sábado, 22 de agosto de 2015

Retorno al Prado (13) - El Prado en el exilio (4) - "El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck


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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)

Retorno al Prado (13) - El Prado en el exilio (4) - "El matrimonio Arnolfini" de van Eyck

Tenía dudas de abordar este escrito. A veces me pregunto si tiene sentido explicar lo que tanta otra gente ya ha explicado antes que yo, seguramente de forma más clara, completa y entretenida de lo que yo pueda ser capaz. No hace mucho la revista Jot Down publicó en su edición digital un artículo sobre el misterio de este cuadro, una de las joyas del Renacimiento Nórdico. De las comparaciones es difícil que me pueda salvar si la gente se empeña. Pero varias imágenes poderosamente sugestivas me atraían hacia el tema como la polilla a la llama -frase hecha que resulta muy pertinente en este caso, como en seguida se verá-. La primera de estas imágenes es la del Castillo de Binche, cerca de Malinas en la actual Bélgica, la residencia oficial de María de Hungría, hermana del emperador Carlos V y gobernadora de Flandes. En este palacio la tía de Felipe II reunió una de las primeras grandes colecciones de pintura de la historia del arte, que luego legó a su sobrino -su hermano desestimó reiteradamente el ofrecimiento, el muy botarate-. Entre los magníficos cuadros que logró reunir, algunas indiscutibles obras maestras de la pintura universal, como "El descendimiento" de Rogier van der Weyden, estaba el retrato que Jan van Eyck pintó de los esposos Arnolfini, un matrimonio de procedencia italiana pero que residía en Brujas. Los historiadores nos dicen que la visita al castillo de su tía impresionó vivamente al entonces príncipe Felipe, que visitaba los reinos de su padre para darse a conocer a sus futuros súbditos, estando como estaba tan próxima la abdicación del emperador. Fue un viaje de juventud que despertó todos sus sentidos y en esta etapa en concreto, la de Binche, se sembró la semilla por su pasión por la pintura. Por la relativamente modesta colección de su padre, que nunca fue un apasionado de la pintura y la veía más como una herramienta propagandística, conocía el arte italiano, en especial el veneciano. En Binche tuvo acceso al arte flamenco, que ya para siempre fue su preferido.

La segunda imagen es la del Alcázar de Madrid en llamas. En la Noche Buena de 1734 ardió la principal residencia de los reyes en Madrid. Dicen las malas lenguas que por culpa de los ayudantes de Jean Ranc -siempre son franceses los culpables de nuestras mayores desgracias-, uno de los pintores que se trajo Felipe V a España desde su tierra natal porque los que aquí había no le gustaban un pijo. Una fogata para paliar el frío de la madrugada en una estancia en la que estaban trabajando quedó olvidada, propagándose el fuego a todo el palacio. Parte de la inconmensurable colección de pinturas que atesoraba el viejo castillo quedó reducido a cenizas, salvándose otra parte por la rápida actuación del ejército de servidores. Entre los que se vieron indultados por el fuego estuvo "El matrimonio Arnolfini", que parece ser que perdió en el siniestro las dos tablas laterales -se trataba de un tríptico- y el marco, hecho que tiene su trascendencia, como ya se verá.

La tercera imagen es la de el campo de Waterloo el 18 de junio de 1815. El cuadro estuvo en la batalla que allí se libró aquel día, sobreviviendo a tan accidentado trance de milagro, porque quien lo portaba, un húsar del ejército británico, cayó gravemente herido. Esta anécdota me recuerda a aquella otra de "El Guardián entre el centeno", cuyo manuscrito, aun por terminar, portaba en su mochila J. D. Salinger cuando desembarcó en la primera oleada de ataque de la Playa de Utah, en Normandía, el día D, el 6 de junio de 1944. Algunas obras maestras del arte llegan hasta el presente de forma tortuosa y, a veces, casi milagrosa, haciendo frente a peligros innecesarios, lo que no supone un valor añadido en lo meramente artístico, pero si tal vez acreciente su valor como fetiches. Una novela es exclusivamente la historia que nos narra, da igual el soporte en que esté escrito. Todos las copias valen lo mismo que el primer ejemplar, salvo que este sea un manuscrito, y hasta esa posibilidad hemos perdido en la era de los PC portátiles, cuando ya prácticamente nadie escribe a mano. En el caso de los cuadros es justamente al revés, solo la primera versión tiene valor.

Siendo muy poderosas todas las anteriores, es la cuarta y última imagen la que más me atrapa, la que más incendia mi imaginación: Diego Velázquez contemplando el cuadro en una de las penumbrosas salas del Alcázar de Madrid. Como aposentador del rey era el encargado de la decoración del palacio. Era quien decidía donde y como habían de lucir cada una de las pinturas y elementos del mobiliario. Su trabajo le permitió disfrutar y estudiar, como si de su propia colección particular se tratase, la extensa pinacoteca de su señor Felipe IV. Y de la detenida contemplación del cuadro de van Eyck en concreto extrajo una de las principales ideas para sus Meninas.

¿Qué es verdad y que es mentira? No es por ponerse filosóficos pero esta es una de las cuestiones que uno acaba haciéndose inevitablemente tras documentarse en profundidad sobre este cuadro. Sobre él se han desenmascarado rápidamente mentiras descaradas, auténticas trolas de fullero, como la proferida por su penúltimo propietario para poder justificar el tenerla en su poder. Pero también se han puesto en cuestión lo que parecían verdades evidentes. "El matrimonio Arnolfini" es un buen ejemplo de que la reflexión excesiva siempre engendra la duda. Existen pocas verdades incontrovertibles, por no decir ninguna, lo que el diccionario denomina certezas, la teología dogmas y la ciencia axiomas. Pongo un ejemplo para que entienda mejor lo que quiero decir: ¿Está embarazada la mujer del cuadro? Quienes se ha pensado siempre que eran los que más sabían sobre esta obra, empezando por Erwin Panofsky, un peso pesado de la historiografía del arte, el erudito que arrojó luz por primera vez sobre esta enigmática obra de Jan van Eyck, siempre han sido de la opinión de que no. Hasta eso, que parece de cajón, se ha puesto en solfa durante siglos. Alguien que mire por primera vez el cuadro, por ejemplo, una mujer, que se supone que sabrá sobre embarazos más que nosotros los varones, con los ojos y la mente limpia de prejuicios, esto es, sin ninguna información previa, dirá de forma intuitiva enseguida que sí, que la mujer de verde está preñada ya de varios meses. Y, tal vez, si ha visitado la National Gallery acompañado del clásico marisabidillo que trae la lección aprendida de casa para lucirse ante su compañera, más aun si estamos ante un juego de seducción intelectual, la contradecirá en el acto, seguro de tener la doctrina comúnmente aceptada de su parte.
 
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 "Retrato de Giovanni Arnolfini" de Jan van Eyck (Gemäldegalerie de Berlín)

Pero vayamos de una vez al meollo, basta ya de preliminares. Redactar a veces es como relamerse antes de dar el bocado. Cuesta dar el primer mordisco porque apetece demorar los placeres para luego. Fue Erwin Panofsky, como hemos dicho antes, quien pareció descubrir los misterios que envolvían esta obra, de la que la National Gallery era incapaz de aportar un solo dato fiable sobre su significado cuando la expuso por primera vez. Para el erudito alemán estaba clara la identidad de los retratados: Eran, sin asomo de dudas para él, Giovanni di Arrigo Arnolfini y su esposa Jeanne Cenami. Contaba con una prueba aparentemente irrefutable para corroborarlo: Un retrato de Giovanni mano de van Eyck de la Gemaldegalerie de Berlín. Parece la misma persona. El parecido es rotundo. Y si el retratado era el señor Arnolfini, un rico comerciante de Brujas, la mujer había de ser sin duda su esposa Cenami, nacida en París aunque de ascendencia italiana, como su esposo, y de un linaje tan ilustre como el suyo en el ámbito  del comercio y las finanzas. En Flandes al inicio del Renacimiento los burgueses, ya no solo al nobleza o el clero, estaban empezando a ser destinatarios también de las obras de arte que se producían en los mejores talleres de pintura. Y ya no eran solo los asuntos religiosos los que motivaban los encargos. Afortunadamente sabemos muchas cosas sobre Giovanni di Arrigo Arnolfini por ser un personaje relevante en la corte de Felipe III el bueno, Duque de Borgoña, del que era pintor de cámara Jan van Eyck. Entre otras cosas sabemos con certeza, si es posible usar esa expresión en relación a algo que tenga que ver con esta historia, que nunca tuvo hijos, que su matrimonio con Jeanne no tuvo descendencia. Luego la mujer del cuadro no puede estar embarazada. Eso es lo que se ha venido diciendo desde que el cuadro cuelga en la National Gallery de Londres, que es una ilusión óptica, que el gesto de la mano en el vientre, tan propio de las embarazadas, solo es un gesto casual que acrecienta el engaño. Pero, ¿trataba de burlarnos van Eyck, o cometió un error? Cualquiera lo diría en un tipo tan minucioso y dotado para el detalle, como evidencia, sin ir más lejos, esta misma obra. ¿Tiene sentido que el matrimonio Arnolfini contemplara su retrato todos los días en su propia casa con semejante y cruel burla? Se ha dicho que la moda de la época inducía frecuentemente a esos errores. Que quieren que les diga, a mí, una vez he formado mi opinión al respeto, hasta la postura de la mujer vestida de verde, con los hombros cargados por el peso y la espalda arqueada, me parece la de una embarazada.

