lunes, 26 de mayo de 2014

El Fútbol y sus aledaños (159) - Sísifo en Metrópolis


"La Décima" - Red One

Proemio

En esta sinfonía improvisada que está surgiendo de entre mis últimos escritos, casi sin querer, desde luego no planeada -sinfonía que he de titular Lisboa, no podría tener otro nombre, aunque ya no sé si ha de ser en clave de re menor o de sí bemol, más bien lo segundo, porque bemoles ha habido muchos esta temporada salvo en el tramo final de liga, no digamos en la final-, tras el proemio inspirado en la final de copa, "Oxygene", en allegro molto vivace, porque el gol de Bale fue sin duda el preludio de la fiesta, que hizo que la botella de champagne se descorchara sola tras tanta presión acumulada dentro de todos, -la primera cita importante sin Cristiano, con la misma urgencia de siempre, y más aun tras un año en blanco, contra el rival más odiado...-, luego vino el primer movimiento, "Les Champs Elysees", puro éxtasis en allegro con fuoco, porque el paraíso, el verdor de los campos del edén -ni Xavi le hubiera hecho ascos a estas praderas celestiales-, nos los trajeron los fuegos del infierno, y, después, el largo "Fados portugueses", escrito con ánimo indefinido, en algunos acordes pletórico y en otros moderado, incluso nostálgico, por lo que había de despedida tardía de Mourinho y salutación, también a destiempo, a Ancelotti. Tras todo eso, digo, lo suyo ahora, visto lo visto y leído lo leído, hubiera sido rematar la pieza sinfónica con un andante contabile, es decir, hacer recuento, contabilidad de trofeos, y cuadrar el balance del año. Pero no tengo espíritu de financiero. Si lo tuviera, un alma tan pecadora, tan propicia para el lujo, no habría sido excluido del aquelarre de Marceliano Santa María, de la fusión atómica entre afición y equipo. Tampoco lo tengo probablemente de músico. Esta música de las esferas que ahora suena desde la noche del sábado no es producto mío, yo no la he compuesto ni la interpreto, aunque conozca la partitura al dedillo desde el divino gol de Mijatovic. Solo me limito a repetir las notas mientras redacto, aunque con menos maestría que Raúl en Amsterdam y Zidane en Glasgow. Lo mío es solo la versión maxi-single de un gran éxito de ventas, el trabajo de un avispado mediocre que rentabiliza a base de mezclar la melodía principal con otros ritmos -puro fraseo sincopado-, y de estirar los estribillos el producto del talento de otros. Ay, Señor, cuanta santa paciencia en quien me lee. Todo un párrafo que excede las veinte líneas de longitud, repleto de frases subordinadas, orgía de textos entre paréntesis, de alusiones a otro escritos, puro laberinto de palabras con Minotauro en el que se extravían los asuntos tratados, barroco tardío, puro rococó, y no he logrado siquiera poner el toro en suerte, centrarme en el tema que quiero tratar, que quieren leer todos: La Champions, el tormento y el éxtasis bajo la Capilla Sixtina portuguesa, el cielo de Lisboa, el ansia por la Undécima recién inaugurada esta mañana.



Sísifo en Metrópolis

Todo es desmesurado hoy, todo se desborda, pierde las debidas proporciones, se agota en el continuo derroche de alegría y emotividad. Por eso hay que agotar las palabras, hacer todo el gasto posible de ellas, utilizarlas hasta desgastar sus bordes, hasta que se nos sequen los labios, porque quizá mañana ya no nos sirvan, ya no haya nada más que decir ni de que hablar. ¿Tras verbalizar a duras penas la emoción de ganar la Décima que otro asunto podría despertar nuestro interés en el futuro? El resumen de lo que significó el partido de ayer lo hizo de forma casi perfecta Di María -The man of the macth para la UEFA-, en la microentrevista que le hicieron sobre el césped nada más acabar el partido. "¿Qué sientes ahora?", fue la pregunta sin imaginación que le hizo el periodista de TVE mientras comenzaban los festejos de la hinchada merengona. Pero si la pregunta fue la esperada la respuesta fue en extremo sorprendente: "Alivio. Se me quita un peso de encima", dijo Ángel entre dos suspiros. Y lo cierto es que la imagen de Di María en es momento, con los ojos idos y el cuerpo relajado pro el agotamiento del esfuerzo era el vivo retrato de Sísifo tras ser despojado al fin de la piedra por los crueles dioses. La Décima era una tarea que parecía pensada para ser eterna, una pesada roca que arrastrar colina arriba todos los años para verla desplomarse tras cada intento desde la altura del Barça, del Bayern o la del Dortmund. Sísifo redimido, eximido de su castigo. Sísifo exhausto tras vencer a los dioses crueles, esa es la imagen que me transmitió la estampa vacía de emociones y calmada de Di María. Luego viendo con más calma todo lo sucedido en los resúmenes de las televisiones mi asombro no hizo más que aumentar. Nunca había visto a los componentes de un equipo de fútbol al completo llorar tras una victoria. Sí tras una derrota cruel. Y había escuchado duras críticas por ese arrebato emocional en algún caso. Llorar es una actitud impropia de varones tras una contienda, según algunos. "Las lágrimas se guardan para después, para el vestuario, donde nadie las vea", protestó no recuerdo quien tras una final europea, no sabría precisar ahora cual de las que hemos visto recientemente. Pero quienes lloraban eran los perdedores. Lo del sábado fue un misterio. O quizá no tanto. Hasta Marcelo, la alegría personificada, lloraba desconsolado. Luego le vimos convertir el terreno de juego en una zona de recreo infantil para su hijo, con la orejona utilizada casi como tobogán o columpio, pero tras el pitido final apretaba el rostro con las manos como intentando retener las lágrimas en los ojos. ¿Hemos sido crueles con nuestros jugadores?¿Les hemos exigido hasta traspasar los límites de lo razonable? Algo de eso creo que reflejan el llanto de tantos de ellos tras consumarse el drama. Ganar la Champions es el fatum del Real Madrid, hacia ese punto tiende irremediablemente la historia del Fútbol, como si su victoria fuese un pozo gravitacional donde el tiempo encuentra su sumidero. Y da igual que la trayectoria de las órbitas entre cada dos perihelios duren dos, doce o treinta y dos años, ese es el destino natural de las cosas y el desenlace anunciado del drama, aunque haya que esperar hasta el minuto noventa y tres para que se consume. Y nosotros llevamos un lustro al menos tratando de acortar la trayectoria, intentando hacer descarrilar a los astros del destino, de reubilarlos para obtener un horóscopo más favorable. Antes de esta bendita final se ha escuchado, y en boca de no pocos madridistas, que la obtención de la Décima no iba a conseguir restañar el fracaso de haber perdido el campeonato de liga, tras el tropezón de Dortmund, tras tres o cuatro titubeos en toda una campaña. Se entienden por tanto las lágrimas, que la sensación de alivio prevaleciese sobre la alegría. Habían jugado no para ganar sino para sobrevivir a la derrota, para dar carpetazo a una obsesión colectiva. Tiene sentido que el himno de la Décima que ahora mismo escucho, mientras escribo estas líneas, suene a canción militar, como a tonada cantada por un batallón bolchevique que vuelve del frente, y que por su tono ligeramente melancólico no quede claro si ha habido victoria o derrota allá de donde vienen, porque sea cual sea la suerte habida saben que mañana o pasado tendrán que librar otra batalla, que la piedra que arrastra Sísifo cuesta arriba es una guerra interminable.

"Si se puede", gritaba la afición blanca, todos a una, como el coro de una tragedia griega, durante el último acto del encuentro, el más cargado de emotividad, esos treinta minutos de acoso continuo a la portería atlética. Había una sensación de cierre de órbita que parecía desdecir el reloj. Pero yo confieso que había perdido la fé cuando Ramos voló para interceptar el balón con su cabeza. Fue como un choque de planetas, pura devastación que ahora nos parece el desenlace lógico, un cataclismo inexorable, pero yo había extraviado la fé. No así los jugadores y por eso les estaré eternamente agradecido. La volea de Zidane en la Novena nos pareció la culminación de los tiempos, ahora me embarga la misma sensación de plenitud. Hay un dígito más en el baremo y mientras revivimos en la memoria la trayectoria del balón tras impactar en el pie de Zizou, tras ser agredido por la testa de Ramos, mientras vemos alejarse trazando una curva a una y otra pelota, que en realidad son la misma, el mismo planeta, comprendemos que es otra órbita que se inicia para volver al lugar de partida. Es Sísifo en un campo de estrellas, como cantara Plácido Domingo en el himno que ahora tiene al fin un sucesor que lo reemplace.

Era noche cerrada, madrugada sin estrellas, cuando el equipo pudo al fin festejar en Cibeles la consecución de la Champions. A Ramos, el puto amo de la Décima -Casillas dixit-, le cupo el honor de coronar a la Diosa Cibeles, ponerle otro par de orejas. Divinidad de la tierra, cuya oración propicia la cosecha de frutos, es lógico que se convirtiera en la diosa del campo madridista, tan fecundo en cosechas. Arriba, en el firmamento de la ciudad, en su skyline, la Victoria alada que corona el edificio Metrópolis era espectadora muda del homenaje, como tantas veces desde que vadear la pileta de la fuente se convirtió en al culminación de todo festejo madridista. Esa presencia con aspecto de ángel es lo que hay en la cima que cada año escala penosamente Sísifo y que solo alcanza a culminar cuando una órbita se completa, como la noche del sábado. Al final de la cuesta de Alcalá, en la confluencia con Gran Vía, como haciendo bisagra entre las dos grandes avenidas se alza un edificio de aire francés que es casi coetáneo con el Real Madrid. Ambos, construcción e institución, han alcanzado hace apenas un puñado de años la edad centenaria. Mitad francés mitad madrileño, como la Copa de Europa en sus orígenes, tiene sentido que a los pies de este edificio se celebre la consecución del toneo. No, no creo que sea casualidad, es parte del fatum. Y cada vez que la diosa Cibeles sonrie, y los leones que tiran de su carro, Hipomenes y Atalanta, se alzan rampantes para saludar al capitán que trae el trofeo en ofrenda, tengo la sensación de que el ángel despliega sus alas para ofrecer cobijo a Sísifo, que por unas pocas horas, apenas lo que dure esa madrugada, se verá libre de su pesada carga. Para mañana queda la tarea de pensar en la Undécima, la siguiente órbita ya ha comenzado.


