todo ha quedado en un simple susto. La mujer, tan ensimismada como los otros dos personajes de la escena, mira a Paul como si en un primer momento no hubiera entendido sus explicaciones, y súbitamente sale de su letargo para preguntar con los ojos anegados de espanto por un segundo niño. Mientras ambos corren aterrorizados hacia la carretera, que cierra el encuadre, todo adquiere sentido, en especial la mudez del niño, que no ha quedado traumatizado por el momento de extremo peligro que acaba de vivir sino porque ha sido testigo del atropello de su hermano pequeño.

Los personajes de Wenders son demasiado livianos comparados con los de Lean -el libertador de Arabia del yugo del imperio otomano, el poeta ruso más relevante durante la Revolución de Octubre- como para que aceptemos que sus visicitudes tengan un peso significativo sobre su entorno. Para que las fuerzas ficticias creadas por sus giros vitales tengan entidad y sean creíbles como motores de cambio han de apoyarse en hechos dramáticos que puedan sacudirnos y conmovernos. La diferencia sustancial entre Paul y Travis es que mientras al primero el hecho traumático le sume en un marasmo emocional, coronado con una amnesia histérica, al segundo en realidad le permite realizar el trayecto contrario, salir de un estancamiento personal y adquirir impulso. Alcanzar una trayectoria rectilínea, por así decir, inercial, aunque no sea muy celérica. Amparado en su condición de escritor, Paul logra sobrellevar el drama y hasta sacerle partido profesional. La memoria de lo vivido al convertirse en palabra escrita se convierte en terapia emocional, al tiempo que le da un tema sobre el que escribir, un argumento cautivador para sus lectors. Incapaz de comunicarse con quines le rodean es a través de la escritura con la que logra establecer un canal de comunicación con sus semejantes, aunque se trate de desconocidos y sus seres queridos más inmediatos queden igual de lejos que siempre de sus palabras. Hay más veneno del que parece en la parábola de Wenders.

Con los años me ha sido necesario aprender a cocinar. Dicen que a la fuerza ahorcan y la jubilación de mi madre como cocinera familiar, se le había olvidado como preparar la mayoría de lso platos, fue la particular soga de mi cadalso. Desde entonces, con sorpresa, eso sí, he llegado a descubrir que la cocina tiene mucho más de trabajos manuales que de otra cosa. Al menos, la cocina de subsistencia que es la que yo practico. Hacer un gazpacho, pongo por caso, tiene mucho más que ver con los verbos mezclar, triturar, moler y filtrar, o un pisto manchego con los verbos, picar, trocear, remover y mojar, que cualquiera de los dos con los sustantivos inspiración, sensibilidad, paladar o arte. Creo que la dignidad masculina, incluso en la forma tan marcadamente machista en que la entendía la generación de mi padre, queda perfectamente a salvo dentro de las tareas que habitualmente comprende la cocina. No hay excesiva diferencia entre cocinar y practicar el bricolage, algo a lo que, por cierto, era en extremo aficionado mi padre. Entre atornillar y remover el contenido de una cazuela no hay excesiva diferencia. En ambos casos se practican movimientos dextrógiros, los que marca la aceleración de coriolis en el hemisferio en que nos encontramos. Pero ya he dicho que la explicación del arrebvato de mi padre había que buscarla en mi opiníonen una particular aceleración hacia el pasado causado por algún giro emocional repentino. El último trayecto lo concibo en espiral, hacia el centro de lo que uno es. Como desaguar del recipiente que nos contiene hacia algún conducto que no vemos, que discurre por la tramoya de la realidad, tal como las cañerías de desagüe discurren por las paredes de una casa. Lo que es extraño, lo que contradice mi intuición, es que ese movimiento espiralado sea en sentido contrario al de avance de las agujas del reloj, es decir, hacia el pasado. Como si nuestro cerebro supiese que ya no hay futuro y tratase de cerrar el círculo trazado con tiza a mano alzada cobre la pizarra.