Pero, centrémonos en las certezas, que algunas hay. Es Panofsky quien explicó por primera vez el significado del doble retrato. Muestra una ceremonia de casamiento. Una muy peculiar vista con los ojos de alguien de hoy en día, porque tiene lugar en la intimidad de un hogar, suponemos que el de los contrayentes, y sin presencia de testigos -aparentemente- y, lo que es más significativo, sin que medie la intervención de un sacerdote. Panofsky nos da las claves al respecto en su obra "Los primitivos flamencos", uno de los libros más queridos por mí de mi biblioteca particular, y que consulto ahora mismo para tratar de explicar lo mejor posible este auténtico embrollo. El dato me ha sorprendido mucho: Hasta el Concilio de Trento la Iglesia no consideró como no válidos los matrimonios clandestinos. Según el dogma católico el del matrimonio es el único sacramento que no requiere ser dispensado por un sacerdote, sino que es otorgado por los propios contrayentes, que hasta el concilio podían ejercer como oficiantes sin necesidad de que mediara entre ellos un representante de la Iglesia. Dos personas podían concluir un matrimonio perfectamente válido desde el punto de vista del derecho canónigo en la más completa soledad. Evidentemente, era algo que podía ocasionar problemas ya que bastaba con desdecirse en público para que la boda perdiera su validez práctica. Se podía alegar amnesia interesada para que el matrimonio se disolviera a los ojos de todos: "¿Pero qué dice esta loca, que estamos casados? Anda ya. Ese bombo se lo ha hecho otro. Menuda golfa". Por eso desde el Concilio de Trento se impuso como requisito que el matrimonio se efectuase en presencia de un cura y dos testigos, y áquel en calidad de testigo cualificado, no como dispensador del sacramento, aunque las miles de bodas que hemos visto en la vida real, la televisión o el cine nos hayan inducido a creer otra cosa.
 
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 "El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle con la firma del autor

Para formalizar un matrimonio siguiendo el derecho canónigo, nos informa Panofsky, basta con tomar un juramento (fides), lo que comporta dos acciones: que los contrayentes junten la manos (fides manualis), y que el esposo levante la mano en actitud solemne (fides levata). Ambos gestos, que se realizaban en realidad en momentos distintos de el ceremonia, suceden en el cuadro de van Eyck en el mismo instante para que la imagen pueda recoger la totalidad de la ceremonia. El interés por convertir la obra en un acta completa explica la extraña firma del pintor. No pone su nombre o sus iniciales sino que dibuja su rúbrica, como si el lienzo fuese el papel en el que está redactado el contrato de boda, añadiendo un texto muy atípico: "Johannes de eyck fuit hic. 1434". "Johannes de Eyck estuvo allí", en vez de los habituales "fulanito de tal lo hizo" o "menganito de cual lo pintó", en referencia al cuadro, la fórmula usual en estos casos. Pero, ¿dónde se supone que estuvo Jan van Eyck? Pues en la escena que retrata, claro está. Y si estuvo allí, ¿por qué no lo vemos? En realidad sí que lo hacemos: En el reflejo del espejo cóncavo que hay colgado en la pared del fondo de la estancia. Este pícaro Jan... El truco del espejo nos permite ver aquello que se sitúa fuera del ámbito representado en el cuadro, lo que hay en el espacio ocupado hipotéticamente por un espectador cualquiera. Dos personajes se suman a la escena, y podemos verlos por encima de los hombros de los esposos, que vemos de espaldas -por cierto, el cuerpo encorvado de ella acrecienta mi convencimiento de que se trata de una embarazada-. Uno de esos personajes es el propio pintor, vestido de azul, con sus mejores galas. Como cualquier testigo en una boda, hace acto de presencia ataviado con su mejor traje -aun no se había inventado el chaqué- y luego firma el acta matrimonial. El otro es un desconocido, que algunos han querido ver como un cura, seguramente para evitar el supuesto desaire que supone que la ceremonia tenga lugar fuera de un templo y sin la presencia de un representante de la Iglesia.

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle del espejo cóncavo en al pared del fondo

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la fides manualis

Por si hay entre quien me lee algún fan del 11-M o algún nostálgico de la Segunda República, o del casi tan nefasto maremoto que supuso el gobierno de Zapatero, deberé aclarar que no estamos ante un matrimonio civil. Jan van Eyck dota de la máxima sacralidad al acto que representa en su cuadro, que rezuma religiosidad por todos sus poros. Aparte de una infinidad de detalles menores, más o menos discutibles, dos elementos en la composición corroboran esta afirmación. El primero es la única vela que hay encendida en el candelabro que pende del techo. ¿Por qué una sola? Panosfky tiene respuesta a esta pregunta: La única vela prendida simboliza a Jesucristo Onnividente, que se convierte así en un testigo más, no solo necesario sino ineludible, en toda ceremonia nupcial. Además, la vela era un elemento presente en toda ceremonia de juramento, en general. Más aun, la vela matrimonial fue el elemento que sustituyó en las bodas cristianas a la taeda clásica -rama de pino que se usaba como antorcha nupcial-. La llama simboliza a las dos personas que mediante la boda se convierten en una sola. La vela matrimonial era portada hasta el templo antes de que llegaran los novios o era entregada por uno de ellos. También se hacía prender en el hogar de los recién desposados para significar su unión. Hay quien ha argumentado que el que haya solo una vela encendida es solo una cuestión de economía domestica. Las velas en aquellos tiempos, aun las más baratas de sebo, no digamos ya las de cera, eran una artículo de lujo. Pero si de ahorrar se trata, ¿por qué encender una luz con el gasto que ello comportaba en pleno día? La luz que baña completamente el dormitorio de los Arnolfini no procede de la lámpara del techo sino del enorme ventanal situado al fondo a la izquierda, y de un segundo tal vez situado en primer término, fuera del campo visual representado en el cuadro, que se intuye por la sombra que arroja el cuerpo de Jeanne sobre la cama.

El segundo elemento son los zuecos de Giovanni y de Jeanne, que Jan van Eyck nos muestra en dos lugares distintos de la habitación. Los de él en primer término, a la izquierda. Los de ella al pie del mueble situado tras del matrimonio, en la pared del fondo, a la derecha de la cama. Es decir, ambos están descalzos. Descalzarse en un lugar sagrado es una tradición que proviene de un conocido pasaje de la Biblia, concretamente el capítulo 3, versículo 2 del Éxodo. Estando Moises conduciendo a su rebaño de ovejas por el desierto del Sinaí las llevó a pastar a las faldas del monte Horeb, también llamado monte de Dios, en busca de algo de hierba que pudiera crecer de resultas de la humedad arrancada al cielo por la sombra de la montaña. Se sentó a descansar, miró hacia lo alto de la ladera y vió lo que parecía una zarza ardiendo. Se llenó de asombro porque la zarza ardía indefinidamente, a pesar de que la estuvo contemplando un buen rato. "Esto es increíble", se dijo "voy a acercarme a ver por qué la zarza no se consume". Cuando Dios le vio acercarse le dijo:
"No te acerques más. Quítate las sandalias, porque estás pisando tierra santa"
En la pintura flamenca hay muchos ejemplos de natividades en las que aquellos que traspasen el umbral del portal de Belén para dorar al niño, reyes magos incluidos, lo hacen con los pies descalzos en señal de respeto por lo trascendente. Giovanni y Jeanne acceden a la alcoba nupcial porque en ese momento es lugar sacro. Están en presencia de Cristo, como atestigua la vela.

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la vela nupcial en la lámpara del techo

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de los zuecos de la esposa al pie del mueble situado junto a la cama

Si miramos el cuadro a través de los ojos de Erwin Panofsky lo que a primera vista parece sólo una escena costumbrista adquiere un hondo significado religioso, se impregna de mística, se convierte en una representación dónde todos los elementos tienen un significado oculto y trascendente, que resuena en la conciencia. Citemos algunos ejemplos: El espejo -que, por otro lado, es un objeto con un carácter religioso explícito, como evidencian las escenas de la pasión de Cristo que adornan su marco-simboliza la pureza, es el espejo inmaculado (speculum sine macula); Las naranjas situadas en el alfeizar de la ventana representan el estado de inocencia anterior a la caída del hombres -el asunto de Eva y la manzana se narraba a veces usando cítricos en vez de manzanas-; El perrillo faldero situado entre sus dos amos es el emblema de la fidelidad marital. Todo tiene un doble sentido en esta forma de ver "El matrimonio Arnolfini", como toda la pintura flamenca del primer Renacimiento. Hay quien recela de tal posibilidad y alega que está obsesión por los dobles significados es producto de la resaca padecida durante buena parte del siglo XX por el advenimiento de las teorías de Freud, que las naranjas son solo un alarde, como el de encender una vela en pleno día. Que se trataba de una fruta semi exótica en Flandes, carísima de adquirir en el mercado. Que el espejo es tan solo un síntoma de vanidad burguesa, como el aparecer ataviados con las mejores galas. Que el can no es más que un capricho habitual entre las señoras de bien en aquella época. Las objeciones son pertinentes, hasta cierto punto convincentes y son escuchadas con la debida atención, aunque ya aclaro que para mí lo que diga Panofsky va a misa. Cualquiera que haya estudiado un poco a los primitivos flamencos que se exhiben en el Prado, aunque de forma somera, como es mi caso, que se haya documentado sobre "El descendimiento" de van der Weyden, por ejemplo, sabe lo recargado en significados que es la pintura nórdica, casi más barroca que el propio Barroco.