lunes, 19 de mayo de 2014

El Fútbol y sus aledaños (158) - Villa Palmieri


Villa Palmieri

Ayer volví a viajar en metro. Hacia tiempo que no lo hacía -dejé de ser asiduo a este medio de transporte desde que tuve coche propio- y me sentí desorientado pero, a pesar de ello, completamente en mi elemento. Estaba demasiado relajado quizá. Antes era parte de mi rutina diaria, para ir a la escuela primero, luego a la universidad, para acercarme al trabajo mientras lo tuve. Creo que las dos veces que me equivoqué de andén y erré la nueva dirección a seguir tras un trasbordo de línea se debió más a lo abstraído que estaba en mis pensamientos que a me pudiera sentir desubicado tras tanto tiempo sin frecuentar el suburbano. Mi mente flotaba imbuida en mis propios pensamientos y apenas si prestaba atención a lo que me rodeaba. Estaciones, pasillos, trenes y pasajeros eran controlados con la periferia de mi consciencia. Tenía que acercarme al centro, al barrio de Ópera, donde se alza el Teatro Real. Allí proliferan las tiendas dedicadas a la música, las caras que ofrecen sobre todo su aspecto más lujoso -instrumentos y partituras-, pero también las más modestas de saldo y mercadeo de artículos relacionados con ella. Buscaba un lugar donde vender mis viejos vinilos. Es desolador comprobar el escasísimo valor que tiene aquello que acumulas a lo largo de la vida. En valor monetario me refiero, que sentimental suele ser mucho, en proporción directa al tiempo transcurrido desde que lo atesoraste y dejaste que empezará a acumular polvo en alguna estantería. Comprar es un arte al alcance de cualquiera, los errores siempre son subsanables con dinero. Vender es mucho más arduo y complicado porque suele ser síntoma de derrota, de los estragos del paso de la vida. Vendí mi coche hace dos años porque mantenerlo estacionado en al calle, sin moverlo siquiera, ya me suponía un lujo fuera de mi alcance. Decirme a mí mismo que ya no hay tocadiscos en casa donde escuchar los vinilos que comprara hace varias décadas es parte de mi terapia para suavizar la derrota.

Llevaba una carpeta de cuero en la mano y dentro de ella dos revistas. Para matar el rato y revivirlo a base de lecturas. Abrí el ejemplar de este mes de "Letras Libres" para ojearlo. Hay un artículo de Mario Vargas Llosa como primera propuesta. Trata sobre Villa Palmieri , en Florencia, sobre lo que allí ocurriera hace mucho tiempo. La lectura es interesante pero no cuaja en mi ánimo, apenas puedo concentrare en ella porque se mezcla con mi propia escritura. He decidido acabar un cuento que traté de redactar tiempo atrás en este mismo blog y que dejé inconcluso al llegar a un callejón sin salida narrativo. Redacto los párrafos en mi mente mientras mis ojos surfean sobre la superficie encrespada de las hojas impresas y el vagón del tren avanza por los corredores subterráneos de la línea 1 rumbo a Sol. Y de las cuatro realidades que se superponen tratando de captar mi atención -la que me propone el escritor hispano peruano, la que yo mismo pergueño con torpeza, la que transcurre en torno a mí sin apenas notarla y la que ideara Boccaccio para el Decameron, que a fin de cuentas ese es el tema del escrito de la revista- no prevalece ninguna, se mezclan entre sí de forma no homogénea y es un milagro que llegue a  mi destino sano y salvo, aunque sea invirtiendo probablemente el doble de tiempo del estrictamente necesario en caso de haber estado con la mente más atenta. Para viajar de forma ágil es preferible un equipaje ligero, sobre todo de pensamientos.

Abstraerse completamente de lo que te rodea mediante ensoñaciones, realidades alternativas, juegos mentales, o dejarse imbuir por su espíritu, por su estado de ánimo. ¿Quien no ha sentido alguna vez que la lluvia que cae al otro lado la ventana desde la que uno mira con pereza el mundo, que las gotas de agua que resbalan por el cristal y que uno adivina gélidas, que el cielo amoratado del que proceden, expresan con precisión lo que une siente, como si fuera su calco, el mismo dibujo? ¿Es el estado de ánimo del mundo -el clima es siempre el rasgo más conspicuo- el que mediatiza el nuestro o ocurre al revés? Es una moneda que parece no tener dos reversos. Pero todas las tienen, sino no existiría el azar, la incertidumbre, y todo podría ser explicado de antemano. Una persona sola, nosotros solos, aunque sea mucha nuestra aflicción o alegría no parece posible que pueda, que podamos, inducir nubes de borrasca o un  sol pletórico en el cielo. Pero ¿y ochenta mil?¿Pueden ochenta mil personas sintiendo lo mismo influir en el estado de ánimo del mundo, hacer que sea propenso a que ocurran determinadas personas? Nos gustaría pensar que ochenta mil personas que tienen fe en las gradas pueden revertir el resultado de un partido. De hecho lo hemos visto muchas veces en el Bernabéu. La realidad se contagia con el poder de ensoñación de la hinchada y acaba ocurriendo lo que los aficionados imaginan, anticipan. Torcer la mano del destino al que se le echa un pulso. Ser uno entre muchos. Que esos muchos sean uno solo. Esa es la utopía del hincha de fútbol, su orden perfecto. Todas las almas fundidas en una sola, en un mismo propósito: ganar, como todos los colores se funden para engendrar el blanco. Ser fuente o sumidero de la emoción que embarga al día deja de tener importancia en un campo de fútbol, porque los dos lados de la moneda supondrán el mismo resultado en este caso, el anhelo de la victoria, la intolerancia a la derrota.

En la Estación de Sol equivoco el andén de la línea 2 y cuando lo advierto he de desandar camino para llegar a mi destino. Mientras espero al convoy, esta vez sí en el andén correcto, hago tiempo leyendo a Vargas Llosa. Villa Palmieri es una quinta de la ciudad de Florencia que aun existe en la actualidad, con un aspecto ahora que seguramente no difiere en mucho de aquel con el que la viera Boccaccio hace siete siglos, en esa época en que el Renacimiento empezaba a pujar ya con fuerza en la alta Edad Media. En algunos lugrs el tiempo no avanza, se estanca. En una ciudad asolada por la peste, traída por las ratas embarcadas en las naves que traían las especias de Oriente a una Florencia ávida de lujos y placeres, un grupo de jóvenes se refugia en una finca aislada de la actividad de la urbe para aislarse de la realidad que les atemoriza. La muerte parece tan cierta y tan cercana. Un tercio de la población de la villa de los Medici ha perecido en unas pocas semanas. Apenas si hay tiempo para enterrar los cadáveres, que se amontonan en las calles, que se muestran obscenos,  insepultos, mostrando los feos síntomas de la enfermedad nefanda. Amintea, una joven alegre y vital, con poco más de la veintena, convence a sus amigos, seis mujeres más y tres varones, para que se parapeten tras las paredes de la casa, para que se escondan de la realidad y así poder esquivar al destino. Como si se pudiera huir de la muerte. Y para matar el tedio que seguramente les sobrevendrá al ver como les hurtan de sus vidas el mundo real, propone recrear otro mundo propio, una multiplicidad de ellos, decenas de realidades alternativas, contándose unos a otros cuentos y historias menudas de la mañana a la noche mientras dure su reclusión voluntaria. Ha sido la peste quien les ha robado el mundo despreocupado que conocían hasta entonces y tratan de restituir lo sustraído con fabulaciones donde se celebra el goce, el disfrute del placer y el buen humor, casi siempre a costa de terceros. Todo vale con tal de obtener satisfacción y saciar los apetitos: el engaño, el egoísmo, la crueldad incluso. Sienten los muchachos recluidos en Villa Palmieri verdadero placer al narrar las humillaciones infringidas a los otros, a los maridos cornudos, por ejemplo. Sobre todo a los que no merecen la fidelidad. pero también a los que sí, pero que han sido suplidos por amantes más diestros y satisfactorios. No digamos ya si ese amante es quien narra la peripecia. Es risa obtenida a partir del mal y el llanto ajeno, como en el fútbol, donde las lágrimas de los unos no solo son la alegría de los otros sino un gozoso trofeo más que añadir al de la victoria. ¿Dónde estaría la gracia del fútbol si no acarreara la desdicha del rival, la merezca o no, se haya portado con deportividad durante el encuentro o de forma deplorable?

Según explica Vargas Llosa en el artículo la reunión en Villa Palmieri no solo tiene por objeto tratar de eludir una realidad que supera a los protagonistas de la novela, olvidar por unos instantes la muerte, la finitud de sus vidas, crear un trampantojo de eternidad en lo que solo son unos cuantos días. Hay también una esperanza de ser capaces de torcer un destino que parece cierto, ineludible, tozudo e intolerante a ser gobernado. Celebrando la vida, sus placeres, los convocantes de la reunión creen en lo más recóndito de sus corazones que serán capaces de retenerla, de burlar a la peste. Como le ocurre al caballero en la película "El Séptimo Sello" de Ingmar Bergman, los moradores de Villa Palmieri están convencidos de que podrán ganarle la partida de ajedrez a La Muerte, ser más listos que ella, anticipar sus trampas, sobrevivir a ellas por su ingenio. Celebrar la vida es la única forma de vencer a La Muerte, sin enroques, desplegando todas las piezas en el tablero. Creyendo en una ficción a pies juntillas, puede lograrse que ésta suplante a la realidad que rechazamos. Toda fabulación que nos atrapa, ya sea desde un libro, una película, una obra de teatro, tiene capacidad para suplantar nuestra vida parca y miserable mientras dure la narración de su autor. ¿Por qué me hice del Real Madrid? Me lo he preguntado a menudo. Parecería en principio contrario a mi proceder habitual. Nunca he sido muy del gusto de los que ganan siempre. Cuando era niño siempre me decantaba del bando de los alemanes en las películas de guerra y de los sudistas en las del oeste. Siempre me fascinaron los vencidos. Hay más heroicidad en quien pierde si lo ha dado todo por lograr la victoria y la ha merecido que en quien le derrota. Luego supe de los idearios de nazis y esclavistas y me costó mucho ajustar esa información a mis simpatías ya formadas. Se puede admirar el esfuerzo, pero creo que solo se puede amar a aquello o a aquellos que juzgamos superiores a nosotros. Se ama desde la admiración, haya o no compasión mezclada con ella. Hubo un tiempo, quizá no haya acabado aun, en que mis únicas victorias, lo único de lo que podía sentirme orgulloso, era de mi Real Madrid. Mientras era parte de la hinchada durante los 90 minutos de un partido sentía que se podía celebrar la vida, suplantar la mezquina realidad, la mía, con una ficción de épica, valor y virtuosismo, anunciar jaque a la miseria y al tedio con un gol de cabeza de Santillana, una cabalgada por la banda de Míchel, una ruleta de Zidane. ¡El Bernabéu ha sido tantas veces mi Villa Palmieri! Como en aquellas dos semifinales de la Copa de la UEFA en que acabamos ganando el torneo. Recuerdo el fervor en la grada, la sensación colectiva que nos embargaba de que podíamos torcerle el brazo al destino dentro del terreno de juego, remontar un tanteador adverso que se antojaba imposible, borrar incluso la vida insatisfactoria que transcurría más allá de los límites del estadio. Es esa sensación de que eres tu quien redacta, de que la vida obra a nuestro dictado, de que la realidad representa la pieza que vamos componiendo sobre la marcha, como los guionistas de "Casablanca" escribían el libreto d la película casi al mismo tiempo que se filmaba. ¡Tantas veces el Fútbol parece el triunfo de la voluntad! Como hace dos días para los seguidores del Atleti en el Nou Camp, como para nosotros dentro de una semana en Lisboa contra este mismo rival, ahora henchido de confianza.



En la otra Villa Palmieri de Madrid, el edificio Vilanueva del Prado, donde tantas veces me refugié para poder vivir otra vida diferente a la mía, hay expuestos tres cuadros de Sandro Boticelli. Se trata de la "Historia de Nastagio degli Onesti". Proceden del legado de Francesc Cambó, político catalán que, con buen criterio, creyó que la donación que pretendía realizar al museo debía basarse en sus necesidades, es decir, en sus carencias. Siendo un pintor redescubierto a principios del siglo XX, vuelto a situar entre los grandes por los entendidos, el Prado no poseía entre su colección ninguna obra de Boticelli, ni posibilidad de adquirirlas en las subastas que teínan lugar en el extranjero dedido a la parquedad de medios de la institución. Las tres obras que llegaron en la donación de Cambó forman una unidad. Junto con una cuarta, que es propiedad de un coleccionista particular norteamericano, forman una serie narrativa, son como la versión en el lenguaje del comic de uno de los relatos del Decameron, concretamente el que relata Filomena el quinto día del encierro. Siempre me ha parecido que las mujeres que retrataba Boticelli en sus obras -la diosa Flora de "La Consagración de la Primavera", las tres gracias en esta misma obra, su archiconocida Venus surgiendo de la concha- tienen un enorme parentesco estilístico con las que dibuja Milo Manara en sus historietas picantes.

Nastagio, de la familia de los Onesti, está perdidamente enamorado de la hija del mícer Paolo Traversari. Amor que no es correspondido. Peor aun, que es contestado con desdén y crueldad por la joven, que disfruta haciendo sufrir a su namorado. Oposición que se acentúa por más que el pretendiente trata de superarse y colma de atenciones y regalos al objeto de sus afanes. Hay un secreto placer sádico en la muchacha al infringirle daño moral a quien le corteja. Filomena nos dice que es el odio hacia quien considera indigno de ella, la jactancia de saberse hermosa y apetecible, merecedora de alguien mejor que Nastagio. Ante tal tesitura, los amigos de éste tratan de convencerle para que renuncie a su ambición, a su obsesión, que está acabando con su alegría y su fortuna. Le piden que olvide a la muchachita desdeñosa y que no incurra en más gastos suntuosos, que emigre a otro lugar, que abandone Rávena y se instale en cualquier otra ciudad para iniciar una nueva vida lejos de sus recuerdos. Tanta es la insistencia de quienes le aprecian que al final Nastagio accede a sus peticiones, pero reacio a alejarse en excso de la chica, se desplaza solo a una jornada de la ciudad. Se instala con su cohorte de criados en un bosquecillo cercano a Rávena, donde invita a comer en una opulenta mesa de banquete desplegada bajo el dosel de los pinos a quien cruza por aquellas tierras para tener así a quien hablarle durante el convite sobre la mujer que ama. Una tarde de viernes, marcha del campamento improvisado a pasear solo, a meditar sus cuitas, las mismas de siempre, las que le han traído hasta allí, cuando ve aparecer entre los árboles a una joven que corre desnuda, perseguida por dos fieros mastines que no cesan de acosarla, de lanzarla bocados. Tras este trío aparece un caballero sobre un corcel negro, que se une a lo que parece ser una cacería humana. La mujer cae al suelo y es ensartada con una lanza por el caballero, que luego desmonta para abrir en canal a la presa y dar de comer sus entrañas a las dos perros. Nastagio trata de detener esa escena tan dantesca pero es detenido por el caballero con palabras. Éste se presenta y cuenta su historia. Se trata de Guido de los Anastagi, y la mujer que yace indefensa en el suelo es el amor de su vida. Como le pasara a Nastagio, vio premiado su amor con indiferencia primero y con crueldad después, enloqueció y decidió matar lo que no podía poseer de la misma ruda manera que acaba de presenciar Nastagio. Uno y otro, la infortunada y su asesino, que tras consumar su crimen se quito la vida, son condenados a repetir la escena por toda la eternidad cada viernes en aquel mismo lugar, donde se perpetró el crimen, el uno por su injustificable acto de furia -no se puede querer destruir lo que se ama, es un contrasntido-, la otra por su crueldad extrema mientras estuvo en vida con quien no se merecía es trato. La aparición de los espectros supone una revelación para Nastagio que decide invitar a aquel mismo lugar para un gran banquete a todos cuantos conoce, incluyendo entre los invitados al matrimonio Traversi y su desagradecida hija. El día fijado para el convite es lógicamente un viernes. Durante la comida el espectral cortejo hace acto de aparición por sorpresa entre las mesaspreparadas para el banquete y Guido vuelve a asesinar a su amada. Luego de hacerlo y ante el espanto generalizado da sus explicaciones a los comensales. El inesperado suceso sirve de advertencia y escarmiento a la joven Traversi, aunque sea en cabeza ajena -mejor así, que la suponemos bonita en extremo, sino de qué tanta fijación por ella en el heredero de los Onesti-, que al caer de aquella misma tarde accede sin reservas a las pretensiones amorosas de Nastagio. Nos dice Filomena para rematar la historia que no es la única asistente al banquete que abandona sus reticencias hacia un pretendiente. Por un tiempo al menos las expectativas amorosos de los varones de Rávena se vieron incrementadas

Es curioso, la narradora no nos informa de los nombres de ninguna de las dos mujeres desdeñosas -la irreal y la de carne y hueso-, pero de los varones desdeñados llegamos a saber nombres de pila y apellidos. De dejarme a mí el honor de ponerlas mote, se me ocurre que llamaría a la niña hermosa de los Traversi como La Orejona. Treinta y dos años estuvo la Copa de Europa esquivando los requerimientos amorosos del Real Madrid, nacido para ser su único dueño. Desdeñosa y cruel, se atrevió a dejar plantado a su pretendiente en la final de 1981. Aquellas cabalgadas de la Quinta del Buitre por el bosquecillo de la Copa de al UEFA tal vez pudieron servir a la altiva copa como advertencia para que diera su brazo a torcer al filo del fin del milenio. Comparado con aquello, doce años apenas parecen nada, pero vuelve a haber hambre entre los invitados al convite, no digamos ya entre los atléticos. Entre Rávena y Lisboa hay un trecho largo, pero que se puede recorrer en un sueño. Condenados para la eternidad a repetir el anhelo, cuando obtengamos la Décima nuestra primera reacción será ansiar inmediatamente la Undécima, y el hambre no se acabará ni cuando ganemos la Vigésima. No es mal destino, por otra parte. Peor hubiera sido que nos hubieran dado el hambre pero no los dientes. Hay equipo, estructura y un futuro económico que parece asegurado. Nastagio de los López, Floper para los amigos de Twitter, no reparará en gastos para que siga el banquete. Todo dependerá de que la niña desdeñosa no incida de nuevo en los remilgos. Si es así, el madridismo actuará como una jauría para acosarla y que entre en razones a base d bocados.



Ya en el viaje de vuelta a casa leo en la reseña de un libro en el mismo ejemplar de "Letras Libres" una cita de John Banville que me llama la atención: "El estilo avanza dando zancadas triunfales y la trama va detrás arrastrando los pies". Se refiere al oficio de escribir y, aunque yo no soy más que un amateur del asunto y mi opinión no cuenta mucho, no puedo estar más de acuerdo. En mi caso el estilo lo determina el tono. A menudo cuando me arranco a escribir lo que sea, un articulito de estos, supuestamente sobre fútbol, un soneto con endecasílabos, el análisis de una película , me acuerdo de cuando era niño e iba a clases de música. Justo cuando íbamos a empezar a cantar a coro toda la clase la profesora nos daba el tono de la melodía con una nota que le arrancaba a una especie de armónica redonda, un pequeño instrumento con el tamaño y la forma de una polvera que desde entonces he visto solo en sus manos. La comparación es pertinente: La música es un estado de ánimo que se contagia a quienes escuchan como si se tratara de una enfermedad benigna. El estado de ánimo es el tono del espíritu, y si el sentimiento que lo inspira es poderoso las palabras surgen solas, casi por generación espontánea, como un torrente que la mano canaliza hacia el folio en blanco -Ay, aquellos tiempos en que escribíamos a mano-. Si el tono, el estilo, el estado de ánimo - llamémoslo como queramos-, es el acertado la trama tarde o temprano emergerá hacia la superficie de los párrafos ya redactados, asomará el rostro para darnos un asunto a tratar y un desenlace. ¿Qué son ochenta mil personas que desean lo mismo sino un estado de ánimo, un estilo colectivo de hacer las cosas?¿Podemos inducir una trama en el relato, un desenlace determinado si todos lo deseamos lo mismo?¿Podemos lograr la victoria solo con desearlo si somos los suficientes? Leyendo el Decameron de Bocaccio, al menos tal como interpreta la obra Vargas Llosa,  se diría que sí. Y si luego llega la derrota ¿es por qué hemos fallado, porque no lo hemos deseado con las suficientes fuerzas, porque ha flaqueado nuestra fé? Esa es la sensación que queda algunas veces. Como ayer en la final en Milán de la Eurocopa de Baloncesto. Vuelvo a casa tras malvender los vinilos, apenas he conseguido la mitad del dinero que necesito para saldar una antigua deuda que ahora se me exige que satisfaga de forma perentoria. Entre los discos estaba el single de "Lisboa" de Los Panchos, acompañados de Gigliola Cinquetti. Y ya no sé si  la tristeza que siento me llega por no haber visto cumplidas mis expectativas en el pequeño negocio emprendido o por la dura derrota del equipo de baloncesto ayer noche, si alguna de estas tristezas tiñe a la otra con tintes más sombríos de los merece o si tal vez se explican entre sí. Solo sé que si tengo ganas de escribir esta tarde tendré el tono adecuado para que algo surja sin demasiado esfuerzo -ya llegará el asunto a tratar más tarde arrastrando los pies- y que de aquí al sábado he de visitar el Museo del Prado, recluirme entre sus paredes para empaparme de su vibrante belleza y narrarme una historia de vitalidad y triunfo, para poder sentir que no existe la peste extramuros, que puedo burlarla. Necesito recluirme en Villa Palmieri.