Durante los primeros siglos del Renacimiento la pintura experimentó una doble revolución, producto de dos innovaciones aportadas por italianos y flamencos. Los primeros dieron por primera vez un tratamiento matemático de la perspectiva, que dejó de ser algo que se resolvía de forma intuitiva. Se llegó a la perfección en el trazado de la misma, siendo un buen ejemplo de esto "El lavatorio" del pintor veneciano Tintoretto, un verdadero atracón de líneas trazadas hacia su punto de fuga correcto, situado en el arco que vemos al fondo de la imagen, más allá de la lámina de agua surcada por pequeñas barcas de pesca. Los flamencos, por su parte, inventaron la pintura al óleo. Vasari llegó incluso a atribuir esta innovación a Jan van Eyck, aunque parece ser que, con la ayuda de su hermano Hubert, tan sólo perfeccionó la técnica. La mezcla de los pigmentos con aceites vegetales favorecía la mezcla de colores. El secado más lento de la pintura hacía posibles los retoques, trabajar más despacio, con mayor cuidado, rectificar colorido y dibujo. Era una técnica ideal para la pintura detallista. Buen ejemplo de ello es mismamente la obra que analizamos que, con seguridad, se ejecutó con la utilización de lupas y con pinceles de brochas diminutas. Con el tiempos unos aprendieron de los otros porque los pintores de las distintas escuelas estaban abiertos a las influencias foráneas, aunque abunden las novelas históricas cuyo macguffin es precisamente la técnica inventada por los flamencos, cuyo secreto guardan celosamente en la narración y que alguien quiere desvelar, con el correspondiente crimen cuyo esclarecimiento es lo que hace avanzar la trama. Anda que no habré visto resúmenes en contraportadas que ivan de ese tenor cuando escarbar en los anaqueles de las librerías era mi pasatiempo preferido. "El matrimonio Arnolfini" es un diez en el aprovechamiento de los recursos que proporciona la técnica de la pintura al óleo. Qué digo un diez, una matrícula cum laudae. Y un cinco raspado, por no ponerle un cate a uno de los grandes de la historia de la pintura universal, en la aplicación de la perspectiva, como puede comprobarse en el esquema que se adjunta.

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"El lavatorio" de Tintoretto (Museo del Prado)


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Hay que reconocer que la interpretación de Panofsky tiene algunas zonas de sombra, algunos cabos sueltos pendientes de ser resueltos. Pasemos por alto el embarazo de Jeanne. Ya sé que es mucho pedir, pero hagamos el esfuerzo. Aceptemos por un momento la teoría del efecto óptico causado por la moda de entonces. Centrémonos en otros aspectos de la escena. ¿Por qué la boda tiene lugar en el domicilio de la pareja? No era un requisito que se celebrasen en un templo, pero tampoco estaba prohibido. De hecho era lo habitual, lo más razonable. Más aun: ¿por qué tan pocos testigos?. No hay ninguno durante la celebración de la ceremonia. Los dos únicos que hay en la casa acceden a la alcoba tras completarse. ¿Se trataba de ocultar el enlace a los ojos de la sociedad de Brujas? Algunos intentos de explicación sobre este particular han fallado. Se ha hablado de posible adulterio, de que tan vez la mujer del cuadro no sea Jeanne Cenami, sino una segunda esposa ocultada a todos. No tenemos ningún otro retrato de la mujer con el que poder cotejar, como sí sucede con Giovanni  Arnolfini. En ese caso el embarazo no sería ningún problema. Me refiero desde el punto de vista de la interpretación de la obra, que ya sé que un hijo extramatrimonial es cosa seria, incluso en estos tiempos. No digamos ya recién salidos de la Edad Media.

También se ha dicho que el doble retrato es un conjuro para precipitar el embarazo de Jeanne. En esta interpretación tan audaz y, digámoslo todo, tan ridícula, lo que haría Giovanni al tomar la mano de Jeanne sería intentar leérsela para anticipar en las líneas de la palma un futuro retoño. Lo que es cierto es que el cuadro está cargado de símbolos que aluden la fertilidad, empezando por la pequeña talla de Santa Margarita, patrona de las parturientas, que remata la columna del cabecero de la cama -¿qué mejor lugar que ese?-. Es un detalle que no escapó al ojo clínico de Panofsky, aunque en su libro no explique cómo logró identificarla. Desde su vasta cultura le debió resultar fácil, algo inmediato. A mi me ha hecho falta consultar alguna enciclopedia que otra para ratificar la iconografía de la santa.

Santa Margarita de Antioquía para la Iglesia Católica o Santa Marina de Antioquía para la Iglesia Ortodoxa, es una mártir cristiana oriunda de Asia Menor. Hija de un sacerdote pagano, su madre murió al darla a luz, por lo que su progenitor la puso al cuidado de una nodriza, que no solo le dio su leche sino que la educó secretamente en la fe cristiana, entonces un credo proscrito. Eran los tiempos del emperador Diocleciano, uno de los varios que llenaron nuestras sesiones infantiles de cine con películas de cristianos martirizados en circos romanos. Ya hecha una mocita Margarita, con quince años, su padre descubrió con espanto que era seguidora de la secta del pez y la echó de su casa. Fue a vivir con su nodriza, que se gana el sustento sacando a pastar un rebaño de ovejas de otro dueño. Un día que la niña guiaba las reses por un campo cercano a la ciudad fué vista por el prefecto romano Olibrio, que en el acto quedó prensado de su belleza y su inocencia. Quiso saber si era libre o esclava. Cuando le aclaró que lo primero, y ante la imposibilidad de comprarla, le ofreció ser su concubina. Ella lo rechazó, por lo que enseguida asumió que era cristiana -un trato tan ventajoso solo podía ser rechazado mediando una moral estricta- y la mandó prender. Ya en cautiverio el prefecto intentó forzar su resistencia con amenazas y con lisonjas, con promesas y con quebrantos. Todo fue en vano. Ella se mantuvo firme a pesar de los maltratos a los que la sometieron sus carceleros, que fueron horrendos. El caso es que estando sola en su celda restañándose las muchas heridas, dice la leyenda que se le apareció el Diablo para atacarla. En la versión occidental del cuento el demonio tenía forma de dragón y la engulló de un bocado, pero dentro de sus tripas ella hizo la señal de la cruz con su mano derecha y fue vomitada, quedando como vencedora del duelo contra el mal. Por esta curiosa historia fue considerada patrona de las parturientas y se la representaba con un dragón, generalmente encadenado o postrado a sus pies, como es el caso en el cuadro de Jan van Eyck. Tiziano, por ejemplo, en una obra del Museo del Prado, la representa saliendo del vientre del Dragón tras sajar su panza desde dentro con un crucifijo. Es otra forma de narrar la historia.

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la imagen de Santa Margarita de antioquia en el cabecero de la cama

"Santa Margarita de Antioquía" de Tiziano (Museo del Prado)


Hay más alusiones a la fertilidad dispersas por el cuadro: Las sábanas rojas del lecho, que aluden a la pasión; Las naranjas del alfeizar, que aluden a la fertilidad del verano -en la tercera interpretación distinta de su presencia en lo que llevamos de escrito-; Al igual que las cerezas en la rama del árbol que apenas si se entrevé a través de la ventana abierta. Hay que tener vista de lince y mucha paciencia para percatarse del detalle, pero la obra bien merece todo el tiempo de contemplación que le dediquemos. Que los personajes lleven ropa de abrigo induce a pensar que hay una intención simbólica en estos dos últimos elementos frutales mencionados.


Detalle de las cerezas tras la ventana.
"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la rama de crezo en fruto que se ve a través de la ventana

Una tercera explicación a la aparente ausencia de testigos que se ha ensayado, tan peregrina como la anteriores, es la posibilidad de que se tratase de una boda morganática, es decir, entre personas de estratos sociales distintos, que pudiera haber remilgos en el señor Arnolfini a la hora de mostrar a su esposa en sociedad. Tal extremo que se ha descartado por completo. Uno y otro pertenecían a linajes burgueses del máximo pedigree. En todo caso, puestos  comparar, es posible que la posición social de los Cenami fuese superior a la de la familia del novio. En todo caso, la ceremonia se sabe que se celebró con el beneplácito de ambas familias. Siguiendo el hilo de este asunto se introduce un segundo punto de fricción en la interpretación de Panofsky. Está claro que el cuadro es algo más que un encargo hecho a un pintor por uno de sus clientes. El hecho de figurar como testigo, el tipo de firma, inducen a pensar en un regalo producto de la amistad -o, al menos, en el que se ha derrochado complicidad-, en la existencia de una relación cercana entre el artista y los retratados. Y no se tiene noticia de tal cosa. Es más, Giovanni Arnolfini, un tipo tan bien posicionado en la corte del Duque de Borgoña, parece demasiado hueso para un perro tan chico, como lo era un pintor, por más que su clientela estuviese formada por lo más granado de la ciudad de Brujas, incluyendo al propio Felipe el Bueno. Un pintor era bien poco en el quien es quien de cualquier sociedad de aquellos tiempos.

Por si no se venían acumulando suficientes dudas desde que fue formulada, en 1990, Jacques Paviot, un historiador francés, hizo saltar por los aires la hipótesis de mi admirado Panofsky. Descubrió en los archivos históricos del ducado de Borgoña el acta oficial de matrimonio de Giovanni di Arrigo Arnolfini y Jeanne Cenami. Resumiendo: Las fechas no cuadraban. La boda se había celebrado 13 años después de pintarse el cuadro -eso era un jaque- y 8 años después de morir Jan van Eyck -eso un mate-. Fue como volver a la casilla de salida después de caer en la casilla de la muerte en el juego de la oca. Hubo quien se agarró a un clavo ardiendo: ¿Y si se trataba de la pedida de mano? Habría sido un noviazgo ciertamente largo y los novios demasiado jóvenes en el momento de comprometerse, aunque todo era posible. En todo caso, la ceremonia de la petición de mano no era una ceremonia frecuente en aquella sociedad. Urgía buscar otros protagonistas. Se peinó todo el árbol genealógico de la familia Arnolfini. Se buscaron mancebos de la misma generación que Giovanni di Arrigo, toda vez que se contaba con un retrato en Berlín de un tal Arnolfini que coincidía en rasgos con el del esposo en el retrato de van Eyck. Se investigó a todos los primos residentes en Italia y en Bélgica.

El primer candidato convincente fue el hermano mayor de Giovanni, Michele, que se había casado con Elizabeth, una chica flamenca de origen humilde. Eso explicaría la boda "en secreto" y las facciones poco meridionales de la mujer retratada. Sin embargo, esa boda se habría celebrado según algunas fuentes en 1450. La segunda opción barajada fue Giovanni di Nicolao, primo de Michelle y el otro Giovanni. Algo mayor que ellos, se había casado en 1426 con Constanza Trenta, una muchacha toscana de apenas 13 años. Tenía 21 cuando se pintó el cuadro. Hasta ahí todo bien. Ahora vienen las objeciones: Constanza era sobrina de Lorenzo de Medicis, así que casarse con ella era algo que pregonar y no que ocultar a los convecinos; Tampoco este matrimonio tuvo descendencia; y, lo que parece descartar definitivamente esta opción, la madre de Constanza, Bartolomea, había escrito a su cuñado Lorenzo de Médicis una carta en la que le informaba de la muerte de su hija, un año antes de finalizarse el cuadro. A pesar de los evidentes inconvenientes, a esta tesis se apunta el experto en arte de la National Gallery Lorne Campbell, con un par, para quien el cuadro no representa una ceremonia nupcial sino simplemente una escena de carácter doméstico sin más trascendencia.

Tampoco había tenido descendencia esta pareja. Ahora bien, hay una idea que me ronda la cabeza. Sabemos que el cuadro pasó a manos de don Diego de Guevara, el embajador español en Flandes, al comprárselo a los herederos directos de los retratados apenas una o dos generaciones después. ¿Quién vendería el retrato de sus padres, o de sus abuelos, por muy bien que le pagasen? Además un retrato que enseguida adquirió fama. En el mismo Museo del Prado hay una prueba de ello, que ya abordaremos más adelante. Pienso que don Diego le debió resultar más fácil la adquisición si el propietario era un pariente lejano antes que un hijo o un nieto, en cuyo caso la falta de descendencia se convierte más en un dato a favor que en contra.

Diego de Guevara, que había sido consejero de Felipe I el Hermoso, rey de Castilla, murió en Flandes, donde vivió la mayor parte de su vida, legando a su hijo Felipe una exigua pero selecta colección de pintura de autores flamencos, parte de la cual, incluyendo "El matrimonio Arnolfini", fue a parar primero a manos de Margarita de Austria, la tía de Carlos V, y después a la heredera de ésta, Margarita de Austria, hermana del emperador. Fue en el famoso castillo de Binche, residencia de la regente de Flandes, donde Felipe II viera el cuadro de van Eyck, junto a otras maravillas, como el "El descendimiento" de van der Weyden, o la serie de las Furias de Tiziano, y despertó su pasión pro el arte, convirtiéndose a partir de entonces en ávido coleccionista y, de facto, en el fundador y precursor de la colección que hoy atesora el Prado.

Cuando María abandonó su cargo de regente de Flandes para reunirse con sus hermanos Carlos y Leonor, que estaban en España, donó su colección de pintura a su sobrino, pasando "El matrimonio Arnolfini" a formar parte de las colecciones reales. Es exhibido desde entonces en el Alcázar de Madrid, donde un diplomático alemán de paso por la corte española dijo haber visto la obra, con una extraña inscripción en latín en su marco:
"Mira lo que prometes: ¿qué sacrificio hay en tus promesas?
En promesas cualquiera puede ser rico"
Se trata de unos versos del "Ars amandi" de Ovidio. Este detalle es importante porque agrega un nuevo elemento de misterio al cuadro. Para entendernos, el libro de Ovidio era algo así como un manual de seducción para varones, consejos prácticos para llevarse al huerto a jovencitas incautas, un poemario pícaro e irónico, a ratos cínico, cuyo carácter en principio casa mal con la solemnidad de la escena que retrata van Eyck. Los dos versos del marco hacen referencia a los milagros que procuran las promesas. Prometer es fácil, nos dice Ovidio, todos somos ricos en promesas o, dicho de otro modo, prometer no cuesta nada, y su efecto en las féminas es sorprendentemente efectivo y rápido.

En 1734, justo cuando la obra cumplió 300 años, el Alcázar se incendió, y aunque el cuadro de van Eyck se salvó perdió las tablas laterales y el marco. Años después, pasó a formar parte del mobiliario del Palacio Real que mandó construir Felipe V, donde permaneció hasta que desapareció durante la Guerra de Independencia. Finalizada la pesadilla de las Guerras Napoleónicas "El matrimonio Arnolfini" volvió a dar señales de vida. Su nuevo propietario era un oficial del ejército británico, el escocés James Hay, coronel de una de las brigadas se caballería ligera del ejército del Duque de Wellington. Para justificar el tener en su poder semejante joya artística aseguró habérsela comprado al propietario de la casa en la que estuvo convaleciente tras Waterloo, batalla que tuvo lugar en una pequeña localidad cercana a Bruselas, es decir, en territorio belga. Herido en la batalla, afirmó que en una de las pardes de la habitación donde se había recuperado de sus heridas colgaba el cuadro, y tanto le había gustado que insistió en comprárselo a su anfitrión cuando fue dado de alta. Ahora el ardid nos hace sonreir, pero parece ser que nadie lo puso en duda antes de que fuese demasiado tarde. El quid de la cuestión está en que Hay también estuvo presente en la batalla de Vitoria. Allí debió saquear el cuadro de uno de los vagones del equipaje del Rey José Bonaparte. Juan Antonio Gaya Nuño se apuntó a otra opción menos verosímil pero, por la misma razón, mucho más novelesca y sugerente: Que fué robado del Palacio Real de Madrid por algún general bonapartista -él sugiere Belliard-, aprovechando su pequeño tamaño, que lo hacía más fácil de ocultar, y que en Waterloo cambió de dueño. Aunque quien robase a un ladrón tuviera cien años de perdón, dicho periodo de absolución ya habría expirado hace mucho tiempo.

Llevado tal vez por los remordimientos, aunque me cuesta creerlo, o quizá con la intención de darle una patina de respetabilidad a su botín de guerra, Hay decidió cedérselo al príncipe regente Jorge IV, quien tuvo expuesto el cuadro en Carlton House durante dos años. Transcurridos éstos, el botín fue devuelto al coronel escocés, quien a esas alturas parecía tenerle ya poco apreció. Se lo cedió en depósito a un amigo, desentendiéndose definitivamente de él. En 1842, recién creada la National Gallery, el cuadro salió al mercado, siendo adquirido por el museo londinense por 730 míseras libras. Fin de la historia. El paso de Napoleón por España fue una verdadera hecatombe para nuestro patrimonio cultural. Con lo robado en el solar patrio en aquellos tiempos por el ejército francés el Louvre y, sobre todo, la National Gallery de Londres consiguieron armar sendos discursos expositivos que no desentonan del todo si se comparan con el del Prado. Me pregunto cuál sería el nivel del museo madrileño si nosotros hubiéramos sido tan ladrones como los ingleses y los franceses cuando tuvimos un imperio. Excelso, supongo. Bueno, eso ya lo es aun con los restos del naufragio que ha supuesto el paso de los siglos.

Hace apenas una década, ayer como quien dice con los plazos de tiempo que manejamos, Margareth L. Koster, una historiadora del arte y escritora anglo-americana, proponía en su artículo "The Arnolfini Double Portrait: A Simple Solution" una nueva forma de interpretar el cuadro, no solo sencilla, como indica en el título, sino también elegante y bastante convincente. Koster se apunta a la trocha abierta en la jungla intransitable por Campbell y por ahí traza la trayectoria de su propuesta: Los retratados serían Giovanni di Nicolao Arnolfini y Constanza Trenta y lo representado no sería una boda sino un acto de exaltación conyugal. Constanza estaría en estado de buena esperanza y para ratificarlo aporta algunos signos más a los ya descubiertos por Panofsky (la imagen de Santa Margarita). Así, advierte de la presencia de un dosel rematando la cama y de una alfombra turca a los pies de la misma, elementos habituales en los dormitorios de las parturientas para que pudieran recibir visitas. Hace notar asimismo que el tocado y el peinado de Constanza se corresponden con los de una mujer casada, no con los de una virgen en sus esponsales. Además, se fija en la diferencia de colorido entre los dos esposos. Ella va de verde y azul, su ropa está llena de alegría. Él viste con tonos apagados. Podemos suponer que normalmente vistiera más jovial si nos fijamos en el retrato de Berlín.

Para Margaret Koster estamos ante lo que en un principio iba a ser una exaltación de la fidelidad marital, un regalo de Jan van Eyck a su amigo para mostrarle las bondades de la vida conyugal. Sin embargo, la muerte de Constanza dejó en el limbo la obra durante un tiempo, siendo retomada después de muerta ésta y adquiriendo otro sentido. La reflectometría de la obra realizada por los servicios de conservación de la National Gallery aportó varios indicios que indicaron que Koster iba por el buen camino. Hay dos arrepentimientos (pentimentos) muy significativos en el cuadro. Uno se refiere al espejo, que no estaba en una primera versión e incluso fue modificado a último hora. El otro se concreta en el gesto de la mano derecha de Giovanni di Nicolao, que en un principio era más frontal, con la palma dirigida hacia el espectador, como en una actitud de estar prestando juramento (fides levata), y en la versión final está girada, como si estuviera bendiciendo a su esposa.


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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle del gesto de la mano de Giovanni y reflectometría

En medio de la imagen idílica hay signos premonitorios de lo que va a suceder, como si fueran elementos pesadillescos que se colaran en un sueño placentero. El demonio tallado en el mueble que hay detrás de la pareja, que vemos justo donde enlazan sus manos. De las escenas de la pasión de Cristo representadas en el marco del espejo, las que quedan tras Giovanni son escenas de vida, mientras que las que quedan tras Constanza aluden a la muerte y la resurrección. La resurrección que llegará tal vez al final de los tiempos y tras la que podrían volver a reunirse.