lunes, 12 de mayo de 2014

Agujeros grises

Agujeros grises

Recuerdo aquellos tiempos en que frecuentaba los foros de debate de internet. Bueno, los recuerdo de forma neblinosa, como todo lo que no es real, que has soñado o imaginado. Porque nada de lo que sucede en Matrix es real. Pero, a lo que iba, recuerdo como era rara la semana en que en al calor de las discusiones -de saberse ridículo en su alter-ego detrás de la máscara del avatar, tal vez incomprendido, y hasta detestado, por quienes compartían ese mundo de ficción surgido de los acuerdos tácitos y las imposturas-, alguien no anunciaba su marcha del foro. Algo así como anunciar tu suicidio, como teatralizar tu marcha de este mundo -este en el que ahora escribo- con escenografía de drama humano. Casi siempre era un éxito de crítica y público y, aunque nada se resolvía a la larga -el acto de despedida casi nunca, ya que al cabo de unos días o semanas se convertía en las salutaciones del reencuentro-, al menos servía como catársis para seguir tirando por lo menos una temporada. Quien que no se gusta a sí mismo en la vida real es raro que se guste dentro de Matrix, por muy bien que funcione la impostura. No, no he hecho ningún estudio al respecto, solo aplico lo que yo entiendo por lógica. ¿Quien querría vivir una vida de ficción pudiendo vivir otra plena luz del sol? Siempre es madrugada en Matrix. Por eso las conversaciones con los demás, las que uno cree que más le enriquecen, suelen ocurrir en la franja horaria que la gente normal utiliza para dormir. Sustituir los sueños, incontrolables, caóticos, efímeros, escurridizos, por simulacros moldeados a nuestra imagen y semejanza, con nuestros anhelos y aspiraciones como molde. Esa es la idea.

Cuando ibas falto de ánimos y querías suscitar un chaparrón de afectos, nada había más efectivo y de efecto más inmediato como anunciar tu marcha, incluso si esa marcha quedaba claro que venía causada por algún incidente o discusión en el que estabas en el grupo de los culpables. Desaparecer del ámbito de Matrix al que tienen acceso los demás, de cualquiera de las redes sociales, es un suceso que conmueve a quienes te conocen y tratan. Es como una muerte en diminuto, fabricada a escala para que encaje en la gran maqueta que entre todos construimos en el mundo 2.0. Algunos se convertían en adictos a sus propios funerales. Pero es hasta cierto punto comprensible. Quienes de los que nos detestamos y despreciamos de forma metódica y con pasión no querríamos asistir a nuestras propias exequias y escuchar en boca de los otros que no éramos tan nefandos como creíamos, para los demás y para nosotros mismos. Eso se puede hacer en Matrix, incluso convertirlo en rutina. Para algunos era un acto casi compulsivo en el día a día de los foros al más mínimo disgusto o contratiempo, quien sabe si dentro o fuera de la irrealidad. Imagino que una cosa debería ser reflejo de la otra, pero no tengo claro que así sea. Uno puede ser un pobre diablo -un tarado usando la terminología de los expertos en supervivencia en redes sociales- en la vida que transcurre a plena luz del día y ser todo un personaje que brilla con luz propia aquí donde siempre es de noche.

Llegué a cogerle auténtico odio a aquellas despedidas. "Me voy para no volver. Nunca más volveréis a verme". ¿Quien puede no conmoverse al oír esto en labios de alguien? Yo, por ejemplo. Porque entendía el impulso que subyacía detrás de tan ridícula actitud, el simple deseo de que te retengan entre los vivos, entre los que existen, por la fuerza del cariño. Algo que ocurría casi indefectiblemente, porque quien quiere irse de verdad, quien quiere morirse, como ocurre en la vida real, no se despide. No vaya a ser que le disuadan. Marcharse es a veces tan duro o más que quedarse. Tener la certeza de que es la decisión correcta pero sentir que no tienes voluntad suficiente. Vivir en Matrix es como fluctuar entre la nada y la existencia, como les ocurre a las partículas cuánticas. Ser y no ser son estados que fluctúan, que se alternan, pura indecisión de la materia. Cualquier partícula tiene unas probabilidades de existir en un lugar y en un momento dados, por pequeñas que sean. Todo es posible en el mundo de lo muy pequeño, a escala cuántica, porque la existencia y la no existencia es como una suma cero que nada aporta al conjunto. Lo mismo que en Matrix, donde apenas aportamos, donde nadie depende de nosotros y el mundo seguirá siendo tal cual era un instante antes de que fluctuemos de nuevo hacia la nada. Quizá por eso es mejor no despedirse. Ser como un agujero negro que se deshincha en el universo de la memoria colectiva en un proceso análogo al que Hawking propone que ocurre en el horizonte de sucesos. Una partícula que surge de la nada junto con su contrapartícula de antimateria, justo donde la curvatura del espacio tiempo se vuelve infinita, en la frontera del gran atractor. La partícula real escapa hacia el universo donde a veces brilla la luz del sol y la imaginaria cae hacia el abismo donde siempre impera la noche haciendo que la masa del agujero negro disminuya en un cantidad infinitesimal. Tan poco somos, apenas una cifra discreta entre tantas en el suma y sigue eterno cuyo balance total solo se sabrá en el fin de los tiempos. Y que esperemos que no sea cero.

Adiós.

viernes, 9 de mayo de 2014

El Fútbol y sus aldaños (157) - Askaris

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Khedira ante el reto del balón
Diego Torres
El País - Madrid - 24/09/2013

El banquillo visitante del Turk Telekom Arena contuvo la respiración cuando Pepe le pasó la pelota a Khedira y el alemán hizo un control defectuoso. La pelota rebotó contra su pie derecho como si golpeara un objeto inanimado y Yilmaz se la llevó frente a la cabeza del área del Madrid. El Galatasaray había salido a apretar arriba, el martes pasado en Estambul, en la primera jornada de Champions. Era la segunda vez que Khedira se ofrecía a sus centrales y su control se le iba largo. Era la segunda vez que Carlo Ancelotti se revolvía inquieto en el banquillo, sobresaltado entre Paul Clement y Zinedine Zidane, sus ayudantes. El movimiento fue tan llamativo que los suplentes repararon en el tic nervioso del entrenador. El gesto que más llama la atención a los jugadores, que dicen que cuando el técnico se sorprende por algo siempre levanta la ceja izquierda. Esa noche la ceja traspasó todos los límites conocidos. “¡La ceja le llegó al flequillo!”, observaron los futbolistas en los chascarrillos del viaje de regreso.

Las desventuras de Khedira sintetizan los desvelos del técnico italiano por amalgamar un equipo que elabore más las jugadas y supere el fútbol directo del anterior mánager, José Mourinho.

Khedira es un muy buen medio centro pero durante años Mourinho le asignó una misión muy específica. El portugués le advertía de que no debía ofrecerse para iniciar las jugadas. Pretendía que Xabi o los centrales salieran en largo y que él recorriera 50 metros para ir a buscar el rechace, la llegada, la segunda jugada, la arremetida. Si el balón caía en poder del contrario Mourinho le exigía que fuera el primero en presionar arriba, y si su pressing resultaba infructuoso, que emprendiera el regreso a toda velocidad. Muchas labores atléticas pero nada que se relacionara con la administración de la pelota. Nada de pedirla a los centrales. Nada de lo que ahora le resulta tan poco familiar.

Ancelotti, que fue medio centro, y de los buenos, considera que es deber de todo volante central ofrecerse a los defensas para dar salida al juego. De otro modo es imposible que un equipo pueda elaborar las jugadas con un mínimo de claridad. En el Milan de Ancelotti, esta función también la interpretó Gennaro Gatusso, aunque probablemente fuera el menos dotado técnicamente de aquella plantilla.

“Khedira puede jugar en los dos puestos del medio para dar más equilibrio”, dijo ayer Ancelotti. “Porque con Isco y Di María en las bandas es importante tener dos medios que defiendan. A Khedira le gusta mucho correr, jugar más adelantado, pero a mí me gusta tener más control del medio campo”.

Constatada la estupefacción de Khedira en Estambul, el técnico le mandó intercambiarse las funciones con Modric, el otro medio centro. Modric, que hasta entonces había gravitado más arriba, se situó por delante de los centrales para dar firmeza al primer pase.

En una plantilla raquítica de centrocampistas puros, Illarramendi y Khedira son imprescindibles. Ancelotti los aprecia a ambos: al vasco por su técnica y al alemán por su regularidad. Pero también les ve defectos: Illarra se despista y Khedira necesita acostumbrarse al balón.

Askaris

La anécdota llevaba rondándome la cabeza hace semanas, necesitaba refrescar su recuerdo. La conocí por Javier Reverte en su "El sueño de África", libro de viajes a ratos, en otros libro de historia, sobre la leyenda blanca en el continente negro, sobre la huella que los exploradores europeos dejaron en la historia local y en el acervo colectivo. Dediqué toda la mañana del viernes pasado a buscar el ejemplar que compré en el VIPS de Orense hace ya casi veinte años. Ediciones Anaya & Mario Muchnik, lomo blanco, como el sueño que describe. Lo encontré en el último lugar que busqué, como ocurre casi siempre, cuando empezaba a desesperar. Tres pilas de libros una detrás de otra al fondo de un armario ropero. Debía de llevar ahí más de una década, quizás desde que lo compré. A saborear la lectura del capítulo dedicado a la semblanza del coronel von Lettow destiné varios ratos perdidos el fin de semana, demorando la llegada de la anécdota más de la cuenta. Demorar los placeres es un vicio del que es difícil desprenderse. Cuando al fin me topé con ella en una de las últimas páginas me sorprendió que apenas fueran tres líneas. La recordaba con más detalles, con más elementos adornándola y dándole colorido. Mi memoria la había cuajado de matices que la dotaban de una mayor emotividad. Quizá es el recuerdo que poco a poco engrandece las cosas, o que estaba contaminada con elementos capturados de otras fuentes. La anécdota ofrece un ejemplo conmovedor, emocionante, de lo que es el espíritu de cuerpo, algo que es torna a veces indestructible, que explica porque es tan difícil salirse de la disciplina y el cobijo que ofrece el grupo, los camaradas, la unidad a la que pertenecemos por voluntad propia, por ideales o por la unión que posibilitan los vínculos personales. Los lazos de sangre son para siempre. Quien no haya marchado marcando el paso integrado dentro de una compañía de soldados no puede entenderlo, quien no haya jugado por iniciativa de su cabo primero a machacar el pavimento del patio de armas para llamar la atención de todo un cuartel, "Son las ocho de la mañana de un precioso domingo, señores, vamos a recordarles a los perezosos que en un cuartel militar no se duerme a estas horas. Y si uno de ellos es el puto comandante del puesto, pues cojonudo. Vamos a decirles que aquí estamos nosotros, que somos capaces de hacer temblar el suelo con nuestros pasos, tan sincronizados que parecen todos uno que es la suma de todos"

Muchos años después de acabada la primera Guerra Mundial, incluso después de concluir la segunda, el gobierno alemán decidió homenajear y otorgar una recompensa económica en forma de pensión a los antiguos combatientes africanos que sirvieron bajo su bandera durante la primera conflagración mundial. Eran nativos encuadrados en la unidad denominada  Schutztruppe, fuerza militar comandada por von Letow, y formada por oficiales alemanes, todos veteranos de innumerables contiendas, y por soldados del país, los askaris, palabra Swahili que significa sencillamente guerrero. Entonces, el territorio que una vez había sido alemán estaba bajo la supervisión de Gran Bretaña, la gran vencedora de la primera de las guerras, aunque hubiera tenido que ceder buena parte de su imperio y su lidrazgo en el mundo al gran vencedor de la segunda, los EE.UU. Alemania tramitó la petición a través de su embajada en Londres y el gobierno local en Tanzania decidió colocar en los medios de comunicación anuncios de la convocatoria. Al lugar y en la hora citada acudió un tropel de ancianos negros. ¿Cómo podían saber los funcionarios alemanes encargados de tramitar las pagas quienes de aquellos viejecillos enérgicos eran realmente de la antigua tropa que sirvió bajo el reinado del Kaiser Guillermo II? Fácil, uno de ellos, un oficial, se adelantó y empezó a ladrar órdenes militares sencillas en Swahili: "En sus puestos, firmes... aarrr... Presenten... aaarrrmas". Aquellos que obedecieron, casi todos, porque el engaño es más un arte del hombre blanco, eran efectivamente miembros de aquel ejército legendario que jamás perdió una batalla.

Un año después de la marcha de Mourinho, mucha de la tropa que sirvió bajo sus órdenes, que hizo de sus ideales y sus modos los suyos, aun conserva los atavismo del grupo, los tics que distinguieron lo que entonces se denominaba Yihad y ahora se nombra con otros eufemismos, más del gusto de sus adalides y caciques. Sorprende tanto revuelo por el uso que algunos hacemos aun de ese término, que se considera sinónimo de terrorismo y, por tanto, infamante, y el fervor con el que se aplaude la utilización de consignas y vocablos acuñados por la mafia y popularizados en las películas de Coppola y Scorsese. Ciertamente este grupo delictivo está más cerca en sus modos, propios del mundo del hampa, que el islamista. Quizá demasiado, lo suficiente como para que sorprenda que no haya protestas y rechazo también por su uso. El enemigo común podría seguir siendo la prensa si no hubiera que estar casi todo el tiempo repeliendo el ataque de la tribu madridista vecina. Es seguro que algunos ya no reaccionaríamos a la orden de firmes. Cada vez menos. La disidencia crece y empieza a desbordar a los funcionarios repartidos por Twitter para hacer valer las consignas de los líderes. El madridismo se resquebraja y es porque alguien ha querido meterlo en cintura, atarlo todo junto como quien ata una gavilla de heno o paja. Y ese no ha sido Mou, que él decía lo que le parecía, muchas veces acertado, incluso necesario, otras no, pero que no miraba hacia atrás para ver cuantos le seguían, si había creado doctrina, para comprobar cuantos followers nuevos tenía tras cada arenga. El indudable legado de Mourinho, cuya valía puede discutirse -faltaría más tener que pedir permiso para rebatir lo que a uno le parezca- lo están gestionando diversos caciques locales de internet que están pervirtiendo el ideal y hasta empezando a hacer odioso al personaje. Hay prensa de mantel lo mismo que hay tuiteros también de mantel, que a veces cenan en la Latina con quienes no deberían si es que luego pretenden dar lecciones de moral a los integrantes del vestuario madridista.

Haber sido un khedirista de primera hora es un mérito que no estoy muy seguro de que convenga exhibir. Más dado a apreciar a los jugadores del Real Madrid que a buscarle cosas que reprocharles cuando llegan las derrotas, me molestaba sobremanera la poca consideración que le tenía a este jugador la prensa y la propia afición. Khedira era un medio defensivo que apenas robaba balones, y había aquí un dato que era difícil de rebatir, casi un jaque mate. En aquel entonces decidí averiguar cuales eran las cualidades al alemán, y no fue fácil, porque hube de buscar en aquellos lugares del juego donde no estaba el balón. Tampoco desentonaba cuando los frecuentaba. Capaz de ejecutar pases sencillos, el hilo de la jugada no solía cercenarse en sus pies. Pero era cierto que en el uno contra uno poca veces arrebataba el balón al rival. Su fuerte era buscar el punto débil de su propio equipo, los puntos del entramado defensivo más faltos de efectivos, en riesgo de quebrarse, a veces en la banda contraria en la que discurría el ataque rival. Si era sobrepasado volvía a interponerse entre el contrario y la portería propia, ya le hicieran dos caños seguidos seguía porfiando, trotando de un lado a otro del campo en una actividad incesante, nunca explosiva, pero si constante. Tanto esfuerzo merecía algo más que la burla de propios y extraños y no recuerdo si lo defendí de sus detractores lo suficiente, creo que no, porque el apelativo de khediristas se lo acabaron apropiando otros que se embarcaron en plena travesía cuando Khedira comenzó a ser valorado en su justa valía. Mala suerte, pero no será por falta jugadores a los que defender de la maledicencia madridista.

Khedira le daba un equilibrio al Real Madrid de Mourinho que sin duda le falta al de Ancelotti. Y puede que la clave esté en lo que apunta el novelista de El País en su artículo. Queriendo aprobar la asignatura del balón tal vez esté abocando a que el Real Madrid suspenda en lo colectivo en la asignatura de la defensa. Tan ocupado se le ve a Khedira, seguramente cumpliendo las órdenes recibidas, ya que se trata de un askari disciplinado y obediente, en formar parte del juego de su equipo, tan cerca del balón se le ve últimamente a menudo, tratando de aportar en la tarea de acercarlo a donde comienza lo decisivo en ataque, que aquellas lagunas en el entramado defensivo que antes lograba desecar el sólo son su correr trotón de caballo percherón, ahora inundan el césped y acaban vertiendo hacia abajo, hacia el área de Diego López. Todo esto no es más que conjetura. No tengo muy claro que lo que diga tenga sentido, que ayude a explicar las carencias mostradas por el equipo en lo que va de temporada, y mucho menos a buscarles remedio. Dar una opinión últimamente se ha convertido en un ejercicio de buscar culpables, y en lo que digo parece que señale algunos, sobre todo al técnico, y eludo la responsabilidad de los principales favoritos para cabezas de turco: los centrales y el lateral canterano. Torres ridiculiza al jugador, el modo en que el empleaba Mourinho: Para "Muchas labores atléticas pero nada que se relacionara con la administración de la pelota", pero, al margen del tono, tal vez acierte en el fondo de la cuestión. Lo cierto es que cada vez se le ve más cerca del balón, más implicado en la tarea de hacerlo llegar al territorio en que Isco o Di María deben decidir el último o penúltimo pase, y no lo hace mal, pero se le hecha en falta su capacidad para dar cohesión al equipo. Y si a eso añadimos que los rivales prefieren invertir sus recursos defensivos en detener a jugadores con más creatividad y talento que él, también se resiente el ataque. Contrasta el que Khedira suela tener vía libre para conectar con los destinatarios de sus pases con las dificultades con las que suele enfrentarse Isco para darle sentido a sus jugadas. Normalmente necesita un caño o alguna otra floritura para encontrar esa vía de conexión. Pero, suponiendo que lo que propongo y apunta Torres sea acertado, ¿se equivoca Ancelotti en su empeño? Quizá una vez alcance su objetivo, que Khedira cumpla a la perfección la tarea nueva que le encomienda, el juego del equipo mejore, de un salto de calidad. Es tan poco lo que sé de fútbol y tanto lo que sabe el italiano que me cuesta dar crédito a mi propia propuesta. Lo que si está claro es que el problema no es de actitud. Ojalá. El Real Madrid la puso tras un mal comienzo en el derbi y, ni con esas, logró equilibrar el marcador, solo aceptar la guerra de trincheras que le propuso el Atlético para que cada cual se quedara con lo ya conquistado, los colchoneros un gol y los blancos su primera derrota del campeonato