¿Y si el cuadro, que en un principio solo trataba de mostrar la perfección en la unión de los dos personajes por el vínculo del matrimonio, de pronto careció de sentido tras morir Constanza de resultas del parto? ¿Y si van Eyck, por propia iniciativa o a instancias de su cliente, cambió su sentido y lo convirtió en un homenaje a la mujer muerta? Visto desde esta perspectiva, cierta calidez que subyace en el cuadro a pesar de su aparente frialdad, brota de pronto como un manantial. Ese gesto de sumisión de Constanza que muchos han querido ver en su forma de inclinar levemente la frente, su mano apoyada en el vientre hinchado, sus hombros ligeramente encorvados, su mano yerma sobre la de su esposo, a mi me sugieren dulzura, fragilidad que reclama ternura. El gesto de él no puede ser más que serio, como el color de sus ropajes. Nos muestra a su esposa y nos dice: "Hubo un tiempo en que tuve la felicidad a mi alcance. La vida promete muchas cosas, porque prometer es fácil". ¡Hasta la inscripción de Ovidio adquiere sentido! Y de ese estado perfecto de las cosas fue testigo van Eyck. Lo fue y lo ratifica con su firma: "Yo estuve allí". Y lo está en sentido metafórico dentro del cuadro a través del gadget del espejo.

Archivo:Las Meninas, by Diego Velázquez, from Prado in Google Earth.jpg
"Las Meninas" de Diego Velázquez (Museo del Prado)

Y es aquí cuando me imagino a Velázquez contemplando el cuadro durante largos ratos, meditando sobre lo que ve. Hay un eco claro en sus Meninas de "El matrimonio Arnolfini". El mismo truco del espejo, que refleja a unos personajes que irrumpen en la escena. Aunque no son advertidos por el espectador del cuadro si lo son por algunos de los personajes retratados en el mismo. Lo mismo ocurre en "El Matrimonio Arnolfini": La pareja, demasiado absorta en ella misma, ni se inmuta, pero el perro avanza unos pasos y se pone en posición de alerta. Está a punto de ladrar. Alguien ha invadido la habitación y tan solo defiende su territorio, aunque sin alejarse demasiado del amparo de sus amos. La reacción de los personajes del cuadro en la obra de Velázquez es más evidente. Pudo meditar tranquilamente la forma de intensificar el efecto. Podemos colarnos en el obrador de Velázquez, viajar en el tiempo hasta el instante que refleja el cuadro, del mismo modo que podemos emerger en la alcoba de Constanza, a través del espejo del fondo. Pero mientras en "Las Meninas" el reflejo no somos nosotros sino los reyes y nuestro guía ya ha realizado el viaje, se nos ha adelantado, en "El matrimonio Arnolfini", el guía nos lleva de la mano. Podemos ser perfectamente el personaje de identidad desconocida que traspasa el umbral del dormitorio tras Jan van Eyck, podemos acceder a la habitación para poder dar fe también nosotros de que estuvos allí, como el pintor de Brujas. Ambos cuadros son lo que en otro escrito del blog denomino hipercubos.

¿Ubicó Velázquez en su cuadro un mastín español hierático, impertérrito y paciente como respuesta al grifón belga expresivo, nervioso y asustadizo que había colocado van Eyck en el suyo? ¿Ubicó dos personajes estáticos en el reflejo de su espejo como respuesta a los personajes en movimiento que e ven en el espejo de van Eyck? Quizá el diálogo entre ambas pinturas sea más profundo de lo que suponemos. Es un lugar común afirmar que Velázquez tomó como préstamo para su obra maestra el espejo de "El matrimonio Arnolfini". Ambas obras están interconectadas y eso hace aun más doloroso el exilio en Londres de la obra del pintor flamenco.

Hay otro cuadro en el Prado que incluye el truco del espejo. Cuatro años después de ser concluido, firmado y datado el cuadro londinense, Robert Campin incluyo un espejo en su tríptico de Werl, llamado así por ser su donante, el franciscano y catedrático de Teología de la Universidad de Colonia Enrique de Werl. La tabla central se extravió hace mucho, pero el Prado conserva las tablas laterales. La de la derecha es una imagen de Santa Bárbara que por su actitud -se nos aparece absorta leyendo un libro religioso-, durante mucho tiempo se creyó que era una Anunciación, con la imagen de María justo antes de aparecérsele el Arcángel San Gabriel. El ala izquierda es un retrato del donante, que reza mirando hacia la escena de la tabla central, tal vez una Virgen con el niño Jesús, y que está custodiado mientras ora por su patrón San Juan Bautista.


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Alas laterales del "Típtico de Werl" o "Santa Bárbara" y "San Juan Bautista con Enrique de Werl", de Robert Campin (Museo del Prado)

En el panel que cierra lo que parece la celda de un convento hay colgado un espejo, cóncavo, como el que pintara Jan van Eyck, y que refleja el ámbito del espectador, como el de "Las Meninas" y el de "El matrimonio Arnolfini". En el reflejo podemos ver en primer término a San Juan Bautista y tras él a dos franciscanos, uno de ellos de pie y el otro arrodillado -también dos personajes, anónimos y que por ello pueden suplantarnos-, como maravillados por la aparición, a la que es ajeno Enrique de Werl.

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"San Juan Bautista con Enrique de Werl", de Robert Campin (Museo del Prado)
Detalle del reflejo en el espejo

En algunos libros puede leerse que tal vez Velázquez robase la idea a Robert Campin y no a van Eyck, o tal vez a los dos. Es una posibilidad sugerente, pero dl todo imposible ya que los dos paneles del tríptico de Werl fueron adquiridos para la colección real por Carlos IV, es decir, siglo y medio después de morir el pintor sevillano. El óleo de campin es más bien indicio de que "El matrimonio Arnolfini" debió adquirir sobrada fama como para que una obra residente en Brujas, además de ámbito privado, tuviese eco en la ciudad de Tournai. Robert Campin fue maestro de van der Weyden, pero estuvo abierto a las influencias de su discípulo, que le hizo crecer como artista. También a las de van Eyck. La lástima es que en al misma sala donde cuelgan las obras maestras de los dos pintores de Tournai, mi sala preferida del Prado, la 58, es donde muy probablemente colgaría el mayor tesoro de la National Gallery, si un mangante inglés, James Hay, no hubiese robado a un amante de lo ajeno francés, ya fuese Belliard o Pepe Botella.

domingo, 9 de agosto de 2015

Retorno al Prado (12) - El Prado en el exilio (3) - Las poesías de Tiziano (1) - "Danae recibiendo la lluvia de oro"



"Danae recibiendo la lluvia de oro" de Tiziano (Apsley House, Londres)

El Prado en el exilio (3) - Las poesías de Tiziano (1) - "Danae recibiendo la lluvia de oro"

Debo reconocer que en las dos primeras entregas de la serie "El Prado en el exilio" he hecho algo de trampa. Ninguna de las dos obras elegidas se ajusta del todo a los parámetros que yo mismo fijé para este conjunto de obras de gran relevancia "arrebatadas" a la colección que fue la precursora de la que hoy conforma el museo. En realidad el retrato de Juan de Pareja, pintado por Velázquez en Roma, se quedó en Italia al regreso del pintor a Madrid. Esta obra ni siquiera ha llegado a estar en España nunca, y eso que ha recorrido mucho mundo. En el año 1704 aparece en el inventario de la colección de monseñor Ruffo, un servidor del papa del momento. Más adelante, tal como advierte Carl Justi en su monografía sobre el pintor sevillano, "Velázquez y su siglo", debió pertenecer a la colección del cardenal Trajano de Acquaviva, porque Francisco Preciado de la Vega, un pintor andaluz del último Barroco, que llegó a ser director de la Academia Española de Roma, creyó ver la obra en el palacio del eclesiástico en 1765. A finales del siglo XVIII se sabe que está en Nápoles y en el XIX viaja a Londres, donde circula por diversas colecciones privadas, hasta que finalmente es subastada por Christie's en 1970, partiendo rumbo a Nueva York, su morada definitiva. Difícilmente se puede considerar este cuadro como sustraído al patrimonio español o hurtado por las vicisitudes del tiempo y los avatares de la historia a la "proto-colección" del Museo del Prado, pero su ligazón emocional con él es tan evidente que no he podido resistirme a forzar un poco los límites. Ojalá el Prado pudiera competir con los museos de su categoría, suponiendo que haya alguno que puede considerarse su igual, en esto soy un tanto chovinista, me temo, a la hora de adquirir alguna de las obras que circulan por el mercado de subastas. El Metropolitan siempre adquiere aquello que se le antoja, o casi siempre, y se le suelen antojar muchas cosas, y de extraordinaria calidad y relevancia. El retrato debería estar colgado en la sala XII del Prado, pero no fue posible.

Otro tanto puede decirse del retrato de Margarita de Saboya, pintado por Sofonisba Anguissola, aunque en este caso el salto en el vacío no es tan grande. Es bastante probable que el cuadro fuese pintado para Felipe II, el abuelo de la niña, un tipo muy sentimental y amante de su familia, hasta el extremo de acoger en su corte a dos medio hermanos, hijos de relaciones extramaritales de su padre, aunque los libros de historia nos hayan querido hacer ver otra cosa y prefieran presentárnoslo como el demonio del medio día, capaz de ordenar asesinar a su propio hijo. También es muy probable que la obra perteneciese aun a las colecciones reales en tiempos de Felipe IV si se acepta que le sirvió de inspiración a Velázquez para un detalle concreto de "Las Meninas", o que estuviese en la colección de algún noble en un lugar accesible para el pintor. En todo caso su pertenencia la "proto-colección" del Prado es dudosa. Se trata más bien de un deseo. Su pertenencia actual a la colección del Marqués de Griñón ofrece la esperanza de que en algún momento del futuro más o menos próximo pueda acabar integrado en las colecciones del Prado. No todo está perdido en este caso, como pasa con el retrato de Juan de Pareja. A ver quién es el guapo que le arrebata a los yanquis algo que se les ha antojado y ya está en su poder.