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Cuando von Letow se hizo cargo de la Schutztruppe la guerra ya estaba sentenciada en el rincón del mundo que habitaba. En evidente inferioridad de medios y personal, completamente aislado de Berlín y con un territorio que tener que defender que excedía sus recursos, la misión era del todo imposible. A pesar de ello su triunfo más fulgurante llegó en su primer enfrentamiento con los ingleses, liderados por el general Aitken. Con un fuerza ocho veces superior a la que disponía von Letow, el mando inglés quiso dar carpetazo a la contienda en África nada más iniciarla con un desembarco en la ciudad Tanga, en la actual Tanzania. Un golpe de mano que tenía como objetivo cerrar en frente africano para siempre. Pero los ocho mil expedicionarios anglo indios fueron durante repelidos por una tropa alemana netamente inferior en número. Si la victoria fue sorprendente, casi milagrosa, más singular aun  fue la lectura que von Letow extrajo de ella. Había vencido, es cierto, pero a un alto coste. Los ingleses se repusieron rápidamente del descalabro con nuevos reemplazos y suministros, pero él sabía que los caídos en la batalla, sus askaris y oficiales, eran del todo irreemplazables. Sabedor de la valía de su soldados, von Letow no volvió a arriesgar sus vidas en el resto de la guerra. Fue aquella contienda casi una disputa entre caballeros. Von Letow y el sucesor de Aitken, Smuts, libraron una guerra que si no hubiera mediado bajas personales, y muchas, se podría haber calificado como de civilizada y respetuosa. Ambos generales habían sido compañeros en la guerra de los Boers, en Sudáfrica, contra el Imperio Británico. Ahora, en bandos enfrentados, mantuvieron el espíritu de camaradería que una vez les uniera. Cuando le sea concedida la Cruz de Hierro por el alto mando en Berlín, la condecoración podrá llegar al campamento alemán gracias a la deferencia de los ingleses que permiten paso franco a la comitiva que la transporta, hasta un von Letow sin líneas de comunicación y abastecimiento que le conecten con la metrópoli. Distinción muy merecida porque von Letow entregará las armas a sus oponentes cuando tenga que rendirse cuatro años después de los sucesos acaecidos en Tanga sin haber sido derrotado ni una sola vez por sus oponentes, después de haberse salido con la suya en todos los propósitos que se hubo fijado y ahorrando vidas entre los suyos y el enemigo. No debe extrañar la devoción de aquellos ancianos negros décadas después. Mientras atendían todos a una las órdenes proferidas en Alemán, les debió invadir el mismo sentimiento de pertenencia a un cuerpo, el mismo sprit du corps que supo imprimir a sus tropas von Letow. El espíritu de hermandas si es cierto nunca muere, ni siquiera envejece.

Si hubo un tiempo en que el Real Madrid se enfrentó a una situación adversa fue la década de los setenta y buena parte de los ochenta. En evidente inferioridad con los equipos punteros del continente, con una tropa nativa voluntariosa, abnegada, habituada a brega, pero escasa casi siempre de talento futbolístico, Bernabéu pareció abrazar las tesis de von Letow: tropa disciplinada con oficialidad alemana. Quizá el mejor exponente de esta estrategia, más incluso que el siempre dicharachero Breitner -quizá ya no ría tanto ahora cuando escuche mentar al Real Madrid tras el repaso que le dio a su Bayern-, sea Stielike. Más que oficial alemán se diría que fue un soldado africano, por su dureza, por su capacidad de agarrarse al terreno y defenderlo con su vida. Un askari más entre tropa nativa con apellidos castellanos. Uli lideró al Madrid de los García que disputo la final de la Copa de Europa de 1981. ¿Cual era el talento de este jugador? Sin duda hacer lo que en cada momento debía hacerse, ya fuera fortalecer el medio campo, defender con denuedo o atacar la portería contraria cuando se estaba en desventaja en el marcador. No es que fuera un goleador, es que si nadie más acertaba a marcar y hacía falta el gol él mismo se encargaba de la tarea. Aquel tipo era ciertamente singular. Odiaba la derrota. Es famosa la anécdota de la entrevista en la víspera de un partido que iba a decidir una liga, en campo enemigo, en el del rival que le disputaba al Real Madrid el título. La habré contado mil veces. Le bastaba al equipo merengue con un empate para sentenciar el torneo, y así se lo indicó el periodista de TVE1. "¿Van a salir a defender el empate?". La respuesta aun resuena en mi cabeza tras todos estos años. Miró Uli al entrevistador con una expresión de evidente fastidio, de hastío incluso. La que se tiene cuando se ha de explicar lo que es obvio y no debería plantear dudas. Contestó lacónico con cara de pocos amigos: "Yo siempre que me ato las botas es para ganar". Carácter, intolerancia a la derrota, profesionalidad. Siempre me ha extrañado que el Mourinhismo no reivindicase su figura, que explica casi un tercio de las ligas ganadas por el Real Madrid, con un estilo además que hubiera hecho las delicias del entrenador portugués.

Askari por temperamento es también Khedira, más afable quizá que Uli, seducido por las mujeres de pelo rubio, como requiere el tópico respecto a los indígenas. Es un soldado raso, aunque Ancelotti le haya querido dar galones en un equipo poco habituado al sacrificio. Quizá faltaba tropa y sobraban oficiales en aquel Real Madrid de principio de temporada. El caso es que el experimento parecía que empezaba a dar frutos cuando la lesión del medio campista alemán lo truncó. Media temporada nos hemos visto privados de su concurso y el grupo ha tenido que aprender a sobrevivir sin él. Isco y Di María han tenido que apretar los dientes, sin lograr del todo recuperar el equilibrio que le confería Khedira al equipo cuando aun era un askari, antes de que el técnico italiano le promocionará a la oficialidad. Ahora parece estar de vuelta. A tiempo para disputar el mundial. Quien sabe si también la final de Lisboa. De hacerlo no se antoja que se trate de un jugador decisivo. ¿O quizá sí? ¿Qué es lo que decide un partido en el que se dilucida todo, en el que uno se juega el balance de toda una década?. El que sirvió para valuar los setenta se saldó con derrota, no fue suficiente el liderazgo del askari indistinguible entre el batallón e Garcías que también era oficial alemán. la final de La Séptima, que selló la década de los noventa, se logró apelando al sprit du corps ante un rival que también nos aventajaba en una proporción de ocho a uno en cuanto a medios y talento. Nadie sabe que es lo que decidirá la contienda que tendrá lugar dentro de dos semanas. Si fuera el espíritu de grupo, bienvenido sea Khedira, askari en el equipo blanco y oficial en la Schutztruppe, en la selección de su país. No será una guerra incruenta, como las que dirimía von Letow, la que se libre en Lisboa, ambos equipos se juegan mucho. El Atlético una oportunidad que se le presenta una o dos veces cada siglo a lo sumo. El Real Madrid hermanarse con su destino, del que lleva extraviado doce años. Quien pierda es poco probable que se recupere para luchar otro día. No obstante, que bueno sería que imperase la camaradería entre rivales, como en el tipo de guerra que impuso von Letow a sus rivales. ¡Paso franco a Casillas entre las líneas colchoneras para que pueda acceder hasta la condecoración, para que pueda alzar la Orejona!¡Qué estamos entre vecinos, caramba, y no proceden estos odios africanos entre aficiones!


jueves, 1 de mayo de 2014

El Fútbol y sus aledaños (156) - Fados portugueses

"Lisboa antigua" - Trío los Panchos

Lisboa antigua y preciosa

¿Quien duda de que podrían escribirse siete crónicas distintas acerca de lo sucedido anoche? ¡Fue algo tan grande, tan descomunal! Siete crónicas diferentes jugueteando con aspectos, con símiles y metáforas distintas, apelando a estados de ánimo muy dispares, a la euforia del triunfo, a la nostalgia del Fado, a la pasión desatada del contraataque, a la calma por el deber cumplido, al desvarío convertido en remate de cabeza, a la tristeza por los que inevitablemente estarán ausentes en Lisboa. Una crónica por cada corazón que se desbordó mientras ardía el infierno, por cada estrella de la bandera de Madrid y de la constelación de la Ursa Major, que el añorado Santiago Amón nos ayudara a averiguar que en realidad son la misma cosa. Estrellas que se ven casi en el mismo rincón del firmamento allá en Munich que aquí en Madrid, porque ambas ciudades pertenecen al mismo hemisferio, aunque ahora quepa la duda de si del mismo planeta fútbol. Siete crónicas, incluso setenta y hasta setenta veces siete, porque una vez inicie el escrito no querré acabarlo nunca, igual que esta mañana no podía dejar de tuitear una vez edité mi primer gorgorito dedicado a Lisboa.

Se equivocaban los Panchos al decir que no volvería a lucir Lisboa su antiguo esplendor Real, lo hará en breve de nuevo, hacia finales de mayo. Cuando era niño se escuchaba a menudo en mi casa esta canción, interpretada por el trío mejicano acompañados por Gigliolla Ginquetti. Ayer mismo, como en un acto premonitorio, encontraba por casualidad en un armario, entre una pila de antiguos vinilos, el single de la tonadilla. Entonces supe que la victoria era nuestra. Y la certeza me llegó con la dulce tristeza de un fado. Y es que desde el aquelarre ocurrido en Concha Espina, en esa comunión satánica ocurrida entre afición y plantilla que desató los fuegos del infierno en el Bernabéu aquella tarde de miércoles -Rumennigge, querido, el fuego que creíste ver en la arbolada era en realidad el resplandor de este otro-, a muchos nos ha brotado el talento de la premonición tal como le brotan los cuernos a un demonio o las alas a un ángel, porque cielo e infierno se confunden en esta crónica. Decía ayer Guardiola que había leído en la prensa de Madrid que el Real se clasificaba para la final y en realidad no era un reproche sino una premonición, porque lo que había leído eran los diarios de esta mañana. Aunque bien pudiera ser que su don no se debiera a haber comulgado con el madridismo, que parece algo poco probable, casi un contradiós, un capricho más bien de Belcebú, sino a estar poseído por el balón y ser esta posesión la fuente en su caso del don, como le ocurría a Reagan, la niña de "El exhorcista" que veía el futuro en los ojos de los curas que trataban de rescatarla del mal. Y, ojo al dato, que su premonición va más allá, que en su viaje astral en sala de prensa ha contemplado la clasificación del Madrid y su victoria en la final. Quien nos iba a decir que el ángel de la Anunciación, nuestro arcángel san Gabriel, quien nos preñara con el Espíritu de la Décima, habría de ser Pep. A mi no se me habría ocurrido en la vida, ni en cien mil años ni en setenta veces siete crónicas distintas que escribiese puestísimo hasta las cejas con lo mismo que se dopa Messi. Y mira que he asistido a verdaderos prodigios desde mi rinconcito compartido con mis amigos en la calle Marceliano Santa María. Ayer Ancelotti ejerció de oficiante en el exhorcismo de Guardiola y el demonio de la pelota dejó de atormentar a su espíritu. Lento o manejado con frenesí, según el momento del partido, el balón nunca dejó de postrarse a los pies de los jugadores merengues. Fue el séptimo cielo del madridismo. El siete es el número con mayor significado cabalístico para la afición merengue, el que viene expresado en el dorsal de Ronaldo, en el recuerdo del gol de Mijatovic, en el grito de guerra lanzado desde las gradas del Bernabéu poco después de comenzar cada partido.

No, se equivocan, y sabe Dios que no me gusta corregir a la gente, menos aun a los Panchos y a Gilliolla, pero es cosa cierta, denla por segura. Lisboa volverá a ser morada feudal, castillo inexpugnable que hará viable que suceda aquello que cantara Raúl durante el convite para celebrar la Octava: Que pueda seguir la dictadura del Madrid. Oír la voz con marcado acento italiano de Gigliolla, declamando la letra de la canción con lenta cadencia, es como un guiño dirigido a Carlo, como una señal del pasado dirigida al futuro, una prueba más de eso que sospecho hace mucho, algo que también es del parecer de Stephen Hawking, que la flecha del tiempo no existe, que es solo una convención de los hombres para tratar de dar un orden a lo que no comprenden y así tratar de abarcar lo que les excede en tamaño. Todo sucede al mismo tiempo, en este momento, pasado y futuro. El presente es la estrecha banda de tiempo que es capaz de abarcar nuestra exigua y miope mirada, la rendija por la que se cuela la luz del exterior a nuestra habitación a oscuras de comprensión. "Lisboa antigua y preciosa, llena de encanto y belleza...". Gigliolla cantaba con nostalgia hace aproximadamente medio siglo de un esplendor pasado en Lisboa, anticipando la dulce melancolía que algún día sentiremos, los más jóvenes de entre nosotros tal vez dentro de otros cincuenta años -al resto ya no se nos podrá ver en la rendija-, al recordar la final de Champions de este año.


El hombre tranquilo

Y que decir del hombre tranquilo, Ancelotti. En la sorprendente escena de la película con este mismo título ("The Quiet Man", John Ford; 1952), el más viejo del pueblo de Inisfree escucha tumbado en su propio lecho al pastor de la localidad mientras le practica la extrema unción, con una sonrisa de deleite dibujada en los labios, saboreándola con un palillo en la boca como quien anticipa el momento de después del último bocado de un delicioso banquete. Cuan hermosos deben ser los sermones de este pater. Normal que ningún feligrés de la aldea se pierda una sola de las misas del domingo. Toda la temporada lleva escuchando el entrenador italiano las palabras que para su epitafio llevan componiendo unos y otros, sin alterarse, con aparente calma monacal, casi se diría que con disfrute, como el anciano irlandés que retratara John Ford en su película, en completo relax, sin mover un sólo músculo. Todo lo más el que se articula en el arco ciliar y le sirve para mover la ceja izquierda. El movimiento de esa ceja es el aleteo de la mariposa que batió alas en Madrid y provocó un huracán en Munich con fuego en la floresta. Y ninguno de esos epitafios eran el de Simónides para los 300 caídos en Las Termópilas ni el de Tennyson por los 600 de Balaclava. Le falta dar la talla al equipo en una gran cita, decían sus detractores. Y no les faltaba razón. Barça y Atlético habían salido vivos de entre nuestras manos en los cruces directos en Liga. La victoria en la final de Copa casi parecía Serendipia, un hallazgo feliz producto de la casualidad y de un accidente inesperado bien encauzado: La falta de Ronaldo y su consecuencia lógica, el hecho de tener que poblar la zona media con un cuarto jugador. Se repitió la situación en la ida de semifinales de Champions por un proceso gripal de Bale, pero Carlo lo aviso: "Si puedo hacerlo alinearé de inicio a los tres delanteros". Y así sucedió. Se sintonizó a la perfección la BBC en el Allianz Arena, como si se tratase de una emisión clandestina durante la Segunda Guerra Mundial destinada a ser escuchada por la resistencia operando más allá de las líneas enemigas. Cuatro mil madridistas habían en las gradas infiltrados entre los tifos inmensos confeccionados por los alemanes. "Los largos sollozos de los violines del otoño hieren mi corazón con una languidez monótona", fue el mensaje extractado de un poema de Verlaine que se escuchó en la emisora, y acto seguido se produjo en sucesión ininterrumpida el desembarco de Normandía, la conquista de una cabeza de playa a testarazo limpio de Ramos, la toma de Cherburgo en un contrataque fulgurante y el cruce del Rin por el único puente en pie en la zona de Remagen gracias a la picardía de Ronaldo. Benzemá tiene algo de poeta, cierta languidez otoñal que rima con su gran clase. El doblete de Ramos y luego el de Cristiano, como si de un cuarteta se tratase, con versos rimados de arte mayor. Al fin algo de lírica tras tantos años repletos con la machacona prosa del tiqui-taca.

Lo descubrieron las cámaras durante el entrenamiento del día anterior en el escenario del partido. En la charla a sus jugadores, Ancelotti les aseguraba que la victoria era suya. No había sonido que acompañara a la imagen, mitigado por la distancia a la que filmaba la cámara espía, pero la expresión del rostro del entrenador denotaba la calma del convencimiento, de la certeza absoluta, y subrayaba sus palabras entrelazando las manos, un gesto que parecía significar que consideraba que todo estaba atado. Más que suficiencia era premonición. La misma que la de Pep Guardiola. El mismo aquelarre en Concha Espina de una semana antes. Pero Carlo no estaba poseído por la pelota sino por el espíritu del grupo, quería ganar a lo grande para su afición, desplegando toda su artillería en el teatro de operaciones. Parecía descabellado, temeridad si acaso, una audacia que no casaba con su inmerecida fama de hombre pachorrón, de entrenador que llegara domado, según afirmara de la Morena nada más desembarcar en el foro. Porque Carlo ha resultado ser contra todo pronóstico un entrenador indómito, cimarrón. Ha asilvestrado a una plantilla que parecía que ya no podría crecer más allá del terreno arado con sumo esfuerzo y trabajo por Mourinho, que no podría invadir nunca los terrenos adyacentes a los del orden en defensa, del robo del balón por la presión para cargar de munición el contraataque, como quien carga y amartilla un arma. Tiene su Real Madrid actual, el de final de temporada, un cierto caos ordenado, una locura consciente, arrebato contenido, toda la contradicción de la que es capaz el genio creador para engendrar la obra perfecta. Su Real Madrid es feraz e invade todos los territorios del fútbol, el del orden en defensa, el de la posesión, el de la tormenta perfecta. Un Real Madrid polimórfico, que se adapta al contrario, multicolor, con un sinfín de facetas brillantes si uno lo sostiene en la mano para contemplarlo de cerca y lo hace girar entre los dedos.

Sean Thornton, un John Wayne Homérico al decir de Michaeleen Oge Flynn, cree que en su Inisfree natal, allá en irlanda, encontrará la paz que le niega la ciudad donde vive, Pittsburgh. Es boxeador profesional y vive atormentado tras causarle accidentalmente la muerte a su último rival. Se instala en la vieja casa de sus padres con la esperanza de que la vida rural, muy lejos de donde le conocen, le proporcione un remanso. Tanta bonhomía es interpretada por sus nuevos vecinos como mera cobardía, incluso por la mujer de la que se enamora, Mary Kate, la pelirroja Maureen O'Hara. Pero a Mary Kate no le importa el aparente déficit de hombría del que acaba siendo su marido. Está harta de soportar al bruto de su hermano, tan rudo y valiente como cualquier bestia, pendenciero a plena satisfacción de sus convecinos. El problema surge cuando éste se niega a conceder la dote que le corresponde a la pareja tras casarse. Creo que puede porque su cuñado no se atreverá a reclamársela. La película se resuelve con una formidable pelea, justo lo que todos quieren contemplar, todo converge hacia ella. Por si alguien no ha visto la película me abstendré de revelar su desenlace, aunque es fácil intuirlo. Cuando John Wayne y Maureen O'Hara compartían un encuadre en la pantalla era difícil mantenerlos separados. Eran pura química cinematográfica.

Sean Thornton sabía pelear, simplemente no quería hacerlo. Y tenía sus motivos. El código que había establecido su predecesor parecía imponerle a Ancelotti la pelea continua, luchar contra todos todos los días. El bien del club exigía para muchos la guerra en todos los frentes, en especial mediando un micrófono y habiendo periodistas presentes tomando notas. Comparaba la afición las maneras con uno y otro y la diferencia le resultaba ciertamente llamativa. Cierta impaciencia cundió en algunos sectores del madridismo. Sin embargo, a medida que avanzaba la competición y aumentaba la tensión más tranquilo se le veía a Carleto. Muchos desesperaban de que en el desenlace de la temporada hubiera la suficiente bronca y cachetadas. Por la fuerza de la costumbre, el mourinhismo había aprendido a pararse frente a las ruedas de prensa en Londres igual que el caballo de Michaeleen frente a la taberna. Solo allí se husmaba la gresca. Solo un motivo verdaderamente importante, la Décima, desperezó la agresividad del italiano. Dos golpes le hemos visto doltar, uno a Rumennigge y otra a Guardiola, y más que guantazos fueron simples collejas, casi besos de buenas noches. Dormid y soñad con la copa de la Champions, que será lo más cerca estaréis de poder tocarla. Ancelotti prefiere discutir en el terreno de juego. Hay química entre él y la pelirroja Orejona. Piensa cobrarse la dote en Lisboa.



Até logo, Mou

Había una cita señalada en el calendario, emotiva sin duda, quien sabe si catártica o fraticida, pero que ya no se producirá nunca, y no tengo claro si es para bien o para mal. Nos niega el futuro, más bien el Atleti, la posibilidad de que el madridismo reflexione profundamente sobre sí mismo. Desde un punto de vista meramente deportivo es indudable que el Chelsea habría sido un digno rival, pero mucho más asequible para evitar que el sueño de la Décima se convierta en pesadilla justo en el momento del despertar. Vivir lo que has soñado es saludable, la modalidad más grata de triunfo, soñar la vida por el contrario es una tortura que nunca acaba, la realidad que nunca acaba de llegar. ¿Que son doce años frente a treinta y dos? La aparente fortaleza de los números es que tienen forma que se asemeja a los argumentos, que parecen incontestables, pero los sentimientos, las sensaciones y los estados de ánimo no se pueden cuantificar. Jugar una final contra el Chelsea de Mourinho era un sueño en sí mismo para muchos, un "hola, ¿qué hay de nuevo?" al antiguo caudillo, una forma de despedirse de él, adecuada, íntima, sin la interferencia de terceros, un modo de compartir la gloria y de darle las gracias por el regalo de la Décima.