En esta tercera entrega nos metemos de lleno en materia, sin trucos, sin atajos ni apaños. Había pensado en un principio abordar de una tacada todas las poesías de Tiziano, pero es mucha tralla, y luego me entra complejo de aburrir a las piedras. La "Danae recibiendo la lluvia de oro" tiene suficiente entidad para abarcar una sola entrega. Hay mucho que contar sobre ella. Además, ha sido recientemente objeto de una exposición monográfica en el Museo del Prado, una de esas en formato reducido que han abundado en los años de crisis económica en que no había presupuesto para grandes saraos. La muestra apenas la integraban tres obras, y dos de ellas habitualmente se exhiben en la colección permanente. La tercera, obra venida de Londres, préstamo en realidad para la muestra de una colección particular británica, sería la candidata perfecta a formar parte de "El Prado en el exilio". Un ejemplo de manual de lo que quiero describir en esta serie de artículos, como podrá comprobarse.

La Danae forma parte de un conjunto de seis obras conocidas como "Las poesías de Tiziano". Este grupo de cuadros fue un encargo de Felipe II, cuando aún era príncipe, al artista predilecto de su padre, el emperador Carlos V. La ejecución de la serie abarcó varios años y se extendió en el tiempo hasta bien entrado el periodo de su reinado. En un principio el pintor veneciano había planeado realizar ocho obras, organizadas por parejas, pero de la última de ellas solo se ejecutó un lienzo, que además no acabó en manos del rey español. Así que las poesías de Tiziano, como tales, terminaron siendo tres parejas, que llegaron a lucir juntas en una misma habitación del Alcázar de Madrid durante dos siglos y medio. Se ha tratado de minimizar la aportación de Felipe II en el diseño de la serie, sobre todo por parte de los expertos en pintura anglosajones. La idea que se tiene del monarca, sobre todo al trasluz de la Leyenda Negra, que con él si inicia, es la de un hombre en extremo intransigente, de moral austera, pacato y provinciano, poco abierto a las corrientes intelectuales de su tiempo, y esa visión encaja mal con la temática de las poesías, donde los relatos mitológicos son solo una excusa para poblar los cuadros de desnudos, en especial femeninos. El sesgo marcadamente erótico de las obras que componen las poesías de Tiziano casan mal con el estereotipo de Felipe II que más éxito ha obtenido en la historiografía. Pero lo cierto es que Felipe II fue un ávido coleccionista de cuadros de tema mitológico. Es más, las poesías de Tiziano tienen un precedente que obraba ya en las colecciones reales, adquiridas por el emperador Carlos V. Me refiero a la serie de Correggio sobre los amores de Júpiter -un eufemismo en realidad de lo que en realidad representan las obras: diversas agresiones sexuales del rey del Olimpo, que no era otra cosa que un violador en serie-, compuesta por cuatro lienzos, también ejecutados para ser vistos en una misma sala y dispuestos por parejas, idea esta última que bien pudo tomar prestada Tiziano para su encargo filipino. Felipe II participó activamente en la tormenta de ideas que se estableció entre el artista y su cliente de forma epistolar a lo largo de los años. Que el número de cartas de las que se tiene noticia escritas por el primero sea muy superior a las escritas por el rey puede deberse a que las de este no han sobrevivido en los archivos, o aguardan a ser descubiertas en el laberinto de papel o, simplemente, a que las ocupaciones y preocupaciones de Felipe II eran mucho más numerosas y diversas que las del pintor y, por tanto, el tiempo disponible para pensar en el asunto, notablemente inferior. Pero en absoluto se sostiene la idea de que Felipe II fuese un mero sujeto pasivo en la confección de las poesías. Lo que si que ha de quedar claro es la intención erótico del lote completo, al menos para Tiziano, quien en una de sus misivas informa al monarca de que su segunda obra, "Venus y Adonis", mostrará un desnudo posterior de la diosa, toda vez que el de Danae en el cuadro que inicia la serie es frontal.

El término poesías alude a una idea muy extendida entre los pintores del Renacimiento. Hasta la Edad Media el oficio de pintor era considerado una mera tarea mecánica, prejuicio contra el que luchan con éxito los artistas del Renacimiento. A éstos les gustaba equiparar su oficio con el de la poesía, un arte cuya naturaleza intelectual nadie ponía en cuestión. Un poema es la consecuencia de la plasmación verbal de una idea, mucho más que el resultado de la labor mecánica de deslizar la pluma entintada sobre el papel en blanco. Del mismo modo, a los pintores del Renacimiento les gustaba pensar que sus obras eran la consecuencia de la plasmación visual de una idea y no meramente el resultado de la labor mecánica de deslizar el pincel impregnado de pigmentos de colores sobre el lienzo en blanco. La pintura aspiraba a ser considerada como un arte con mayúsculas, dejar de ser tenida como un oficio meramente artesanal, como el de un carpintero o un albañil. Esa condición ya la habían logrado en Italia en tiempos de Tiziano, pero tardó aun un siglo en ser conquistada por los artistas españoles. Sería la generación de Velázquez, con el sevillano y Alonso Cano como principales artífices, quienes alcanzarán el logro. Pero esa es otra historia que tal vez algún día cuente aquí mismo.


"Venus y Adonis", de Tiziano Vecellio (Museo del Prado)

Para la primera pareja de poesías, entregadas a Felipe II a comienzos de la década de los 50 del siglo XVI, Tiziano se sirvió de modelos de su propia elaboración, que remasterizó para tratar de ajustarlos a los gustos y a la particular identidad de su cliente. Ese dúo inicial lo formaron un cuadro del que ya hemos hablado: "Venus y Adonis", y "Danae recibiendo la lluvia de oro". La primera de las obras citadas es la única que sobrevivió en las colecciones reales españoles hasta la formación del Museo del Prado. El resto están esparcidas por medio mundo, sobre todo el anglosajón, y hay que ir a museos de EE.UU., Las Islas Británicas o Austria para poder contemplarlas. La segunda se pensó durante mucho tiempo, en realidad hasta ayer mismo, como quien dice, que también había sobrevivido en Madrid a los embates de la historia, pero esa esperanza fue vana. Existe una Danae en el Prado pero, aunque entereamente autógrafa de Tiziano, no es la que el veneciano pintó para formar parte de las poesías filipinas. La Danae de Madrid difiere en formato del resto de poesías, razón por la que debería haberse puesto en duda su identidad, pero en ausencia de otra candidata hasta hace muy poco para completar la serie se prefirió no poner en cuestión su pertenencia al conjunto. Ya habrá tiempo más adelante de explicar esto en detalle.

Como ocurre con las "poesías de Correggio", "Danae recibiendo la lluvia de oro" relata una historia de los amores de Júpiter -Zeus para los griegos-. Al rey de Argos, Acrisio, le había sido vaticinado por un oráculo que habría de ser asesinado por un nieto suyo. Como solo contaba con una hija, Danae, y ésta era virgen aun, ideó el más simple de los planes para eludir su aciago sino. Descartado felizmente el parricidio, la otra opción era convertir en una inmaculada a su hija. La encerró en una torre donde al aisló del resto del mundo, en especial de los varones del reino. Pero Zeus, para quien no existían barreras, contempló un día a la muchacha y se prendó de su belleza. Para burlar la vigilancia, escalar los muros de la torre y poder penetrar en el dormitorio de Danae por un ventanuco -una grieta en el techo según otras versiones a las que no atiende Tiziano- se transformó en una nube de oro. Como lluvia de esta nube pudo fecundar a la joven ninfa, arreciendo sobre su sexo como el furor sexual de un aguacero. Esta historia ya había sido narrada por otros artistas antes que Tiziano, por el propio Corregio en su serie de poesías, y lo sería por muchos otros después de él. Gustav Klimt, por ejemplo, pintó una primorosa versión en la que pudo dar rienda suelta a su predilección por los tonos dorados en sus composiciones y por las expresiones de placer en los rostros femeninos. En su cuadro, Danae cabalga el chorro de monedas en una imagen cargada de energía sexual.

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"Danae" de Gustav Klimt (Galerie Würthle, Viena)

La Danae de Klimt recibe al dios en territorio onírico. Su experiencia sexual es tan solo un sueño húmedo, una placentera ensoñación evidenciada por la expresión del rostro, el dulce ladeo de la cabeza, la mano con los dedos crispados aun, porque la hemos sorprendido justo tras experimentar un orgasmo. Momento tras el cual ha adquirido una posición más relajada del cuerpo, que recuerda la de un feto dentro del útero, el momento más feliz y pleno de la vida humana, según nos cuentan los científicos, donde hay plena seguridad porque no existen la incertidumbre ni los peligros del mundo y hay completa satisfacción de todas las necesidades. No hay acto sexual como tal y el remedo de éste ocurre sin la plena consciencia de la mujer. La Danae de Tiziano, por el contrario, no solo está despierta y alerta a lo que ocurre, sino que parece ofrecerse a Zeus. Casi se diría que lo ha estado esperando porque sabe y desea que ocurra lo que va a acontecer.