¿De verdad alguien impidió que los mourinhistas se despidieran de forma adecuada de su referente? Eso creen algunos de ellos que aseguran no ser capaces de pasar página. Corrió el mito en su momento de que la marcha voluntaria, de común acuerdo entre las partes, fue en realidad una destitución, una traición de su gente, de sus jugadores, enfrentados a él en su egoísmo, que forzaron su marcha, y del presidente, que no le apoyo lo suficiente y que tomó partido por ellos en el sordo contencioso que se produjo en el vestuario. Sordo o ruidoso, porque algunos testigos aseguraban que los gritos de la pelea que se produjo entre Mourinho y Ronaldo se podían oír con claridad en La Castellana. La final de Lisboa habría podido ser una forma de zanjar la disputa, de enmendar una salida en falso, como si de una carrera de velocidad se tratase, y restañar las heridas. Pero los dos años largos que Mourinho tardó en deshojar la margarita para decidir si se iba o se quedaba exceden con mucho la duración de una carrera de velocidad, incluyendo sus prolegómenos. Solo cuando vemos alejarse al amor sin que lo queramos se justifica que nos aferremos irracionalmente al pasado, y es más que una sospecha que ese amor no fue nunca correspondido. En realidad es algo asumido, que se elude apelando al acusado profesionalismo del portugués. "Queremos profesionales por encima de todo. No nos importan los sentimientos que tengan", suelen argumentar los mourinhistas en el eterno debate acerca de los canteranos, que durante la permanencia del portugués en el club quedaron en entredicho. Y creo que yerran, porque un club de fútbol es un colectivo, y a un grupo de personas lo que le cohesiona son los objetivos comunes y los lazos afectivos. Si no media el afecto

¿De verdad le deberemos a Mou la Décima si Lisboa nos es favorable? Creo que sería muy mezquino pensar lo contrario. El portugués llegó en el momento propicio, cuando arreciaba se Barça de Guardiola como una lluvia torrencial, que ni siquiera escampaba en el Berbabéu, que incluso allí se convertía en un aguacero. Mou nos dio primero un paraguas para que nos sirviera de resguardo, y luego un sistema de irrigación para convertir toda esa agua en un recurso con el que poder prosperar. Era hermoso ver evolucionar a la vez a toda la defensa del Real Madrid en el Nou Camp en aquel partido que se ganó con aquel gol de Cristiano a pase de Özil, pero ya hablamos en su día de eso. Basculaban los diez hombres completamente coordinados, como si fueran uno solo,  a izquierda o derecha, según la orientación dada al ataque por Xavi Hernández, los laterales, Marcelo y Arbeloa, apoyados siempre por los medios, Xabi y Khedira, cuando los extremos blaugranas tanteaban el área. Se tensaba todo el equipo, como un arco, y se disparaba al contraataque cuando existía la más mínima oportunidad d dar en el blanco. Cada posesión del Real Madrid era un dardo y por eso no es extraño que el Barça muriera desangrado sobre un inmenso charco de posesión improductiva que no para de manarle por sus heridas. El gol de Benzemá en la ida de las semifinales que se acaban de completar y el primero de los de Ronaldo en la vuelta de este martes, son productos del laboratorio climático de Mourinho, dos tormentas perfectas. Pero hay cosas en este Madrid que hemos visto el último mes que se me antojan imprescindibles para lograr la Copa de Europa y que son legado exclusivo de la primera temporada de Ancelotti.

Creo que el principal error de Mourinho fue que no supo administrar la derrota del Barça. Lo trajo Floper para hacer frente al dominio aplastante del Barça, a su despotismo faraónico, Y, cual Moisés educado en el palacio de los tiranos, lidero la huida del pueblo elegido, consiguiendo la hazaña de que lograra cruzar ese enorme desierto que suponían los cuatro años con sequía de títulos. Pero recién llegados a la tierra de Canaán seguimos comportándonos como viajeros en tránsito, como desahuciados sin tierra. Mucho le debemos a Mourinho, su socorro en los malos tiempos, quizá un ideario, simple y en parte efectivo, pero que ha sido tergiversado o mal digerido por sus seguidores, que ha permitido que se vuelven contra sus propios jugadores. El Real Madrid exige una grandeza, una ampulosidad en el gesto si se quiere, como sí ha sabido entender Ancelotti. No bastan las tácticas ultradefensivas, la disciplina espartana, el talento supeditado a la entrega, para ganar todas las batallas. El estilo de Mourinho está bien, puede ser el mejor, incluso el único viable en ocasiones, para aquel Real Madrid que solo quería sobrevivir al tedio, para un Inter sumido en el abismo, para un Oporto debutante, para un Chelsea que ahora practica la continencia económica, pero la Décima exigía otra cosa. Tras tres intentos fallidos de Mou ha sido Ancelotti quien por fin nos ha situado en su umbral, y con un equipo que difiere bien poco del que fracasó en todos los frentes la temporada pasada.



Bona sera, Ancelotti

Mientras nos dirigíamos en cochea la casa del Señor Pipero para asistir por televisión al incendio de Munich, me comentaba mi anfitrión su extrañeza por mi alegría y la de un amigo común después del partido del Bernabéu. "He charlado con mucha gente, no sabes cuantos, y sois las dos únicas personas que estáis contentos con lo sucedido en el partido". Su explicación sobre los motivos de su pesimismo, compartido con todos aquellos con quienes había discutido, se alargaba, así que le hice saber que haría uso de mi derecho a un turno de réplica. "Vale, pero deja que acabe, que es muy importante lo que voy a decir ahora". Tuve paciencia porque el Señor Pipero rara vez se equivoca cuando habla del Real Madrid y porque me invadía la misma calma de la certeza de estar en lo cierto que embargaba a Ancelotti en la víspera, y cuando pude se lo explique más o menos como voy a hacerlo a continuación. Llevábamos un año atemorizados por el Bayern. Quien lo niegue probablemente mentira. Era ese equipo que nos había eliminado hacia dos años cuando teníamos similar potencial, que habíamos visto crecer la siguiente temporada de forma desmesurada, desde la media distancia, esquivando el enfrentamiento directo, y lograr el título a través de la tele, precisamente ante quienes nos habían descabalgado a nosotros. Y ahora llegaban a nuestra casa dirigidos por quien nunca había sido derrotado en el Bernabéu. Era como retroceder en el tiempo para revivir la versión teutónica de una pesadilla recurrente. Pavor es poco. Pánico deportivo e ideológico. Guardiola llegaba para coronarse, para demostrar al mundo que su modelo era el único factible para lograr la excelencia, cuyo éxito no dependía de la plantilla, del corte de los jugadores disponibles, sino solo de su genio creativo. Y los quince primeros minutos parecieron corroborar sus tesis. El Real Madrid ni la olió. La pelota me refiero, porque el miedo del madridismo era patente no solo para el olfato de los perros. Después de ese extraño prologo llegó el gol de Benzemá y pude empezar a mirar ya con calma la pantalla del televisor, incluso hacer un análisis razonable de lo que veía. Estaban claras tres cosas: 1) Hasta que no le llegaba la pelota a Robben no se iniciaba la jugaba de ataque del Bayern, todo lo anterior era pura retórica, palabrería sin significado; 2) Con Ribery secado en la otra banda y el juego aéreo dominado por los centrales del Real Madrid, el único recurso de Guardiola era un viejo conocido nuestro, que dolorosamente tuvimos que admitir en su día cuando se suscitó el debate por la prensa, que era muy inferior a Messi. Frente a eso la armería de Ancelotti se antojaba un verdadero arsenal, incluso con la baja de Ronaldo; 3) El partido era como asistir a un enfrentamiento verbal entre un tartaja y un orador experto, entre un necio y un erudito. A cada parrafada larga, huera y sin sentido del primero le seguía la replica escueta, contundente y precisa de su oponente. Una pobre versión del tiqui-taca, las hemos visto mejores, contra una de las mejores del contraataque, superior incluso a la de Mourinho. Pero si acabe la primera parte aliviado de mis temores, incluso esperanzado, la segunda parte fue un verdadero goce. Ancelotti salió a discutirle la posesión a Guardiola y se salió con la suya. Adelantó líneas, presionó arriba y alternó momentos de control alocado, con posesiones largas pero sin perder el norte de la portería contraria, con otros de locura controlada, con posesiones completamente verticales. Al finalizar el partido el italiano no solo había en el duelo de estilos sino que había derrotado al catalán en su terreno. Y Pep lo sabía, de ahí su enfado, de ahí el perder los papeles en sala de prensa. El invencible Bayern había encontrado su Némesis en el Real Madrid, lo mismo que la Quinta del Buitre la encontró en el Milán que liderara Carletto desde dentro del Campo. La historia deportiva de Ancelotti es larga y está llena de acontecimientos, si se piensa detenidamente sorprende el menosprecio con el que ha sido tratado, como un advenedizo entre veteranos contrastados cuando se discutían los resultados del sorteo de semifinales de Champions.

El Real Madrid que vimos en el Allianz Arena nunca hubiera sido posible con Mourinho en el banquillo. El primer gol de Ronaldo, con sus 73 metros de galopada colectiva, se pareció mucho a algunos de la Liga de los Récords. La misma caligrafía e idénticas vocablos utilizados. Pero, al contrario que aquellos, fue como un trueno en un cielo despejado, una auténtica paradoja climática. En  los 180 minutos de juego que duraron los dos partidos de semifinales las veces que se vio exigido Casillas pudieron contarse con los dedos de una mano. Y hasta sobraron dígitos. El contraataque en el Real Madrid de Ancelotti no es más que un recurso entre tantos, En el Real Madrid de Mourinho era su esencia. Aquel Real Madrid vivía a expensas del contrario, jugaba a lo que le proponía y trataba de aprovechar el empuje del rival para derribarlo, como si tratara de un judoca, mientras que este es capaz de imponer el ritmo al partido, de manejar los tiempos, de acelerar las manecillas del reloj en una carga de caballería, o retardar su paso.