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"Danae recibiendo la lluvia de oro" de Tiziano (Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles)

La versión más antigua de Tiziano de "Danae recibiendo la lluvia de oro" que se conoce es la que reside en el museo de Nápoles. Obedeció a un encargo del cardenal Alejandro Farnesio, nieto del Papa Paulo III. La familia Farnesio fue una de las principales mecenas de Tiziano durante su estancia en Roma. Este encargo se salía completamente de la norma de los que habitualmente efectuaba el eclesiástico, que consistían básicamente en retratos y cuadros devocionales. De carácter plenamente íntimo, estaba destinado al mero disfrute sensual del cardenal en un ámbito privado. La mujer retratada no era otra que su cortesana preferida. En la alcoba que vemos en la Danae de Nápoles no se dirimen asuntos amorosos o sentimentales sino meras transacciones mercantiles. Carne a cambio de oro contante y sonante. Por eso el pincel de Tiziano transforma las gotas de lluvia en monedas de curso legal. Por eso parece que sorprendemos a Cupido en el arranque de su huida, que va a efectuar con sigilo, como escurriendo el bulto, y con un gesto de espanto ante lo que está viendo. Lo que ocurre no está dentro de su negociado. Hay mucha ironía, casi diríamos que pura socarronería, en la composición. No es el amor por la joven retratada lo que ha motivado el encargo de Alejandro Farnesio sino el poder satisfacer la lujuria que le inspira la mujer rubia aun en los momentos de total soledad. Los servicios de Tiziano, suponemos, eran mucho más caros que los de su cortesana preferida, pero tan bien es cierto que solo tendría que hacer un primer pago para poder disfrutar de ella siempre que quisiera. Los usos posteriores serían completamente gratis. Aunque es verdad que la vista apenas puede suplir los placeres que nos proporcionan los demás sentidos durante el acto amoroso, en especial el del tacto. Danae parece restregar el canto de su pie izquierdo por la manta que cubre la cama para incrementar el goce que siente en su clímax al ser penetrada por la lluvia de oro.

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"Pablo III y sus nietos Octavio y Alejandro Farnesio (a la izquierda)" de Tiziano
(Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles)

La Danae que formaba parte de la colección de poesías de Tiziano, y que es la que se reproduce al principio del artículo, se encuentra actualmente en Londres, en Apsley House. El pintor veneciano se basó para planearla en la obra que había realizado para el cardenal Alejandro Farnesio, aunque incluyó algunas variaciones sustanciales. La mujer que sirve como modelo es esencialmente la misma. De hecho, la reflectología realizada al cuadro reveló que el dibujo subyacente a la pintura en la zona de la doncella había sido trazado con una plantilla. Método habitualmente utilizado por Tiziano ya que en su taller se producían constantemente copias de sus obras más famosas para diversos clientes. En función de la relevancia social de éstos y del precio que podían pagar por sus servicios el maestro se involucraba más o menos en la ejecución del cuadro, delegando el resto de la tarea en sus aprendices y ayudantes, cuando no la totalidad cuando se trataba de un cliente poco relevante. En la versión de Londres desaparece Cupido, que es sustituido por una anciana cuya identidad desconocemos. No sabemos si se traba de una sirvienta o de una alcahueta. Su gesto de tratar de apropiarse de parte de las monedas que llueven del techo de la estancia utilizando para ello el vuelo de su delantal como bolsa hace pensar que tal vez sea lo segundo, alguien que tiene parte en el contrato sexual que está teniendo lugar. Pero más que una función en la trama la vieja tiene un función estética dentro el cuadro. Tiziano se sirve de ella para mejorar la dinámica de la composición, y como contrapunto para intensificar contrastes. A la juventud de Danae se contrapone la avanzada edad de esta mujer. A la pasividad de aquella, que yace en la cama esperando a su amante, el dinamismo de ésta otra, que se mueve enérgicamente por la estancia para poder atrapar la mayor cantidad de oro. Una es extremadamente femenina y de piel tersa y blanca, la otra hombruna y de piel más bien morena y de aspecto áspero. Una alza la mirada hacia la nube que es Zeus desde la izquierda, mientras la otra lo hace desde el extremo opuesto del cuadro dando equilibrio a la composición.

Pero lo más interesante es quizá lo que ya no podemos ver en la Danae de Londres. El muy deficiente estado de conservación del lienzo obligó en algún momento del pasado a eliminar el tercio superior del cuadro, lo que nos ha hurtado algunos elementos que podrían haber servido para identificarlo mejor como perteneciente a la serie de poesías de Tiziano. Para empezar, el formato que es cuadrangular en las cinco restantes poesías aquí pasa a ser apaisado como resultado del corte efectuado en la tela. Además, por algunas copias existentes, sabemos que Tiziano añadió a la composición de la Danae de Nápoles algunos elementos que aludían a su cliente. Concretamente una imagen del rostro de Júpiter, que se solía asociar con la Corona Española, mirando desde lo alto hacia abajo, así como el águila de los Habsburgo sujetando con sus garras un haz de rayos, que es el atributo con el que se solía representar habitualmente al jefe del Olimpo. Quizá fuera una elección torpe, demasiado explícita, pero se trataba de uno de los primeros encargos realizados por el joven príncipe Felipe y aun no sabía de sus gustos y de su escasa afición a las redundancias y a las alusiones a cosas que se daban por sobreentendidas.

Como ya hemos dicho, la Danae de Londres vivió durante dos siglos y medio en Madrid formando parte de las colecciones reales. En una de sus cartas al monarca para exponerle sus ideas sobre el proyecto, Tiziano dice que el conjunto de las poesías está pensado para ser exhibido en un estudiolo, esto es, en un cuarto privado, a salvo de miradas indiscretas. Era habitual entre los nobles de la época la creación de este tipo de estancias para poder disfrutar a solas de los cuadros de desnudos. Sabemos que Felipe II fue muy aficionado a este tipo de temática pero no si llegó a crear en alguno de sus palacios un camerino privado. Su hijo, Felipe III relegó las poesías de Tiziano, eliminándolas del proyecto decorativo del Alcázar de Madrid. Su mentalidad, mucho menos abierta que la de su padre, mucho más pacata, poco amante de los conflictos religiosos, le llevó incluso a sopesar la idea de destruir las obras de su pinacoteca que incluyeran desnudos, como exigían que se hiciera algunos predicadores de la villa y corte. Gracias a Dios imperó la cordura.

Será Felipe IV quien retome la secreta afición de su abuelo, quien vuelva a poner en valor la serie de poesías de Tiziano, incrementando además la colección de pinturas de desnudos en las colecciones reales hasta niveles fastuosos. Se le puede considerar el mayor coleccionista de pintura, en general, que jamás hay habido, logrando reunir en particular la más increíble colección obras maestras con sesgo erótico de la que se tiene noticia. En su primer viaje a Italia, Velázquez adquirió a título personal una nueva versión de la Danae de Tiziano, enteramente de su mano, que a su vuelta a Madrid vendió a Felipe IV. Es la copia que hoy cuelga en el Museo del Prado. El rey planeta sí que creó un gabinete privado para poder gozar a solas de la contemplación de las pinturas de desnudos.

A fin de no la familia real no tuviera que ausentarse de Madrid durante el verano, acudiendo a las residencias reales más cercanas a la sierra, se habilitó en la zona más fresca del Alcázar de Madrid una serie de estancias que por su orientación, disposición y cercanía a los jardines que rodeaban el palacio hacían más llevadera la canícula veraniega de la capital. Ese grupo de habitaciones era conocido como el cuarto bajo de verano. Entre ellas había una pequeña pieza, apartada del resto, donde el rey se retiraba a descansar tras la comida. En las paredes de esa habitación tan recogida, a la que solo tenía acceso el monarca, fue donde Felipe IV desplegó todo el poderío sugestivo de las poesías de Tiziano. En su afán coleccionista llegó a tener algunas obras repes. Así, mientras echaba la siesta y tenía felices ensoñaciones podía contemplar la Danae de Londres junto a la de Madrid. Un disfrute para los sentidos que suponemos que gozaba a solas, como el cardenal Alejandro Farnesio con la Danae de Nápoles.


 "Danae recibiendo la lluvia de oro" de Tiziano (Museo del Prado, Madrid)

La Danae de Madrid es cronológicamente la última en ser realizada por Tiziano. Pintada una década después que sus predecesoras, se aprecia en ella una pincelada más suelta, menos definición en el detalle, por así decir. Tiene algunas pero sustanciales discrepancias con la de Londres. Podría jugarse con ambas al juego de las diferencias, y a buen seguro es lo que haría Felipe IV durante alguna de sus siestas. Por de pronto, desaparecen las alusiones a los Habsburgo -aquí no hay supresión de la superficie superior de lienzo-, que tampoco casaban mucho con la historia narrada. La anciana es ahora una mulata, lo que acrecienta el contrapposto que se establece entre ambas mujeres. El mejor estado de conservación de la obra permite apreciar claramente la ventana en el muro de la torre por la que se cuela Zeus en forma de nube, incluso la silueta en segundo plano de una edificación majestuosa en lo alto de un promontorio junto al mar. Tal vez el palacio del rey Acriso en Argos. Danae agarra con su mano derecha un pañuelo de menor tamaño que el de sus hermanas, lo que habilita espacio para poder incorporar a la composición un nuevo personaje: un perrito de compañía. Los canes iconográficamente representaban habitualmente la lealtad, pero a veces también eran una referencia a la lujuria.

Pero la discrepancia más notable, a la vez que la más sutil, es que Danae aparece por primera vez completamente desnuda, sin ninguna sábana que se enrede providencialmente en alguna de sus piernas, de suerte que podemos ver claramente lo que en las otras dos versiones de la historia narrada por Tiziano se nos hurta: como Danae acerca su mano izquierda a su entrepierna, sin duda para prepararse para el momento en que Zeus la posea. De esta forma queda borrado de un plumazo cualquier atisbo de inocencia en la doncella. Virgen sí, pero no inexperta. El cuadro rezuma humedad por todas partes. Humedad ambiental en la silueta del mar que se adivina a lo lejos. Humedad meteorológica en la nube que es Zeus, que podemos asimilar como una consecuencia de una tormenta que está teniendo lugar en la costa cercana. Humedad sexual en la actitud de Danae que, al fin y al cabo, no es tan pasiva en la narración como creíamos.

Ahora toca explicar la parte más enojosa de esta historia: por qué la Danae que pintó Tiziano para Felipe II, que fue una de las piezas más apreciadas por los Habsburgo, de las muchas maravillas que componían su tesoro dinástico, sufre actualmente un exilio en Londres. Durante algún tiempo cuajó en mi mente, di crédito a esa idea tan querida por cierta progresía, de equiparar los reinos cristianos, durante el tiempo en que convivieron en la Península Ibérica las tres religiones, con los atrasados bárbaros del norte que acechaban y, cuando podían, asolaban los refinados y cultos reinos musulmanes del sur. Sin embargo, por seductora que sea la idea, nada hay más lejos de la verdad. El esplendor sin par de Córdoba mientras estuvo regida por un califa, se cimentó en parte en el saqueo sistemático de las ciudades cristianas. Los castellanos tuvieron que aprender a vivir con la espada tan a mano como el arado. Cualquier día lo mismo tocaba guerrear contra el hambre labrando la dura tierra de la meseta que contra los invasores meridionales. Me conmovió profundamente la primera vez que tuve noticia de ella, la historia de las campanas de la Catedral de Santiago. Capturadas por las huestes de Almanzor durante el saqueo de la ciudad compostelana, en torno al año mil, no fueron recuperadas hasta dos siglos después cuando Fernando III el santo conquistó Córdoba. El día que volvieron a sonar en el templo, con Santa Sofía de Constantinopla en poder de los turcos y San Pedro del Vaticano aun por edificar, más importante de la Cristiandad, fue uno de los días más felices para los fieles de todo el orbe. Lo cierto es que durante medio milenio, tras el paso de vándalos, godos y musulmanes, España vivió a salvo de invasiones foráneas. No tuvieron tanta suerte otros países del mismo rango, como Francia, Alemania y, sobre todo, Italia, cuyos territorios se convirtieron en permanente campo de batalla para los ejércitos de las naciones que dirimían la supremacia en Europa. Esta situación idílica se vio abruptamente truncada con la invasión napoleónica.

El peligro para el patrimonio artístico español por la invasión francesa no solo se derivaba de la violencia de la guerra en general y de las tropas francesas en particular, sino también de la falta de miramientos en muchas ocasiones -es conocida la anécdota de que la Grande Armeé utilizó como establo para la caballería la estancia del convento dominico de Santa María delle Grazie, en Milán, en cuya pared Leonardo da Vinci pintó "La Santa Cena"- y, sobre todo, de su avidez de riquezas y su capacidad para distinguir los elementos de mayor valor artístico cuando violentaban un palacio o alguna iglesia. Muchos de ellos sabían escoger a la hora de robar. El que más y el que menos entre los mariscales de Napoleón regresó a su patria tras la guerra con España con un rico botín de obras de arte. Lo suficiente para poder inaugurar una galería de pintura española en el palacio del Louvre con lo incautado por unos y por otros.

Tampoco anduvieron muy despiertos los máximos dignatarios españoles a la hora de defender nuestro patrimonio. La batalla de Arapiles por unas cuantas fechas al menos, pareció dar por concluida la contienda, provocando la huida precipitada de Madrid de José Bonaparte. Debió pensar: "¿Pies para que os quiero?" y echó a correr rumbo a la frontera sin siquiera planificar su marcha. Ante lo que parecía la victoria definitiva aliada, el gobernador de Segovia, un tal Ramón Escobedo, que no tiene más asiento en los libros de historia que esta anécdota, tuvo la peregrina idea de obsequiar al comandante de las tropas anglo-luso-españolas con una docena de cuadros de las colecciones reales. Los arrambló sin pedir permiso a nadie de donde le pillaba más a mano, el Palacio de San Ildefonso, y se los envió al Duque de Wellington, acompañados de una misiva en la que aclaraba que el presente era una muestra de agradecimiento de la Nación Española por los enormes servicios prestados. No conozco la identidad de las obras. Juan Antonio Gaya Nuño, quien me ha servido de fuente ("Pintura europea perdida por España. De van Dyck a Tiépolo". Editorial Espasa-Calpe. 1964), no lo aclara. Y casi lo prefiero para que mi cabreo no vaya a más.

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Apsley House, sede del Wellington Museum en Londres

Cuando Pepe Botella emprende su segunda y definitiva huida de Madrid le da tiempo a organizarse con algo más de calma. Decide, como titular de la corona, llevarse consigo todo lo que pueda del patrimonio que ha heredado de los borbones españoles. En todo caso, un expolio en toda regla. Carga en dos mil furgones -la cifra aportada por Gaya Nuño estremece- telas, tapices, joyas, piezas decorativas y de orfebrería, así como unos 250 cuadros. En la selección de estos últimos prima el tamaño. Se buscan los de formato más reducido para maximizar el espacio disponible. No puede llevárselo todo, solo una pequeña aunque significativa porción de lo que hay. A su disposición están las colecciones del Alcázar Real de Madrid y los reales sitios del Buen Retiro, Aranjuez, El Escorial, El Pardo y San Ildefonso que maravillaron a Carlos I de Inglaterra y tantos otros visitantes de la capital madrileña. Gaya Nuño confiesa no entender el criterio de selección, que parece marginar indiscutibles obras maestras en beneficio de obras de menor calidad o valor. El destrozo practicado por el monarca intruso en la proto-colección del Museo del Prado pudo ser mucho mayor y más grave.

En todo caso, con ese inmenso bagaje la retirada del ejército napoleónico se convierte en una auténtica pesadilla logística para sus mandos. A la altura de la llanura que rodea la actual capital vasca, el ejército francés es copado por el anglo-español. Desmoralizados y en franca desbandada, los mandos franceses se desentienden del convoy y lo abandonan a su suerte en un barrizal. Los conductores de los furgones desenganchan los caballos de tiro y dejan a merced de las tropas de Wellington tanto la artillería como la intendencia y el inmenso tesoro expoliado al patrimonio español. Los soldados ingleses e incluso algunos rezagados franceses se dedican los días posteriores a apropiarse de lo que buenamente pueden. Prima a la hora de seleccionar piezas en la rapiña las más fácilmente transportables, las que puden ocultarse mejor y las convertibles en dinero contante y sonante de forma más fácil y rápida. Es por eso que, en una especie de acuerdo tácito, los cuadros quedan a disposición de los mandos. Reunidos casi todos por el estado mayor son remitidos a Londres a la residencia del Duque de Wellington para que él disponga lo que sea menester.

Lord Marlborough, comisionado para la realización de la tasación del botín, no puede ocultar su entusiasmo en la carta que remite al Wellington con el resultado de su evaluación. Aunque informa que algunos cuadros llegaron muy deteriorados, casi irrecuperables, y otros presentan serios desperfectos, añade que ha contabilizado hasta 165 pinturas especialmente valiosas y en razonable estado, que en conjunto no valen menos de 40 mil libras. Dice asimismo que el Correggio y el Julio Romano incluidos en el listado deberían estar enmarcados en diamantes y que cada uno de ellos justificaría por sí solo reñir una batalla por obtenerlos. Wellington envía una misiva al gobierno español en  Madrid para informar que los cuadros obran en su poder que espera instrucciones, pero le dan la callada por respuesta. Insiste una segunda vez, y no es hasta la tercera cuando el embajador español en Londres le escribe para hacerle saber que el rey está al tanto de todo y que considera que las obras que obran en poder de Wellington constituyen un justo pago a sus valiosos servicios a la corona. No se puede argüir que el militar inglés no se portó como un caballero. Si se quedó con aquella valiosa porción del patrimonio español fue por la pura mentecatez e indolencia de Fernando VII o de sus asesores. Después de aquella sorprendente y desesperante decisión, la residencia del duque de Wellington, Apsley House, se convirtió en la principal sede del Prado en el exilio. Hay quien argumenta que el gesto caballeroso de Wellington se debió a su desilusión al enterarse que en entre lo incautado no estaban incluidos los cuadros de Rafael, el pintor más valorado en aquellos momentos. El berrinche habría motivado, según ellos, un magnánimo gesto de cara a la galería, lo que hoy se entiende por "postureo", intentando devolver algo con lo que podría haberse quedado sin dar explicaciones. Aunque esto fuera cierto, y suena algo retorcido para que los sea -un Tiziano, como el que es el germen de este escrito, tampoco es moco de pavo-, sería poco consuelo y no invalidaría la evidencia: que la terrible pérdida patrimonial que se produjo en Vitoria solo es achacable a la cleptomanía de pepe Botella y a la ineptitud de las autoridades españolas. Es más, poco después de rendir París, Wellington requisó las obras de la galería de pintura española del Louvre y se encargó personalmente de que fueran repatriadas.

 

A mediados del siglo XX el patrimonio inglés adquirió la colección Wellington y Apsley House se convirtió en un museo estatal. Aunque no todos los cuadros fueron adquiridos por el gobierno británico. Unos pocos, entre ellos una muy deteriorada Danae, quedaron en mano de los herederos directos del duque. Tras ser restaurada en los talleres del Prado en 2014 se pudo llegar a la conclusión de que la Danae londinense era la primera poesía de Tiziano y no la de Madrid, como se había creído hasta ahora. Una pequeña exposición en el invierno de ese mismo año permitió volver a ver juntas, tras vivir separadas por un lapso de tiempo de más de dos siglos, las dos primeras poesías, tal como las pudo ver Felipe II en su estudiolo, aunque sin sus cuatro compañeras. También pudieron verse juntas las dos versiones de "Danae recibiendo la lluvia de oro", tal como pudo disfrutarlas Felipe IV en el cuarto bajo de verano del Alcázar de Madrid. Imagino la emoción de quienes organizaron la exposición. Por unos pocos meses se pudo recuperar parte del Prado en el exilio. Una de las obras más relevantes de este museo imaginario.

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 "Danae recibiendo la lluvia de oro" de Tiziano (Kunsthistorisches Museum, Viena.